jueves, 23 de septiembre de 2010

Adicciones tardías

Hace poco me propuse encontrar el origen de mi afición por las historias, esta propensión un tanto enfermiza por darles extraños matices a los acontecimientos más nimios. Me refiero a que nadie en mi familia me incitó nunca a la lectura (ya no digamos a la narración), tal como siempre parece suceder en las biografías de los escritores, quienes además leen "todo lo que cae en sus manos" desde la más tierna infancia. Los pocos libros que había en casa eran casi siempre recetarios o solemnes tratados acerca de la salud, aunque también había añejas revistas de escasa o nula categoría.

Me doy cuenta, incluso, de que tampoco mis abuelas fueron buenas para contar historias. Mi abuela paterna, por ejemplo, cuando comenzaba una, se saltaba los detalles que podían dotarla de algún misterio y abordaba abruptamente el final, como si apenas comenzado el relato se pusiera de pésimo humor y anhelara llegar al momento en que ya nadie le dedicaría su atención, en el que podría seguir calentando tortillas, o sirviendo café de olla, o haciendo todas esas cosas que la ponían en constante movimiento por la cocina. Así, los detalles de alguna desaparición, el milagrito que obraba un santo, el apresamiento de una bruja por los rumbos de Tulancingo, los asesinatos que llegaban a ocurrir en el pueblo, o las aventuras inconfesables de ciertas buenas gentes, quedaban tan descoloridos como si los hubiera leído en los cinco renglones de un periódico cualquiera.

Nada, en fin, parecía apropiado para engendrar afición por las palabras y los giros retóricos en un adolescente de los suburbios. Nada, salvo la casual adquisición de un libro que, para colmo, ni siquiera contenía ilustraciones: El zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, que mi padre compró a un vendedor que tocó a nuestra puerta una tarde de sábado. Creo que fue el aspecto desvalido de aquel hombre con su traje raído (que seguramente tendría que seguir buscando el sustento en otras puertas), mientras nosotros nos disponíamos a disfrutar de la comida, lo que instigó a mi padre a darle algún dinero. Y quizá se lo habría dado sin esperar nada a cambio, si el hombre no le hubiera mostrado esas Obras Maestras de la Literatura Mexicana, con un discurso que, a juzgar por las previsibles entonaciones, seguramente descargaba cada tanto en los oídos de alguna víctima.

Ahí está la raíz entonces. La lectura, a los catorce años (una edad en la que solía hojear exclusivamente comics de superhéroes), de El zarco, novelilla que, según mi memoria, fue tan emocionante como para perderle el miedo a los libros (que antes veía como una encarnación del infinito con todas esas páginas llenas de palabras) y emprender la lectura de Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga, aunque dos o tres años después. Con el tiempo llegaría la cascada: los autores que citan a otros autores, el descubrimiento de Macondo, de las oscuridades decimonónicas en Rusia, de los clásicos. Libro tras libro, febrilmente ahora sí, y a la par el gusto por aderezar cualquier aventura u ocurrencia con una palabra inesperada...

Es decir, adquirí el virus del lector irremediable que aún hoy me atosiga.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La raíz del odio


Pensaba en Danilo Kiš, o mejor dicho, en esa idea de una enciclopedia que albergue minuciosas biografías acerca de gente sin una pizca de celebridad. Y al igual que la mujer que busca los pormenores de la vida de su padre, me gustaría rastrear los detalles que forman la existencia de algunos de esos transeúntes que uno se encuentra en cualquier caminata cotidiana.

Hace unos días, por ejemplo, entre la muchedumbre del metro de pronto choqué hombro a hombro con un tipo que ostentaba unos músculos de proporciones anabólicas. El hecho de que alguien físicamente inferior como yo lo hubiera hecho trastabillar, resultó más fuerte que él y que sus músculos, porque de inmediato se puso a odiarme con una estridencia que muy pocas veces he visto. Lo supe por la mirada que me arrojó, y porque en seguida me hizo señas y rechinidos de dientes para que me bajara del vagón y él pudiera golpearme hasta que los nudillos le dolieran; pero yo me quedé entre los apretujones del interior y lo miré con un gesto de total aburrimiento –aunque por dentro, mi instinto de supervivencia era una liebre que temblequeaba en posición fetal debajo de un periódico viejo.

Lo curioso de todo es que el tipo nunca alzó la voz, como si a pesar de todo una especie de vergüenza le impidiera dejarse invadir por la ira. Se quedó cejijunto, mirándome a través del cristal mientras el tren avanzaba. Seguramente se desquitaría con el primero que se cruzara en su camino, lo cual no era nada difícil siendo la hora pico.

Ese mismo día me habría puesto a revisar su biografía en la Enciclopedia de los muertos, retroceder algunos párrafos, antes de aquellos que narrarían su encuentro conmigo, hasta llegar a la descripción de su adolescencia, muy probablemente frágil, al miedo morboso que seguramente le provocaba la idea del dolor físico, el posterior deslumbramiento de los gimnasios y las agujas, el amor por los espejos; el giro de la rueda, digamos. Pero me acabo de acordar que la Enciclopedia de los muertos sólo funciona cuando la persona muere, ya que solamente entonces se publicará su biografía. Pequeño detalle que da al traste con todo.