miércoles, 19 de octubre de 2011

Breves consideraciones acerca de la memoria


Mucho se ha hablado de la memoria en la literatura. No siempre se menciona como tal, pero si somos minuciosos, cada novela es como un desfile de recuerdos inventados o modificados por el propio escritor. Y si nos adentramos en lo ficcional, veremos que los personajes recuerdan para dar sentido a sus situaciones cotidianas, o tal vez para darse cuenta de que todo carece de sentido. La mil veces manoseada magdalena de Proust, es el cabo del hilo que desata siete robustos libros llenos de recuerdos que intentan ser fieles a lo sucedido, pero que (mejor seamos fieles a la verdad) en realidad muestran un afán obsesivo por recuperar un tiempo pasado lleno de situaciones insignificantes o conjeturales, pero que merced a los artificios de la palabra, logran adquirir una pátina de veneración.

Pero, ¿que tan útil es el intento de reconstruir la memoria? ¿Se puede vivir por siempre de lo ya ocurrido, aun cuando lo más seguro es que coloquemos a nuestros recuerdos elementos que quizás originalmente no tenían? ¿No resulta contradictorio “vivir de los recuerdos” cuando se pueden generar nuevos recuerdos a través de nuevas experiencias? Ciertas cosas que en su momento no logramos valorar, años después las vemos como una «época dorada», y así las contamos a quien las quiera escuchar. Por ejemplo, ciertos viajes que tuve, sobre todo en Europa, estuvieron seguidos muy de cerca por el fantasma del hambre y la mendicidad, pero quienes escuchan esas experiencias las suelen colocar en las categorías de lo romántico o lo aventurero, ayudados, es cierto, por las hiperbolizaciones que uno hace, subconscientemente o no, al transformar los recuerdos en palabras.

Quizás por eso resulta tan extraño leer autobiografías. Creemos que estamos leyendo la vida de cierto personaje célebre, sin sospechar que en realidad estamos ante un libro de ficciones enmascaradas. Sin duda el autor sigue el hilo que considera como más cercano a lo que «en verdad sucedió» en su vida, pero como esa vivencia debe pasar por el filtro de la memoria (que sustrae o modifica detalles), la cual a su vez tendrá que pasar por el filtro del lenguaje, al final estaremos ante una imagen nacida de las ruinas de otras imágenes. Y con tal de que el mundo crea que de verdad sucedieron las cosas como uno las recuerda, solemos poner pruebas sobre la mesa, pequeños objetos que ayuden a nuestro testimonio: fotografías, prendas, boletos de tren o de autobús, videos que no siempre tienen que ver con lo que se dice, pero que en el mejor de los casos fueron filmados en la misma ciudad o casi en la misma fecha.

Algo como lo que emprende W. G. Sebald en Vértigo, texto novelístico-autobiográfico-ensayístico en el que nos tiende una meticulosa trampa que tiene que ver precisamente con la memoria, o mejor dicho, con la manera en que la memoria nos coloca, de manera imperceptible, en situaciones de escalofriante ambigüedad, como el hecho de que el narrador, al hacer un viaje como el que Kafka hiciera en 1913 por la península itálica, tiene tiempo para encontrarse «por casualidad» con un par de adolescentes gemelos, ambos idénticos al Kafka adolescente que podemos contemplar en una de sus famosas fotografías. De esa forma la memoria individual logra mezclarse con una memoria colectiva y dar como resultado una vivencia que lo lleva a parecer un excéntrico pederasta inglés a los ojos de los padres de los adolescentes. Pero la trampa de semejante anécdota es también para el lector, ya que Sebald hará todo para asegurar que su trampa es un inofensivo «narrar lo sucedido»: nos mostrará imágenes de los boletos de autobús, fotografías, documentos de hospedaje, etc., para que veamos cuán fiel es a esa verdad… nacida de su imaginación.

Estoy seguro de que a varios les sonará conocida semejante metodología. En mi caso, ya lo creo que sí.


Publicado originalmente en La Hoja de Arena

viernes, 7 de octubre de 2011

Huecos de silencio


La gente suele temer demasiado al silencio. En una típica conversación de pareja no falta quien, tras una pausa de algunos interminables segundos, de inmediato pregunta al otro «¿en qué piensas?», y aunque el otro tal vez no está “pensando” en el estricto sentido del término, es acosado sin misericordia hasta que suelta algo, cualquier frase que mitigue un poco la densidad de ese incipiente vacío de palabras, lo cual no deja de ser un juego circular, porque el silencio siempre está acechando al final de las conversaciones, por más profundas o anodinas que sean. Los muy conocidos “silencios incómodos” aumentan poderosamente su densidad debido a la carga de posibles significados que se acumulan en ese brevísimo espacio de tiempo, generando una especie de electricidad malsana de la que es difícil escapar.

Por otra parte, no creo que sea necesario “pensar” siempre que se abre un hueco de silencio. A veces uno simplemente deja deambular a la mente sin prestar atención a lo que nos rodea, tal como sucede con el jinete cuando deja que el caballo vaya a su antojo mientras él afloja las bridas. Nuestra mente es un fárrago de palabras e imágenes que rara vez nos induce a pensar que un silencio absoluto realmente existe sobre la corteza de este planeta.

A propósito de esto, en Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), película de Ingmar Berman, hay un detalle que me llamó mucho la atención la primera vez que la vi. Es precisamente acerca de la manera de representar el silencio: un espacio de tiempo tasajeado por el vehemente tic tac de un reloj. No ocurre nada. No se escucha nada más. Y a pesar de ser apenas unos cuantos segundos, a uno le queda la impresión de que se trata de un “silencio absoluto”, colosalmente enigmático, pesado como catedral. Como si no pudiera más que nacer una catástrofe desde las entrañas mismas de ese silencio.

Quizás por ello causan tanto desasosiego aquellos rarísimos seres que saben callar. Y es que muchos problemas pueden iniciarse debido a que se suele malinterpretar el silencio y atribuirle significados, casi siempre equívocos o terribles. «El que calla, otorga», reza el famoso dicho popular, aunque siempre me ha quedado la duda de por qué otorga y no niega. Según yo, callar también puede ser como negarse rotunda, abúlicamente a algo… o a alguien. Es una forma sumamente densa, pesada, no carente incluso de cierto desdén, de sortear situaciones de desasosiego. Aquél que suele callar de inmediato genera desconfianza entre la gente, la pone en extrañas y difíciles encrucijadas porque el silencio es un abismo casi infranqueable que se abre entre quienes padecen incontinencia verbal y los que prefieren callar. Es una interminable hojarasca de posibles significados, muchas veces contradictorios, extendiéndose hasta donde la vista alcanza. Un muro casi imposible de salvar. O un refugio ante el exceso de charlatanería que nos rodea. Dependiendo las circunstancias, supongo.

Publicado originalmente en La Hoja de Arena