martes, 31 de marzo de 2015

El abrazo de la Muerte


Esas cosas inefables que sólo pueden provenir del mundo onírico.
A este tipo lo vi dos o tres veces antes de enterarme de que, mientras viajaba con su hijo a bordo de una motocicleta por la carretera a Cuernavaca, ambos fueron embestidos por un tráiler. A juzgar por los relatos que escuché, sus cuerpos quedaron casi irreconocibles. Pero, si soy sincero, más allá de la impresión que puede generar una muerte semejante, este sujeto no dejó en mi ánimo la menor huella. Repito: solamente lo vi dos o tres veces, y eso por cuestiones de trabajo. Nada más. Sin embargo, hace algunos días, es decir, varios meses después de su muerte, se me apareció en un sueño. Lo veía y, curiosamente, me alegraba de que «estuviera bien», al grado de que nos dábamos un abrazo fuerte, cordial... Y justo en ese momento me desperté. 

Nada particular, ¿cierto? Pero entonces, ¿cómo podía explicar esa inquietud que se anidó en un lugar profundo e inaccesible de mí mismo? Los siguientes días revisé, no sin frenesí, diccionarios de símbolos y textos que, si tuviera que confesarlo ante un juzgado literario, me causarían una profunda vergüenza. El caso es que poco a poco fui encontrando pistas del porqué de mi inquietud, ya que, según algunas interpretaciones, bien podría ser algo así como un anticipo de mi destino: se supone que si una persona muerta te abraza (el requisito es que no sea ningún familiar), significa que pronto morirás tú mismo; pero —y aquí la ambigüedad se convierte en un pozo sin fondo—, si es uno quien abraza al muerto, esa acción vaticinaría una extrema y acaso innecesaria longevidad. No tengo pudor en confesar que peiné mi memoria hasta casi enloquecer, y que hasta este momento no logro recordar quién fue el que abrazó a quién. Bonito lío para un obseso de los símbolos, ¿no? Pero supongo que si estas interpretaciones son ciertas, no pasará mucho tiempo antes de que me entere de la «verdad».

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* Imagen: detalle de El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Brueghel el Viejo.

domingo, 15 de marzo de 2015

El olor y la verdad



Pensaba en los olores, en su importancia no sólo en la vida cotidiana, sino especialmente en las horas del amor. ¿Realmente podemos compartir la cama con cualquier persona sólo azuzados por el deseo? A muchos les gusta creer que sí (sobre todo si son hombres), que apenas es necesario sentir alguna excitación corporal —sí, justamente ésa—, y que el resto vendrá como una consecuencia natural de un cuerpo que a primera vista nos resulte apetecible. Sin embargo, luego de hacer un rápido recuento de mis propias experiencias, me doy cuenta de que, al menos en mi caso, eso es falso, o por lo menos no es del todo cierto. La fragancia natural de una mujer —y aquí me refiero a ese olor característico de cada persona, ése que sobresale sin importar la cantidad de perfume que se le eche encima— puede ser tan importante para mi mecánica del deseo que, si por desgracia no me resulta del todo apetecible, o incluso me choca, lo más seguro es que ese minúsculo aunque fundamental detalle amargue toda la experiencia que está por venir o que incluso la interrumpa enmascarado tras uno o más pretextos.

Y entonces vienen los problemas de índole existencial, porque, ¿cómo decirle a una mujer, sin herirla, que su olor no me resulta agradable para un acoplamiento sexual? ¿Cómo explicarle que, aunque su cuerpo bien pudiera ser voluptuosamente soberbio, su olor no me dejará en la memoria más que los posos de una mísera tristeza o de un irremediable desamparo? ¿Es lícito decirlo como quien habla de por qué ama u odia los días nublados?

En cambio, un aroma que se conjuga mágicamente con el mío siempre me dejará con hambre de más, y si por alguna razón no consigo disfrutarlo, se convertirá —por desgracia ya me ha pasado— en el centro de un vacío que se me anidará en el alma, igual que un parásito. Los más profundos enamoramientos que he tenido en mi vida se han debido, más que a los efectos visuales de una beldad sin parangón, a un aroma que me resulta inolvidable, algo que, pese a ser desconocido con anterioridad, se vuelve anhelado casi en cuanto lo percibo. Como si el olor fuera una suerte de lenguaje subterráneo y fundamental que transita entre las miradas y las palabras, una frase emanada del cuerpo que sólo podrá ser «escuchada» por una nariz sensible a sus mensajes…

Estoy consciente de que este fenómeno que describo seguramente ha sucedido y seguirá sucediendo en sentido inverso, cuando alguien se topa con las frases que despide mi cuerpo en forma de olor. ¿Cuántos de esos rechazos que siempre me parecieron inexplicables habrán tenido su origen en la incompatibilidad que alguna mujer sintió con mi olor, y que, como suele suceder, no pudo expresar más que con un descorazonador “te quiero como amigo”? Al final, tras releer estas líneas, me doy cuenta de que no soy más que un sentimental que, de una u otra manera, busca explicaciones que hagan más llevaderos esos episodios —quizás «espinas» sería un término más adecuado— que se le han clavado en diversos momentos de su vida.