martes, 30 de abril de 2013

Escritores malditos



Todos somos escritores malditos… hasta que se nos demuestre lo contrario. Hoy puedo hablar de ello sin remordimientos: cuando comenzaba a escribir, solía ponerme como tarea el mostrar el mundo –mi mundo, por supuesto– a través de una mirada «original», casi siempre sórdida, llena de detalles escabrosos, con abundancia de alcohol, drogas, palabras minuciosamente obscenas, sexo descrito con lujo de detalle, y un tono como si estuviera oficiando una misa consagrada al Maligno, con lo cual creía que cumplía con una encomienda terrible y única: ser el mejor escritor de todos los tiempos. De hecho, en aquellos días estaba seguro de que el humor residía en el uso indiscriminado de obscenidades, como si el lenguaje se dividiera en dos: las palabras que hacen reír, y las que se usan para hablar seriamente de algo, tal como sucede con muchos comediantes que agotan los horarios de la televisión con sketches patéticos y aburridos.

El descubrimiento del humor fue para mí todo un suceso. ¿Cómo era posible atragantarse con una risa vesánica y nerviosa mediante situaciones que se basaban en simples hipérboles? Un hecho cualquiera, incluso aquellos que te hacen enfermarte de rabia en la vida cotidiana, podía ser descrito de tal suerte que no lograbas parar de reír… y lo que me parecía más insólito aún: sin usar obscenidades, sino simplemente escogiendo las palabras de la misma manera en que el agricultor escoge las semillas antes de sembrarlas. Y aunque sí me considero hasta cierto punto fan de escritores «serios» como Dostoievsky, Oé, Kazantzakis, Hamsun, Lezama Lima, Rulfo, Coetzee o McCarthy, cada vez me resulta más difícil adentrarme en dramones pesados, por lo general densos como puré.

Hoy me siento más cercano a esa literatura desdeñada tradicionalmente por parecer ramplona al no ocuparse con «seriedad» de los problemas de la vida. Me refiero a la que inauguraran Cervantes con El Quijote, pero sobre todo Rabelais, con ese monolito ígneo que es Gargantúa y Pantagruel, y que abriera una brecha poco recorrida –y conocida– hasta nuestros días con tipos como Gogol, Goncharov, Leskov, Hasek, Gombrowicz, Bulgákov, O’Brien, Beckett, Waugh, Lem, y un etcétera igualmente poco numeroso, aunque bastante significativo.

Ahora veo, no sin alivio, muy lejanos aquellos días de pretensiones de «escritor maldito», en los que la creencia de que retrataba el drama y el dolor del mundo «desde sus propias cloacas» era el viscoso motor que movía mi pluma. Tristeza, soledad, desesperanza, maldad, ya saben: esas cosas que nos encanta describir aunque al experimentarlas somos huerfanitos inofensivos. No sé si tendré algún éxito en ello, y tampoco es que importe gran cosa. Al final de cuentas vivo en un país en donde los escritores nos reproducimos como gusanos (y eso que no hablé de los poetas), así que, en caso de que no pueda, seguramente habrá algún otro que sepa explicar estas cosas mucho mejor que yo. Sí, ya lo estoy viendo…

lunes, 1 de abril de 2013

La vergüenza de escribir


A raíz de algunas conversaciones, me quedé pensando en las primeras sensaciones que tuve cuando empecé a escribir. No me refiero a ese halo sublime y epifánico que la gente suele asociar con la figura del escritor, sino a algo más inmediato y a veces inconfesable: el momento justo y desconcertante en el que uno tiene la conciencia de que será leído, ya que ha comenzado a ver al lenguaje no como un medio para comunicar algo (cosa las más de las veces inútil), sino como un fin en sí mismo. La «vergüenza» de escribir, que suele ir de la mano con la «satisfacción» de escribir. Es una especie de lucha entre el alivio de convertir en palabras algo que te ha machacado la mente durante algún tiempo y la impotencia de ver que pocas veces posee la misma intensidad con que lo experimentamos. De allí nace una inseguridad morbosa: el anhelo de reconocimiento, pero también el no poder estar conforme con casi nada, por más que se ha depurado un texto hasta la demencia. No conozco los vértigos y las tentaciones que quizás rodean a un escritor que se ve en el espejo de la fama todos los días; sin embargo, intuyo que la sima más profunda en la que se puede despeñar se abrirá a través de la autocomplacencia, del creer que por llamarse Fulanito de Tal no podrá escribir sino Obras Maestras. En Recuerdos de Polonia, de Gombrowicz, hay un párrafo que, según yo, ilustra con minuciosidad esa idea, aunque no estoy seguro de que la agote por completo. Ya ustedes dirán:

«Era un trabajo raro, venenoso. Para un escritor primerizo todo es difícil, por ejemplo, escribir que “ella se sentó y pidió un vaso de agua” puede convertirse para él en un problema. Así que yo escribía soplando y gimiendo en un continuo esfuerzo intentando elevar mi prosa al nivel del arte, hacerla vibrar y brillar. Trabajaba más duro que un cochero o un cocinero, lo cual aliviaba mi conciencia, y sin embargo, a pesar de eso, esta tarea me parecía sospechosa, falsa, era dura, exigía un gran esfuerzo pero no infundía respeto… Entonces conocí por primera vez la vergüenza que acompaña a todo trabajo artístico, sobre todo cuando no ha ganado el aplauso público y se vende mal. Ese sentimiento iba a pesar sobre mí durante largos años y no se dispó hasta hace muy poco».