jueves, 30 de julio de 2009

Grosopótamo

De talla colosal, tal como lo sugiere su nombre, el grosopótamo es uno de los animales más sedentarios que se conocen en las zonas cálidas del planeta. Sin embargo, se tienen registros de que su especie tuvo origen allende los mares de oriente, lo que desconcierta a los eruditos, quienes no logran hacer coincidir su natural pereza con los colosales esfuerzos que se requieren para cruzar de un continente a otro. De hecho, todo en esta criatura es colosal: su pereza, su tamaño, su apetito, sus heces, sus ridículas ínfulas ante otros animales, y es que además tiene la ingenua convicción de que todos tendrían que brindarle los más absurdos y colosales favores. Es así que fastidia a las megeracas para que los alimenten mientras ellos permanecen interminables minutos con el hocico abierto; cuando un día entre los días deciden desplazar su colosal trasero, no tardan en gruñir amistosamente a los chahuelames para que les abran camino entre las ramas de frondosos bosques, mientras que aquellos rezongan su impotencia en voz baja, con sonrisas zalameras y la cola entre las patas. Asimismo, los grosopótamos suelen provocar la ilusión de poseer una colosal fuerza de voluntad, debido al dramatismo con el que rugen mientras se acomodan entre el barro con el fin de refrescarse y desterrar de entre los innumerables pliegues de su piel a los cosquilleantes y molestos parásitos, sin embargo es lo cierto que confían el correr de los días al soplo del viento más propicio.

En cuanto a sus costumbres de apareamiento, nadie ha podido verlo con su propios ojos, lo cual generó una curiosa controversia hace varias décadas entre los más eminentes zoólogos de aquel entonces, ya que cierto grupo de estudiosos sostenía la aventurada tesis de que estas formidables bestias eran asexuadas, debido a que poseen un minúsculo miembro viril que se pensaba era un rabo cuya utilidad había dejado de ser vigente desde épocas prehistóricas.

miércoles, 15 de julio de 2009

El soundtrack de un viaje

Durante los viajes son ineludibles ciertas imágenes pertenecientes al lugar del que se ha partido. Eso por supuesto guarda una estrecha relación con las circunstancias previas al emprendimiento de dicho viaje: placer, negocios, huidas, comenzar una nueva vida, etcétera. Sin embargo es también frecuente la asociación entre un viaje y cierta música o incluso cierta canción. Todo el Ok Computer, de Radiohead, se incrustó en un par de años de mi vida con tal intensidad, que ya me era imposible recordar ciertas cosas ocurridas en aquellos tiempos sin que tuvieran a "Airbag" o "Exit" como música de fondo. Después de una extraña aventura por el desierto de San Luis Potosí, ese que se abre desde Estación Catorce hasta el infinito, ya no pude quitar el Anime Salve, de Fabrizio de André, de las evocaciones de aquella fulgurante caminata; y cuando salí de México hacia tierras en las que rara vez se hablaba el español, se me fue quedando de forma involuntaria, sobre todo una melodía de Yendo al cine solo, de José Manuel Aguilera. Lo curioso era que en cuanto pensaba en ese concepto abstracto que es “México”, de inmediato surgían las notas de “Como si fuera tolteca”:



Y así sucedió que mientras caminaba por las gélidas calles de Munich, mi mente comenzaba a reproducir la rola automáticamente, y justo antes de dormir en aquella Florencia llena de implacables vientos, allí estaba también el sonido, y mientras cruzaba un mar nocturno con rumbo a Igoumenitsa, también aparecía de la nada la canción número cinco del disco. No eran tan populares los iPod en ese entonces, y nunca me sentí cómodo cargando los horrendos Discman, así que sobra decir que la canción se fue tiñendo con los colores pardos de la nostalgia, del terruño que, se quiera o no, siempre espera nuestro regreso. Ya se sabe: una de esas trampas que suele tender la memoria.
Justo he terminado de escribir lo anterior y me pongo a pensar en el soundtrack de ciertos libros (como la obsesión que tuve con la sinfonía inconclusa de Schubert mientras pasaba las páginas de Rojo y negro), pero supongo que eso sería materia para otra entrada.

jueves, 2 de julio de 2009

Goces del pasado


Un tema delicado, sin duda, éste de la vejez, sobre todo porque pertenece a la jurisdicción de lo que debe ser tratado de una forma “políticamente correcta”. Sin embargo, hace unos cuantos meses, y esto lo recordé después de haber escrito la entrada anterior, me encontré con que Sergio Pitol habla de ella en un pequeño apartado de El mago de Viena, o mejor dicho, la desacraliza desde sus propios cimientos (y además, con conocimiento de causa) de una forma tan estrafalaria, que mejor dejaré que el lector juzgue con sus propios ojos:

“Recuerdo un banquete celebrado en honor de un ilustre escritor extranjero, un auténtico sabio, en un palacio elegantísimo de Roma. Alguien mencionó el tema de la vejez, me parece que refiriéndose a Berenson, y el homenajeado escandalizó entonces a los concurrentes al decir, con una voz estruendosa que acalló las otras conversaciones, que había momentos en que recordaba con ternura una enfermedad venérea contraída en la adolescencia en un barco y las rudas curaciones que requería, sobre todo si se la comparaba con los repugnantes males que aquejan a los viejos y terminan convirtiéndose en su Némesis: los de la vejiga, la próstata, la ciática, las urticarias del cuero cabelludo, los escalofríos, la debilidad de los esfínteres, la amnesia, el temblor de las manos, y en ese momento los elegantes invitados, viejos en su enorme mayoría, levantaron con estruendo la voz y al unísono declararon que ellos y ellas no sentían para nada la vejez, que ni siquiera la advertían, que nunca se habían sentido en mejor forma, que la capacidad de creación se les había ampliado, que su último manejo del lenguaje era en verdad suntuoso, profundo, ático, o barroco, que cada uno escribía mejor que los demás, mientras el viejo priápico oía hablar, en tonos enfáticos, acalorados, histéricos, a esa tribu negadora de la vejez, con los ojos semicerrados, como si disfrutara ausentarse del presente y se hundiera en los goces del pasado: las hazañas de su pene incontinente, las manchas como condecoraciones descubiertas en su ropa interior. Su única manifestación de vida era una sonrisa de sorna dedicada a la concurrencia”.[1]

[1] Sergio Pitol, El mago de Viena, Fondo de Cultura Económica, México 2006, pp. 82-83.