viernes, 31 de enero de 2014

Pereza

Pensaba en la pereza. Esa regordeta y soñolienta actitud que me hace evitar los esfuerzos, sortearlos mientras permanezco en la seguridad de un sillón, acaso adormilando mi cerebro con alguna baratija televisiva, o entre los pliegues que forman las cobijas de mi cama. La posición supina y la manera en que a veces me entrego a la inactividad, bien sea a través de la contemplación obcecada y meticulosa de grietas en los techos, de manchas en las paredes, de los patrones en la diminuta textura de mis manos, o bien con la finalidad de perderme entre los múltiples sonidos que pueblan el día a día de una ciudad como ésta. Todo siempre realizado en aparente calma, como si nada importara demasiado, como si la vida me pudiera esperar hasta que me dé la gana (si es que eso sucede) para levantarme y decidirme a actuar más pragmáticamente. Holgazanear sin remilgos y sin remordimientos, devorando los minutos que se convierten en horas y quizás hasta en días enteros… Pero, ¡ah, cuidado! El abuso de la pereza esconde trampas terribles, porque en ellas subyace la inercia del aburrimiento, ese estado espiritual que los antiguos asociaban con lo diabólico, con la imaginación estéril e infructuosa de cuyas ramas cuelgan redondos y lozanos los vicios. Nada más sórdido que una idea nacida de un océano de pereza. Nada más vano. Y si no me creen inténtenlo: durante dos o más días observen la misma grieta en el techo, hagan teorías acerca de sus posibles significados, elaboren juegos simbólicos de acuerdo a la dirección que señale, o incluso, hagan el ejercicio de entregarse a la pereza teniendo una finalidad moralmente “superior”, igual que el joven que intenta desenmascarar al mundo usando la holgazanería como su principal arma en Un hombre que duerme, de Perec; o quizás esperando que todos los problemas se resuelvan mágicamente, como ocurre en Oblómov, de Goncharov. Así verán que una infinidad de locuras brotarán como géiseres de su mente, imágenes que nada tendrán que ver con la realidad o con cosas asequibles en este mundo. Locuras de todos tipos y colores, inconfesables muchas de ellas, sobre todo si se pierden en laberintos eróticos o en idílicas representaciones de ustedes mismos… ¡Sí, buenas gentes, todos esos espejismos fulgurantes y huecos serán obra de su propia pereza!

domingo, 5 de enero de 2014

Necedad


A veces a mí mismo me sorprende mi necedad. Ignoro si es una virtud o un defecto –supongo que depende de las circunstancias–, pero lo cierto es que me acompaña siempre, a todas partes, en todo momento. Cuando, por ejemplo, estoy en compañía de amigos y de litros de cerveza, mi necedad se vuelve una carga difícil de sobrellevar, sobre todo si alguien aborda un tema que, por casualidad, he tratado de cerca. Si entonces esa persona se pone a decir sandeces o lugares comunes, algo sucede en mí, como si se activara una especie de sensor. Me revuelvo en mi silla, espero a que termine de hablar (aunque también es cierto que a veces interrumpo dando grandes voces, como todo un imbécil) y entonces lo abrumo con una mezcla de conocimientos y sarcasmo, sin piedad, hasta que el pobre sella sus labios con su tarro de cerveza o con alguna palabra que ya no logro escuchar, o de plano me da por mi lado con gesto de fastidio. Por supuesto, cuanto más alcohol fluye por mis venas, la necedad se vuelve cada vez más protagónica, hasta que finalmente siento a lo lejos algo que se acerca con inexorable paso de tortuga: un cansancio viscoso y definitivo de toda aquella maldita situación, y entonces guardo un silencio que los demás no dudan en agradecer.

Pero la necedad también me ha hecho perseguir, hasta conseguirlos, los pocos sueños que tengo. Por ella he hecho viajes delirantes, he estudiado aquello que más me apasiona –aun cuando en un principio fuera de forma autodidacta– y me ha conducido a conquistar, a base de incansable espera, a algunas mujeres con las que experimenté todo lo que un hombre puede experimentar con una mujer. Es decir, mi naturaleza terca me impide abandonar un camino o un objetivo, por más irrealizable que parezca, incluso cuando mi razón opina lo contrario. Esa misma necedad me hace buscar, si no la perfección, algo que llegue muy cerca de ella (al menos eso creo), tanto en el trabajo como en mis proyectos personales. Es una cosa que me azuza en casi todo momento, y que los más optimistas no dudan en llamar “perseverancia”, bonita palabra que, sin embargo, esconde las tristezas que fustigan a la necedad: a pesar de los continuos y a veces humillantes fracasos, suelo empeñarme, contra toda lógica, en conseguir aquello que anhelo, y aún más: a veces tengo la inconfesable convicción de que ese algo un día habrá de venir a mí por su propio pie, debido a la cantidad de voluntad y tiempo que he invertido en conseguirlo, y entonces mis manos, como las garras de un ave rapaz, estarán listas para sujetarlo con fuerza e impedir todo intento de huida…

Estoy consciente de la vana pretensión que subyace en semejantes certezas, pero así funciono, adivinen por qué. Exacto, por pura y simple necedad.