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martes, 31 de marzo de 2015

El abrazo de la Muerte


Esas cosas inefables que sólo pueden provenir del mundo onírico.
A este tipo lo vi dos o tres veces antes de enterarme de que, mientras viajaba con su hijo a bordo de una motocicleta por la carretera a Cuernavaca, ambos fueron embestidos por un tráiler. A juzgar por los relatos que escuché, sus cuerpos quedaron casi irreconocibles. Pero, si soy sincero, más allá de la impresión que puede generar una muerte semejante, este sujeto no dejó en mi ánimo la menor huella. Repito: solamente lo vi dos o tres veces, y eso por cuestiones de trabajo. Nada más. Sin embargo, hace algunos días, es decir, varios meses después de su muerte, se me apareció en un sueño. Lo veía y, curiosamente, me alegraba de que «estuviera bien», al grado de que nos dábamos un abrazo fuerte, cordial... Y justo en ese momento me desperté. 

Nada particular, ¿cierto? Pero entonces, ¿cómo podía explicar esa inquietud que se anidó en un lugar profundo e inaccesible de mí mismo? Los siguientes días revisé, no sin frenesí, diccionarios de símbolos y textos que, si tuviera que confesarlo ante un juzgado literario, me causarían una profunda vergüenza. El caso es que poco a poco fui encontrando pistas del porqué de mi inquietud, ya que, según algunas interpretaciones, bien podría ser algo así como un anticipo de mi destino: se supone que si una persona muerta te abraza (el requisito es que no sea ningún familiar), significa que pronto morirás tú mismo; pero —y aquí la ambigüedad se convierte en un pozo sin fondo—, si es uno quien abraza al muerto, esa acción vaticinaría una extrema y acaso innecesaria longevidad. No tengo pudor en confesar que peiné mi memoria hasta casi enloquecer, y que hasta este momento no logro recordar quién fue el que abrazó a quién. Bonito lío para un obseso de los símbolos, ¿no? Pero supongo que si estas interpretaciones son ciertas, no pasará mucho tiempo antes de que me entere de la «verdad».

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* Imagen: detalle de El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Brueghel el Viejo.

viernes, 30 de mayo de 2014

El hermano de la muerte


Recién acabo de leer El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré. Libro en verdad inquietante. Y es que la idea de una oficina burocrática que recopila, como si fueran una suerte de impuestos, los sueños de todos los ciudadanos de un imperio, más allá de su carácter «absurdo» e inverosímil, muestra algo que suelen temer todos los poderosos, aún cuando nunca lo confiesen: el acceso directo al pensamiento más recóndito de la gente común y corriente, es decir, a relatos o puestas en escena carentes de materia y realidad, pero que, por eso mismo, están ligados a la esencia de las cosas, es decir, pese a «nunca haber sucedido» son latentes en todo momento, como una alegoría profética en la que los símbolos danzan tenebrosamente, sobre todo por la relación entre el sueño y la muerte, cuyos territorios son los mismos, como se dice en cierto momento: "¿Qué otra cosa esperas que surja de los territorios del sueño?, continuó el otro. Son prácticamente los mismos que los de la muerte". El hecho de que el protagonista sea miembro de una familia de rancio abolengo en Albania, sólo sirve para ilustrar la manera en que algo como un sueño y su respectiva interpretación podrían caer como una especie de manifestación del destino en la vida de una persona, ya sea para arrastrarla al abismo, o para elevarla a gélidas cumbres...


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miércoles, 7 de mayo de 2014

En busca de la gloria


En El desierto de los tártaros, Dino Buzzati pone el dedo en una de las llagas más dolorosas e inconfesables de los seres humanos: la sospecha, casi siempre equivocada, de que un gran destino nos aguarda. Y es que, seamos sinceros con nosotros mismos: ¿cuántas veces hemos imaginado que la gloria habrá de llegar tarde o temprano a nosotros? No sabemos cómo ni cuándo, pero en nuestro imaginario suponemos que no tiene más remedio que llegar (lo cual es una curiosa coincidencia con otra espera simbólica, como lo es el Día del Juicio) y entonces sí, aquellos que osaron desconfiar de nuestras capacidades o que en cierto momento se mofaron de ellas, obtendrán su merecido, quedarán deslumbrados ante ese fulgor que sólo la gloria es capaz de proporcionar. Sin embargo, además de ser «dulce», la gloria es un bien escaso, y no alcanzaría para todos los que están ávidos de ella. Esto, como es fácil de deducir, ha producido hondas e innumerables frustraciones en todas las edades humanas. La infelicidad (ésa sí abundante en toda la corteza terrestre), germinada de la envidia o de la frustración, de los sueños inalcanzables o de los deseos basados en cosas abstractas como el dinero, acecha en cada rincón de la existencia. Y lamento decirlo, pero es casi imposible librarse de ella en un mundo estructurado a partir de necesidades y satisfacciones efímeras. 
Pero eso no es lo malo de todo este asunto. Lo que de verdad puede ser dramático es que a veces nos llega esa iluminación acerca de las vanas esperanzas de la gloria cuando ya no hay remedio, cuando los mejores años han pasado casi sin darnos cuenta y entonces vemos que nuestra vida se ha ido por la coladera de una espera absurda, a la que además le hemos consagrado cantidades industriales de ilusiones. En la novela de Buzzati, Giovanni Drogo perderá tres décadas creyendo vislumbrar en el horizonte, a tiro de piedra, ese futuro heroico con el que tanto soñaba. Cuando Drogo se da cuenta de la insensatez de su espera ya es demasiado tarde: su cuerpo está acorralado por una enfermedad que lo llevará a las puertas de la muerte. De nada le habrá servido el derroche de años transcurridos en imaginar cómo sería el momento de cubrirse de gloria, en aguardar a que el destino toque a la puerta, en vez de adentrarse en el presente y tratar de comprender, al menos un poco, lo que existe en derredor. La dolorosa toma de conciencia de la futilidad de la vida, sobre todo cuando la certeza de la muerte comienza a deambular con insistencia en el silencioso pero a la vez expresivo lenguaje de su propio cuerpo… No sé, el texto me dejó con la sensación de que la paradoja más cruel ante el ansia de gloria es precisamente un destino de vida minúscula, ser un puntito insignificante entre la masa de la gente común y corriente… como seguramente nos tocará en suerte a la gran mayoría de nosotros. Así que piénsenlo: ya no es tan difícil adivinar por qué hay tanta amargura por doquier y, sobre todo, por qué siempre se espera que el triunfador caiga y regrese al anonimato de la masa, del que nunca debió salir por ir tras algo tan sublime e inútil como la gloria.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Tlacaxipehualiztli: la fiesta de Xipe Tótec

En una entrada anterior hablaba de las costumbres guerreras de los escitas, en particular de los ritos de desollamiento que practicaban contra sus enemigos más acérrimos. Si hacemos un salto tanto temporal como geográfico, y vamos hacia las tierras que hoy forman parte de México, veremos otros ritos de desollamiento que, a diferencia de los que practicaban los escitas, estarán teñidos de una profunda religiosidad. Había una fiesta llamada Tlacaxipehualiztli —que significa “desollamiento de hombres”—, la cual se realizaba en honor del dios Xipe Tótec, asociado con la primavera y la fertilidad. Todos aquellos hombres o mujeres que padecían enfermedades de la piel como apostemas, bubas o sarna, o bien las que surgen en los ojos por la afición desmedida al pulque, por ejemplo, hacían voto de vestir el pellejo de algún sacrificado cuando se llevase a cabo la fiesta con el fin de agradar al dios y que de ese modo pudiesen sanar sus enfermedades. Según lo consignado en el Libro I de Historia general de las cosas de Nueva España, esta fiesta tuvo su origen en Tzapotlan, un pueblo de la región de Xalisco, y consistía en lo siguiente:

«A los cautivos que mataban arrancábanlos los cabellos de la coronilla y guardábanlos los mismos amos, como reliquias; esto hacían en el calpul [caserío] delante del fuego.

»Cuando llevaban los señores de los cautivos a sus esclavos al templo donde los habían de matar, llevábanlos por los cabellos; y cuando los subían por las gradas del cu [templo], algunos de los cautivos desmayaban, y sus dueños los subían arrastrando por los cabellos hasta el tajón donde habían de morir.

»Llegándolos al tajón, que era una piedra de tres palmos en alto o poco más, y dos de ancho, o casi, echábanlos sobre ella de espaldas y tomábanlos cinco: dos por las piernas y dos por los brazos y uno por la cabeza, y venía luego el sacerdote que le había de matar y dábale con ambas manos, con una piedra de pedernal, hecha a manera de hierro de lanzón, por los pechos, y por el agujero que hacía metía la mano y arrancábale el corazón, y luego le ofrecía al sol; echábale en una jícara.

»Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu, e iba a parar en una placeta, abajo; de allí le tomaban unos viejos que llamaban quaquacuiltin y le llevaban a su calpul donde le despedazaban y le repartían para comer.

»Antes que hiciesen pedazos a los cautivos los desollaban, y otros vestían sus pellejos y escaramuzaban con ellos, con otros mancebos, como cosa de guerra, y se prendían los unos a los otros. Después de lo arriba dicho mataban otros cautivos, peleando con ellos y estando ellos atados por medio del cuerpo, con una soga que salía por el ojo de una muela como de molino, y era tan larga que podía andar por toda la circunferencia de la piedra, y dábanle sus armas con que pelease y venían contra él cuatro con espadas y rodelas, y uno a uno se acuchillaban con él hasta que le vencían.»


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Imagen: Xipe Tótec, Códice Borbónico

lunes, 30 de septiembre de 2013

Costumbres guerreras de los escitas

Me puse a revisar el Libro IV de Los nueve libros de la historia de Heródoto, uno de mis libros favoritos de todos los tiempos, dicho sea de pasada, y encontré la descripción de las costumbres guerreras que tenían los escitas (conjunto de pueblos ubicados antiguamente en lo que hoy es Irán, Ucrania, Kazajistán y el sur de la Rusia asiática), las cuales, si se comparan con los ritos que hacían los mexicas en honor del dios Xipe Tótec, darán pie a una extraña constelación que irá tomando forma en futuras entradas de este blog:

«En lo que atañe a la guerra tienen estas ordenanzas: cuando un escita derriba a su primer hombre, bebe su sangre, y presenta al rey la cabeza de cuantos mata en la batalla: si ha traído una cabeza, participa de la presa tomada; si no la ha traído, no. La desuella del siguiente modo: la corta en círculo de oreja a oreja, y asiendo de la piel la sacude hasta desprender el cráneo, luego la descarna con una costilla de buey y la adoba con las manos, y así curtida, la tiene por servilleta; la ata de las riendas del caballo en que monta y se enorgullece de ella, pues quien posea más servilletas de piel es reputado por el más bravo; muchos de ellos hasta se hacen de esas pieles abrigos para vestir, cosiéndolas como un pellico. Muchos desuellan la mano del enemigo sin quitarle las uñas, y hacen una tapa para su aljaba. Por lo visto la piel del hombre es recia y reluciente, y casi la más blanca y lustrosa de todas. Muchos desuellan a los muertos de pies a cabeza, extienden la piel en maderos y la usan para cubrir sus caballos.

»Tales son sus usos; con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos hacen lo siguiente. Sierra cada cual lo que queda por encima de las cejas, y la limpia; si es pobre la cubre por fuera con cuero crudo de buey solamente y así la usa; pero si es rico, la cubre con el cuero, pero la dora por dentro y la usa como copa. Esto mismo hacen aun con los familiares, si llegan a enemistarse con ellos y logran vencerlos ante el rey. Cuando un escita recibe huéspedes a quienes estima, les presenta tales cabezas y les da cuenta de cómo aquellos, aun siendo sus familiares, le hicieron guerra, y cómo él los venció. Esto consideran ellos prueba de hombría.»

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Instantáneas



Rencor

Profundamente preocupado por esa bête noire de nuestra sociedad que es el rencor, y tras cavilar a conciencia en ello, llegué a la conclusión de que me resistiré lo más posible a sus encantos. Sé que no es una decisión fácil, o incluso razonable, sobre todo si se vive en un mundo como éste, donde hay tantas personas proclives a devolver desprecio a cambio de afecto o camaradería. Pero la otra perspectiva, es decir, devolver rencor a cambio de desprecio, me parece de una inutilidad proverbial. Como si dijéramos que uno quisiera llenarse de tierra los bolsillos y así juntar la suficiente cantidad para la creación de un jardín hermoso y terrible, en donde florecerían alegremente los odios que uno sea capaz de engendrar durante toda su vida.


Exotismos

Hacía ya bastante tiempo que no encontraba una muerte digna de mención en un libro. Y entonces llegué por azar a El grito silencioso de Kenzaburo Oé. Ahí, el mejor amigo de Mitsusaburo Nedokoro decide terminar con su existencia de una manera estrafalaria y acaso cargada de un inquietante significado: se ahorca desnudo, no sin antes haberse pintado el rostro de color bermellón y de haberse insertado un pepino en el ano. Pero más allá de esa mueca indescriptible que muchos de ustedes acaban de dibujar en sus rostros, me interesa lo que dice la abuela del suicida, ya que aporta una justificación casi irresistible para la exótica muerte de su nieto: «¡Todos hemos de morir! Y, dentro de cien años, ¿a quién le importará cómo has muerto? ¡Lo mejor es morirse del modo que a uno le dé la gana!».


Generosidad

Si usted, amable lector, es uno de esos pobres diablos que, al igual que yo, suele recorrer la ciudad de México valiéndose del siniestro Sistema de Transporte Colectivo, seguramente conocerá muchas de las innumerables triquiñuelas que usan los mendigos para conseguir su diario sustento. Es por eso mi deber advertirle de una nueva clase que, debido a su complejidad, se resiste a entrar fácilmente en alguna categoría establecida. Verá usted: el otro día encontré a uno que, tras vociferar religiosas sentencias acerca de los generosos de corazón, se encaraba con cada pasajero para exigirle en metálico su dosis de bondad, y si alguno, ¡ay!, se hacía el desentendido o se volteaba a otro lado o de plano se negaba, el mendigo entonces montaba en ira y le advertía agriamente acerca del infernal destino que le aguardaría a su alma por no soltarle una mísera moneda a él, un pobre necesitado, de esos que son los favoritos de Dios, con lo que al final consiguió que su vasito de plástico rebosara una nada despreciable cantidad de monedas de uno, dos, cinco y hasta diez pesos…

viernes, 19 de octubre de 2012

El nacimiento de un mártir


En las primeras páginas de Un puente sobre el Drina, obra maestra de Ivo Andrić, hay una escena que logra perturbar al más flemático: el empalamiento, aún con vida, de Radislav, un campesino cristiano que veía la construcción del puente que uniría las dos orillas de Vichegrado (en Bosnia y Herzegovina) a mediados del siglo XVI, como una obra instigada por el mismísimo Satanás, y que por ello, con ayuda de un par de hombres, se da a la tarea de destrozar por las noches lo construido durante el día. Abidaga, a quien el gran visir había encomendado la expedita construcción del puente, es un pelirrojo carente del más mínimo sentido del humor, quien además se enorgullecía de la fama nefanda que lo precedía adonde quiera que llegaba como una especie de diabólico heraldo. Así, advierte ferozmente a todo el pueblo que cuando capture al responsable del boicot, lo empalará vivo para que sirva como escarmiento a cualquier otro «valiente» que quiera obstaculizar la piadosa obra del gran visir. Tras varias noches de tensión, por fin logran capturar al responsable, y después de torturarlo, colocándole gruesas cadenas al rojo vivo sobre el cuerpo para que confiese acerca de sus cómplices, llega el día del empalamiento. Andrić no nos ahorra detalles y el escabroso castigo es descrito con la frialdad y la precisión de un instrumento quirúrgico:

«Radislav inclinó aún más la cabeza, mientras los cíngaros se acercaban a él y le despojaban de la piel de cordero y de la camisa. Sobre su pecho, rojas y tumefactas, aparecieron las llagas producidas por las cadenas. Sin pronunciar una palabra más, el campesino se tumbó boca abajo, tal y como le habían ordenado. Los cíngaros se aproximaron y le ataron primero las manos a la espalda y después le ligaron una cuerda alrededor de los tobillos. Cada uno tiró hacia sí, separándole ampliamente las piernas. Entretanto, Merdjan colocaba el poste encima de dos trozos de madera cortos y cilíndricos, de modo que el extremo quedaba entre las piernas del campesino. A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores. Tan sólo pudieron apreciar el estremecimiento del cuerpo a causa del picotazo breve e imperceptible del cuchillo, y, luego, cómo se erguía a medias, cual si tratase de levantarse para volver a caer de pronto, golpeando sordamente el entarimado. No más hubo terminado, el cíngaro dio un ligero salto, tomó del suelo el mazo de madera y se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en el que el poste se iba introduciendo, y, después, a los cíngaros, exhortándoles a que tirasen con suavidad y sin sacudidas. El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

»El silencio era tal en las dos orillas [del río] que podía distinguirse con claridad el sonido que producía el mazo al golpear el poste y el eco que se repetía en algún lugar de la orilla escarpada. Los que estaban más cerca podían oír cómo Radislav golpeaba con la frente sobre las tablas y, además, otro ruido insólito que no era ni un gemido ni un lamento ni un estertor ni ningún sonido humano determinado. Aquel cuerpo torturado emitía una especie de chirrido y un crujido, como cuando se tira a patadas una empalizada o se derriba un árbol. El cíngaro, a cada dos martillazos, se dirigía al cuerpo tendido, se inclinaba, examinando si el poste avanzaba en buena dirección y, cuando se había cerciorado de que ningún órgano vital estaba herido, volvía a su sitio y continuaba su tarea. Todo aquello, desde la orilla, se oía débilmente y se veía aún más débilmente, pero no había quien no sintiese temblar sus piernas; los rostros palidecían, las manos se quedaban heladas.

»Durante un momento, cesaron los mazazos. Merdjan había observado que en el vértice del omoplato derecho los músculos se ponían tensos y la piel se levantaba. Se acercó rápidamente y, en aquel lugar, ligeramente hinchado, hizo una incisión en forma de cruz. Por el corte empezó a correr una sangre pálida, primero en pequeña cantidad, luego, a borbotones. Aún dio dos o tres mazazos, ligeros y prudentes, y por el sitio en el que acababa de hacer el corte, apareció la punta herrada del poste. Continuó todavía unos minutos martilleando hasta que la punta del palo alcanzó la altura de la oreja derecha.

»Radislav estaba empalado en el poste de igual modo que se ensarta un cordero en el asador, con la diferencia de que a él no le salía la punta por la boca, sino por la espalda, no habiendo interesado gravemente ni los intestinos ni el corazón ni los pulmones.»

El condenado permanecerá a la vista de todos en la parte más alta de la estructura del puente. Y una vez muerto, traerá el descanso a los pobladores –quienes no conseguían dejar de pensar en el sufrimiento del pobre desgraciado durante todas las horas que duró su horrible agonía– y será convertido en una especie de santo mártir entre los cristianos, quienes además lo insertarán entre las múltiples leyendas que aderezarán con los años al puente sobre el Drina.

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lunes, 9 de abril de 2012

Flores silvestres



Así te fuiste:
entre lamentos y trompetas fúnebres,
con la mirada ciega apuntando al cielo,
un puñado de negras palabras crispadas en las manos.
Nunca hubo tantos cielos nublados a pleno sol,
ni siquiera cuando todos supimos
de la aciaga profundidad de tu abismo.
Poco podíamos imaginar de lo que callabas:
la circunspección sagrada de quien se encamina
hacia su propia muerte,
un silencio preñado de ignotos senderos
que cada quien andará cuando suene su hora;
pero, ¿qué podíamos decirte sin que sonara estúpido?
¿Quién tendría el descaro de darte consuelo?
Dolía mirar tus ojos y saberte tan lejos,
en ese lugar de ensueños incandescentes,
invisibles para las voces pedestres.
Pero ya iremos tras de ti, no te preocupes,
la soledad que hoy nos obsequias
será una vastedad de presencias
en las próximas décadas:
cuando la materia corrupta que nos envuelve
regrese al fuego oscuro que la hace sinuosa
y nuestra osamenta ostente el fulgor de la luna;
cuando entre las piedras que nos cubran el rostro
asomen la hierba y las delicadas flores silvestres
que entonarán nuestras sonrisas
como un sueño sin retorno.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Amor y muerte


El amor y la muerte suelen ser vistos como una suerte de hermanos opuestos. Mientras que el amor se asocia con la fusión creadora, la muerte es el confín en donde se deposita toda vida. La existencia misma se debate entre el impulso amoroso o creador y el siempre acechante miedo a la muerte, o bien a una desaparición tras la que no tenemos más que andrajosas conjeturas, a las cuales solemos dar pomposos nombres como filosofía o religión.

¿Pero a qué vienen semejantes cavilaciones? Nada en particular, buenas gentes, no deseo emprender una minuciosa tesis que agote un tema que a través de los siglos ha resultado inagotable. Sucede que hace unos días recordaba que en cierta parte de Bajo el volcán, Malcolm Lowry, o mejor dicho, el Cónsul, se queda pensando en lo similares que son los gemidos amorosos y los gemidos agónicos, lo cual por supuesto no es ningún descubrimiento del escritor inglés, ya que ha sido aprovechado por los poetas y escritores en diferentes épocas para generar metáforas en las que ambos conceptos se superponen, como si fueran dos imágenes traslúcidas que, pese a ir en direcciones distintas, pueden representar a la perfección ambos sentidos.

En Sr. Venganza, por ejemplo, del sudcoreano Park Chan-wook, hay una escena sin mucha trascendencia para la trama de la película, pero que tiene la peculiaridad de representar a la perfección esta ambigüedad: la hermana de Ryu necesita un transplante de riñón, de lo contrario estará condenada a morir con suma lentitud y grandes cantidades de dolor. De hecho ya discurre por la senda de la muerte: permanece en casa padeciendo los indescriptibles sufrimientos durante cada segundo del día, todos los días. Gime agónicamente, sin parar. Y sin sospechar que en el departamento de al lado, separado del suyo por un delgado muro, hay tres hombres que se masturban silenciosa y concienzudamente recostados uno detrás de otro, acaso creyendo que tienen la suerte de vivir al lado de una especie de ninfómana.

La escena es de una trágica comicidad. Los dos elementos están presentes de manera tan intensa que a uno le podría indignar la repugnante ocupación de los hombres (si nos colocamos en la tétrica perspectiva de la enfermedad), o bien podría dejarse arrastrar por el extraño humor que provoca la confusión. Pero, ¿qué sucedería en el hipotético caso de que los hombres se percataran de la situación real? ¿Acaso se cerrarían las braguetas con gesto de contrición?

Al final todo eso carecería de importancia, ya que la ambigüedad, una vez desterrada de ahí por la propia fuerza de los hechos, de inmediato se iría para aguardar en el recodo de cualquier otra situación en la que el amor y la muerte, esos hermanos gemelos aunque opuestos, se puedan volver a trastocar.

Publicado originalmente en La Hoja de Arena

viernes, 25 de noviembre de 2011

Al maestro con cariño (in memoriam Daniel Sada)



A la memoria de Daniel Sada (1953-2011)

Murió Daniel Sada. Hace justo una semana, aunque casi todos nos enteramos el sábado 19 de noviembre. La última vez que lo vi fue el año pasado, en la presentación de su libro de cuentos Ese modo que colma, y ya se veía muy mal, amarillento, como las hojas de un periódico abandonado al sol. Era un gran tipo. De esos que da gusto encontrarse en la vida. Lo conocí hace 8 años en un taller de novela que impartía por los rumbos de Barranca del Muerto, aquí en la ciudad de México. Sus ojillos inquietos siempre sabían sonreírse de cuanto absurdo puede uno toparse en cada esquina. Y las anécdotas estaban siempre prontas en su memoria, dispuestas a saltar a la menor provocación.

Escuchaba con paciencia de mártir los insufribles textos que perpetrábamos los aspirantes a escritores que acudíamos religiosamente los miércoles por la noche a aquella casita de dos plantas. Y después dejaba que todos opinaran antes que él, que mientras tanto cavilaba y agotaba sin tregua un cigarrillo tras otro. El ambiente no tardaba en llenarse de una densa nube azulosa tras la cual emergían mis toses y poco después sus minuciosas observaciones, las cuales solían ser asimiladas en silencio por el destinatario. Rara vez surgieron debates infructuosos en los que algún autor se ponía a defender sus bodrios, con lo que Daniel guardaba un silencio definitivo que desarmaba a cualquiera.

Pero en una ocasión la tertulia terminó de una forma tan extraña, que varios no volverían a poner los pies en su taller. Aquella noche éramos cinco neófitos literatos además de Daniel: dos mujeres bastante fieras a la hora de emitir sus juicios, y tres hombres inmersos cada uno en su propia pose. Uno de ellos, sin embargo, sobresalía de entre los otros dos que nos sentamos a la mesa: era un sujeto de prolija cintura y pechos escasamente viriles; sus cabellos, a pesar de que no estaba muy lejos de los 40 años de edad, estaban un tanto largos y adosados al cráneo con grandes cantidades de gel. Unos anteojos que aumentaban el desdén de su mirada remataban su figura.

De hecho, él fue quien empezó la sesión de aquella noche con dos interminables capítulos de una novela llena de una oscuridad naïf, locura de cartón, y un narrador que imitaba de penosa forma los alucines de Raskolnikov. Terminó su par de capítulos después de 40 áridos minutos, y siguió uno de esos silencios tan densos, que alguien habría podido cortarlo con un cuchillo. Entonces se me ocurrió la pésima idea de hablar primero (deben entenderme, yo era aún muy joven y creía que tenía a la verdad agarrada de las greñas) y le dije que aquello era una retahíla de clichés, aburrido como la pared de una fábrica y que no parecía que se hubiera informado acerca de los síntomas de la esquizofrenia. Daniel me miró, no sin compasión, y dejó, fiel a su costumbre, que todos hablaran antes que él. Los demás parecieron despertar de una pesadilla y, en particular las mujeres, lo apabullaron con frases llenas de salvaje ironía. El sujeto hinchó las narices presa de la ira, pero aún así dejó que Daniel emitiera su opinión.

Y así sucedió. Comenzó por decirle con sonrisa bonachona que quizás le hacía falta una investigación más seria acerca de la locura, que por favor, “no rizara el rizo” al narrar, porque producía un efecto de equívoca candidez… pero entonces el sujeto lo interrumpió y se puso a defender su texto alzando cada vez más la voz, y llamándonos a todos los demás, con una voz bastante chillona, “grupito de imbéciles”. Entonces nos fulminó a todos con la mirada, y poco a poco le comenzaron a temblar las carnes por la indignación. Inesperadamente, Daniel también se enfureció y aquello se convirtió en una batalla de gritos desaforados, hasta que el sujeto se levantó, volcando casi la mesa, y aulló que todos nos podíamos ir directamente a la mierda, pero eso sí, no sin que antes Daniel le devolviera el dinero correspondiente a aquella asquerosa velada. Daniel fumó de su cigarrillo, sacó un billete de su cartera y lo arrojó a la mesa sin mirarlo más. El sujeto cogió el billete, tiró su silla y se alejó dando un terrible portazo al salir.

En medio de otro silencio pastoso que nos invadió de inmediato, me sentí un perfecto idiota por haber desatado todo aquel siniestro episodio. Sin embargo, tras algunos minutos y un par de cigarrillos, Daniel regresó a su buen humor de siempre y nos contó de cuando fue alumno de Juan Rulfo. Nos contagió con su risa diáfana, y de esa manera disolvió el mal sabor de boca que nos había embargado.

Ay, Daniel, espero que sigas riendo de esa forma tan tuya donde quiera que estés. Ya te veo contando tus anécdotas a más de un desavisado mientras que, sin que se den cuenta, los atrapas con tu red de fino sarcasmo, tejida con octosílabos y endecasílabos perfectos, tal como te gustaba. Ya habrá tiempo de nuevos encuentros y nuevas anécdotas. De eso estoy seguro… O quizás no. Y es que si algo sabías a la perfección es que, porque parece mentira, la verdad nunca se sabe

sábado, 9 de abril de 2011

Los dolores enterrados se han vuelto flores




Seis años ya desde aquellos desgarradores minutos, cuando tu existencia goteaba hacia el mar enigmático, ese lugar lleno de preguntas imposibles de responder. Seis años exactos, incluso en el día y el calor que caía sobre la tierra. Hoy recuerdo que antes de que llegara ese momento intenté, en medio del desamparo, ponerme dentro de tu cuerpo, sentir tus dolores, ver las cosas como pensé que tú las viste, en particular después de que te dieran la noticia que habría de perseguirte día y noche, implacablemente, aunque por fortuna, no fuera por mucho tiempo. Estos fueron los torpes resultados:

Se han alineado las letras

Todo vuelve a empezar,
vuelve a nacer,
el tiempo, impávido,
apenas me dejará un lapso para terminar,
para tratar de irme bien.

Salí otra vez a la vida, al día,
y de inmediato me llovieron los ojos:
¿cómo puede ser todo tan nuevo
después del escozor de un puñado de palabras?

Se han alineado las letras de mi muerte...

Pero, ¿es por eso que los árboles…?
Los árboles,
¿se agitaron siempre así,
con ese escalofrío consternado,
ahogados y ocultos a la indolencia cotidiana?
¿Han sido siempre tan árboles?

Y el viento,
¿ha tenido esa voz de cristal y hielo
desde que jugaba con mis cabellos allá en la montaña?
¿Por qué las aves trinan y saltan con esa euforia?
¿Por qué me aturde el cielo con su color de calma,
con la membrana cobriza que le impregna el sol?

¿Acaso soy yo por fin quien mira y no ese vano fantasma,
cosido al pálido escenario de la existencia diaria?

Ya no soy quien fui.
Ya casi no soy.

martes, 29 de septiembre de 2009

De los viajes sin retorno

Fue en los días más ardientes de aquella primavera. Cucarachas del tamaño de los ratones salían constantemente de las alcantarillas. Estaban tan enloquecidas por el calor que trepaban con una rapidez inaudita por las paredes y emitían un tenue y exasperante rechinido cuando sus patas resbalaban en los cristales.

Mientras tanto, ella agonizaba en su cama sin tregua desde hacía más de tres días, después de un vesánico e inútil viaje entre cadenas montañosas y brumosos calores, en el que la absurda esperanza de retrasar lo más posible eso que ya era inevitable bañaba cada uno de nuestros pensamientos. La muerte rondaba dejando una sombra cansina en el césped del jardín, sin decidirse a terminar de una buena vez con su tarea. Estábamos atontados de tanto gemir y pensar en lo irreal de aquellos momentos. Gemir y pensar, gemir y pensar. Teníamos las mejillas llenas de senderos salitrosos, residuos de lágrimas antiguas que no podían más que guiar a las nuevas hacia el final del rostro, desecándolo en forzadas y angustiosas arrugas. Y en medio de aquella espera estancada, de pronto se me ocurrió la atroz idea de recordar en voz alta los sufrimientos sin sentido de Job, quizá pensando en pasar el tiempo, o al menos mi tiempo, con un poco más de facilidad.

Mas como si fuera una señal, al llegar al punto de la apuesta divino-diabólica, ella se sacudió en un espasmo que me hizo tragarme completos los siguientes versículos. La muerte, acaso fastidiada por fin del triste carnaval, decidía terminar con aquel alargue que sería cada vez menos llevadero. Con una ronca exhalación, eso que la hacía ser ella se dirigía a no se sabe dónde. Escuché mi propio lamento, arropado entre otros gemidos más agudos y ruidosos, y de inmediato comenzaron los monótonos oleajes de los rezos.

En esas andábamos cuando de pronto el día se nubló durante unos segundos, los suficientes, sin embargo, para que con el nuevo rayo de sol que enseguida lo iluminó todo –y que se presentó con más vigor que antes–, las cosas parecieran adquirir un engañoso aire de novedad: la casa cada vez más arruinada, los muebles, los ruidos de la calle, el burdo paisaje tras la ventana. Entonces pensé que era una lástima que los ojos secos de aquel cuerpo, otrora tan amado y sufrido, con su mueca petrificada para siempre a la mitad del camino entre un dolor y una sonrisa, desde ese momento ya fueran incapaces de notarlo…


jueves, 1 de mayo de 2008

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Durante varias noches había estado pensando en este poema de Pavese. Ayer finalmente no soporté más. Lo busqué en la biblioteca de la universidad, lo releí en italiano (después de varios años en que sólo lo había visto en español), y me asombró quizá más que la primera vez. La siguiente traducción es mía, así que por supuesto la someto a la crítica. Sin embargo espero que se disfrute.
Helo aquí:


Verrà la morte e avrà i tuoi occhi
questa morte che ci accompagna
dal mattino alla sera, insonne,
sorda, come un vecchio rimorso
o un vizio assurdo. I tuoi occhi
saranno una vana parola,
un grido taciuto, un silenzio.
Cosí li vedi ogni mattina
quando su te sola ti pieghi
nello specchio. O cara speranza,
quel giorno sapremo anche noi
che sei la vita e sei il nulla.

Per tutti la morte ha uno sguardo.
Verrà la morte e avrà i tuoi occhi.
Sarà come smettere un vizio,
come vedere nello specchio
riemergere un viso morto,
come ascoltare un labbro chiuso.
Scenderemo nel gorgo muti.

*
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
del amanecer a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito acallado, un silencio.
Así los miras cada mañana
cuando te inclinas hacia ti misma
en el espejo. Oh amada esperanza,
aquel día también nosotros sabremos
que eres la vida y eres la nada.

Para todos la muerte tiene una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos mudos en la vorágine.

Imagen: Ritual de lilas, de Mark Rothko
Cesare Pavese, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi, Einaudi, Torino, 1951.
Traducción de Víctor Sampayo.