lunes, 26 de mayo de 2008

La soledad de las lenguas (parte 1 de 5)

Hace pocos años, en un viaje por tierras europeas, llegué, después de un extenso y tambaleante recorrido por mar, hasta la isla de Rodas, todavía dentro de los límites del territorio griego. Una vez instalado en una calamitosa pensión, recorrí la ciudad amurallada, sus calles hechas de piedras del color del trigo y de los días nublados, las ruinas de pequeñas mezquitas otomanas que aún hablaban de una dominación no tan remota en el tiempo. Comí frugalmente y me dispuse a inspeccionar las orillas de esa tierra. Desde las playas septentrionales de la isla (cuya arena se forma de minúsculas piedrecillas de colores) se distinguían las montañas del sudoeste turco, de Bezburun para ser exactos, las cuales tenían un aspecto fantasmal debido a la bruma del mar. Lancé la vista un poco más al noreste y ya no me fue posible distinguir las del puerto de Marmaris.
La idea de adentrarme en un país que sólo conocía por algunas lecturas sedujo mi imaginación, así que decidí embarcarme a ese nuevo continente. No contaba con que mi salida de la Unión Europea habría de ser trabajosa a consecuencia de un malentendido con respecto a los meses de mi estadía. Al final, gracias a una apurada comunicación en inglés, pude salir casi ileso de aquel embrollo. Repito, casi ileso: después del estira y afloja con las autoridades, llegamos al acuerdo de que no podría regresar a Grecia durante los siguientes cinco años, so pena de pagar una multa cercana a los dos mil euros.
Sin embargo, y esto no lo podía saber en ese momento, los problemas relacionados con la lengua apenas comenzaban. En las oficinas turcas de migración, después de más de una hora de señas vehementes y contradictorias explicaciones por parte de un dudoso traductor, que se desvivía por hacerme entender, en una jerga compuesta por palabras en turco, inglés y alemán, que tenía que pagar por una visa; claro, si es que realmente quería entrar al país. Cubrí por fin una altísima cuota que, horas más tarde, mientras caminaba bajo mi enorme mochila en las calles de Marmaris, me dejó la sensación de haber sido la inocente víctima de un atraco.
Entre más me internaba por Turquía, a lo largo de pueblos anónimos, rara vez agitados por extranjeros tan remotos, el idioma se fue volviendo un problema serio. El punto más difícil fue producto, por una parte, de la natural barrera lingüística; y por la otra, de mi propia soberbia. Estando en la región de Capadocia (una zona semidesértica al centro del país), me enteré de que había un cañón de más de doce kilómetros de largo, en cuyos altos peñascos habían sido talladas algunas capillas cristianas en la temprana Edad Media: el cañón del Valle de Ihlara. Me informé lo mejor posible en las oficinas turísticas acerca de los recorridos que se hacían por la zona y encontré que, en efecto, hacían una escala obligatoria en dicho cañón.
Sin embargo, el precio me resultaba estratosférico (era el equivalente al gasto de tres días con sus noches incluyendo la comida) a cambio de detenerse allí por sólo una hora. Indignado por la avidez comercial, decidí que emprendería mi propio recorrido. En Göreme, un turco que hablaba italiano, me contó que existía un poblado cerca del cañón y que seguramente habría algún lugar para pasar la noche. Hice algunos cálculos y concluí que me saldría en menos de la mitad de lo que costaba el tour, contando una noche y las comidas en aquel pueblo. El único problema consistía, según el turco, en que debido a la época del año (el invierno en sus últimos estertores), el transporte hacia aquella región aún estaba suspendido. Tendría que apelar a la buena voluntad de los automovilistas, si es que realmente quería llegar por mis propios medios. En fin, me dije, no será la primera vez.
Al otro día, mientras esperaba a las afueras de un pueblo de nombre impronunciable, sentado en mi mochila, sin un sólo árbol a la vista que menguara aquel sol aplastante, me di cuenta de que era un imbécil. ¿Dónde estaba? ¿Qué rayos hacía allí? ¿Por qué había caído en la necedad de querer hacerlo todo por mi cuenta? Había sido muy difícil pedir informes a la gente del pueblo, sobre todo a las mujeres, que lo miraban a uno con aire entre atónito y burlón, diciéndose cosas entre sí y riendo con risillas cómplices. Los hombres me clavaron miradas ceñudas, aunque al mismo tiempo indiferentes, como si fuera una de esas cosas que sólo a veces arruinan los días, igual que el granizo o las nubes de polen. Finalmente, a un tipo le sonó conocida la palabra “Ihlara”, a pesar de mi pésima pronunciación, y me indicó las afueras del pueblo. Y allí estaba, justo donde me había señalado su dedo, y sólo después de interminables horas en las que pude comprobar que, en promedio, pasaba un automóvil cada veintitrés minutos, de pronto apareció un punto que se acercaba fatigando lentamente la carretera. Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera distinguir a un hombre que pedaleaba una bicicleta. Cuando al fin llegó, después de frenar sobre la gravilla con las suelas de sus zapatos, comenzó a hablarme animadamente, en turco por supuesto, mientras hacía una visera con la palma de la mano y miraba al horizonte, en dirección al pueblo. Me disculpé (para todo las disculpas, aun cuando no tengan razón de ser) y le dije que no le entendía. Sonrió con una boca llena de pequeños huecos entre los dientes. Lo dije en inglés, en español, en mi precario francés, en italiano. El tipo sólo sonreía. Siguió hablando y hablando, siempre en turco. Poco a poco, aquella retahíla de palabras incomprensibles me fue anegando en una densa soledad, lo mismo que un baño de aceite: supe, en un momento de extraña lucidez, que no había nadie que pudiera entender una sola de mis palabras en muchos kilómetros a la redonda. Más aun: no había nadie a quien pudiera importarle. Era una soledad absoluta, como nunca antes la había sentido. La soledad del idioma, de la identidad, de la voz que se sabe desahuciada y deviene en simple aliento manchado de sonido. ¿Cómo salí de aquella situación? Sería cuento largo. Y lo que me interesa en estas líneas es hacer un breve sondeo en aquella sensación de desamparo, en aquella soledad tan particular que sólo podía haber nacido en los inciertos reinos del lenguaje.

domingo, 18 de mayo de 2008

Llegará el día

–¿Otra vez lentejas…? –preguntó él suspirando.
–Pues si no te gusta deberías contratar una cocinera –dijo ella con irritación.
La miró sin contestar y comenzó a comer. Era una serie de movimientos mecánicos: levantar las porciones con la cuchara, llevarlas a la boca, triturarlas chiclosamente y, por último, pasar el bolo con un sonidillo opaco.
–¿No puedes masticar como la gente normal? –inquirió la mujer enterrando la uñas en el mantel de la mesa.
Nuevamente él le dirigió la mirada, pero esta vez era una mirada tan ausente que lograba atravesarlo todo: su mujer, la pared detrás de ella, el departamento contiguo, el interminable amontonadero de edificios que erizan la ciudad, infinidad de valles y montañas, hasta que por último arribó a esa laguna donde lo habían llevado sus padres cuando era niño, y de la cual conservaba un recuerdo cada vez más impreciso, pero al mismo tiempo más resplandeciente. Se vio a sí mismo remando con dificultad mientras observaba los incontables brillos en los que se rompía el agua cada que hundía los remos, y de pronto tuvo la misma sensación que había tenido más de veinte años antes, y que él, de forma inexplicable, asociaba con la felicidad: un calor agradable que surgía del estómago y que se expandía por todo el cuerpo… o no, más bien era semejante a un hormigueo…
–Pareces tonto, carajo.
Salió de su sueño con brusquedad, con la vaga impresión de que regresaba de muy lejos.
–Te estoy hablando desde hace rato y tú nada más me miras con esa cara de cretino y la bocota abierta. A ver, dime, ¿por qué demonios tengo que estar examinando tus bocados a medio masticar? Y mejor apúrate que ya debes regresar a la oficina.
La miró con rencor, pero nuevamente se guardó la voz. Recordó la oficina, su oscuridad pastosa, las luces de un amarillo sucio que siempre se encendían después de la hora de la comida, las caras lubricadas de sudor, fastidiadas, siempre las mismas, siempre con los mismos comentarios. Se sintió desamparado, con un vacío en las entrañas semejante al que se experimenta cuando un ascensor se detiene de pronto.
"¿Cómo salir de esta maldita monotonía?", pensó mientras veía su reflejo cepillándose los dientes. "El miércoles podría irme. Aprovecharía que ella sabe que voy al cine con los amigos del trabajo. Eso me daría por lo menos unas dos horas de ventaja. Tomaría un camión rumbo a la costa y me quedaría en el pueblo más anónimo con el que tropiece. Compraría una lancha y me enseñaría a pescar mi propia comida. Una casa de madera estaría bien para mí, pequeña, sin nadie a quién entregarle ninguna clase de cuentas. Eso sí sería vida".
Tiró de la cadena del retrete y se dirigió a la oficina. Diez años de gris matrimonio y cada lunes ideaba el mismo proyecto de fuga que solía olvidar a la mañana siguiente, atrapado de nuevo por la cotidianidad.
"Algún día", se dijo con el semblante de un huérfano mientras se arreglaba la corbata en el retrovisor del auto, igual que cada lunes después de comer.
"Algún día", repitió en voz baja.

jueves, 8 de mayo de 2008

Regresar al paraíso

Marini es un nostálgico. Observa la isla suspendida en el azul casi negro del océano y lo que mira en realidad es una tortuga petrificada en el momento de ir emergiendo del agua. Una manera circular de ver la eternidad y el paraíso: el lugar anhelado por siempre. Su oficio le permite disfrutarla de manera más o menos regular, por lo general al mediodía, cuando el avión con ruta Roma-Teherán cruza por encima de las islas Cícladas en el mar Egeo. Entonces, durante ese minuto que dura la contemplación, todo pierde importancia, Marini aparta la sonrisa seductora, profesional, deja de atender a los pasajeros del vuelo y se inclina sobre la ventanilla de la cola, hasta “sentir el frío cristal como un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso azul”. La isla entonces simboliza un sueño: el regreso a la esencia básica del hombre, vivir únicamente con lo necesario, la pesca, el mar, el cielo; sin las ataduras del mundo civilizado.
Pero Cortázar no bosqueja el relato únicamente con los pinceles de la filosofía, juega además con distintos niveles de realidad, con el azar, con el Destino y sus ironías implacables. Y es por eso que llevará a Marini a experimentar con ese anhelo hasta sus últimas consecuencias: llegará a conocer la isla de cerca, respirará sus olores, sentirá su sol, sus vientos, sus aguas; y en el momento en el que esté más cerca de la felicidad, planeará incluso permanecer allí hasta el fin de sus días. Y es que, ¿qué más se puede necesitar cuando se han desterrado los fútiles deseos del alma?
Sin embargo, todo es una trampa; Cortázar sabe que el paraíso es búsqueda, por tanto, siempre resultará inalcanzable. Y se lo hace saber brutalmente a su personaje, usando la sustancia de su propio sueño: en un juego donde la realidad estará situada en medio de un cuarto de espejos, Marini se encontrará con que detrás de su anhelo de fuga hay algo que se dirige directamente hacia él: un reflejo, una caída, su propia muerte. Nuevamente el paraíso se pierde. Seguirá manteniéndose sólo como vislumbre.
De todas maneras, no será la primera vez.

Sobre el cuento "La isla al mediodía", de Julio Cortázar, en Todos los fuegos el fuego, Alfaguara. México, 2000.

jueves, 1 de mayo de 2008

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Durante varias noches había estado pensando en este poema de Pavese. Ayer finalmente no soporté más. Lo busqué en la biblioteca de la universidad, lo releí en italiano (después de varios años en que sólo lo había visto en español), y me asombró quizá más que la primera vez. La siguiente traducción es mía, así que por supuesto la someto a la crítica. Sin embargo espero que se disfrute.
Helo aquí:


Verrà la morte e avrà i tuoi occhi
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Cosí li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla.

Per tutti la morte ha uno sguardo.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Sarà come smettere un vizio,
come vedere nello specchio
riemergere un viso morto,
come ascoltare un labbro chiuso.
Scenderemo nel gorgo muti.

*
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
del amanecer a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los miras cada mañana
cuando te inclinas hacia ti misma
en el espejo. Oh amada esperanza,
aquel día también nosotros sabremos
que eres la vida y eres la nada.

Para todos la muerte tiene una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos mudos en la vorágine.

Imagen: Ritual de lilas, de Mark Rothko
Cesare Pavese, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi, Einaudi, Torino, 1951.
Traducción de Víctor Sampayo.