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lunes, 4 de noviembre de 2013

Tlacaxipehualiztli: la fiesta de Xipe Tótec

En una entrada anterior hablaba de las costumbres guerreras de los escitas, en particular de los ritos de desollamiento que practicaban contra sus enemigos más acérrimos. Si hacemos un salto tanto temporal como geográfico, y vamos hacia las tierras que hoy forman parte de México, veremos otros ritos de desollamiento que, a diferencia de los que practicaban los escitas, estarán teñidos de una profunda religiosidad. Había una fiesta llamada Tlacaxipehualiztli —que significa “desollamiento de hombres”—, la cual se realizaba en honor del dios Xipe Tótec, asociado con la primavera y la fertilidad. Todos aquellos hombres o mujeres que padecían enfermedades de la piel como apostemas, bubas o sarna, o bien las que surgen en los ojos por la afición desmedida al pulque, por ejemplo, hacían voto de vestir el pellejo de algún sacrificado cuando se llevase a cabo la fiesta con el fin de agradar al dios y que de ese modo pudiesen sanar sus enfermedades. Según lo consignado en el Libro I de Historia general de las cosas de Nueva España, esta fiesta tuvo su origen en Tzapotlan, un pueblo de la región de Xalisco, y consistía en lo siguiente:

«A los cautivos que mataban arrancábanlos los cabellos de la coronilla y guardábanlos los mismos amos, como reliquias; esto hacían en el calpul [caserío] delante del fuego.

»Cuando llevaban los señores de los cautivos a sus esclavos al templo donde los habían de matar, llevábanlos por los cabellos; y cuando los subían por las gradas del cu [templo], algunos de los cautivos desmayaban, y sus dueños los subían arrastrando por los cabellos hasta el tajón donde habían de morir.

»Llegándolos al tajón, que era una piedra de tres palmos en alto o poco más, y dos de ancho, o casi, echábanlos sobre ella de espaldas y tomábanlos cinco: dos por las piernas y dos por los brazos y uno por la cabeza, y venía luego el sacerdote que le había de matar y dábale con ambas manos, con una piedra de pedernal, hecha a manera de hierro de lanzón, por los pechos, y por el agujero que hacía metía la mano y arrancábale el corazón, y luego le ofrecía al sol; echábale en una jícara.

»Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu, e iba a parar en una placeta, abajo; de allí le tomaban unos viejos que llamaban quaquacuiltin y le llevaban a su calpul donde le despedazaban y le repartían para comer.

»Antes que hiciesen pedazos a los cautivos los desollaban, y otros vestían sus pellejos y escaramuzaban con ellos, con otros mancebos, como cosa de guerra, y se prendían los unos a los otros. Después de lo arriba dicho mataban otros cautivos, peleando con ellos y estando ellos atados por medio del cuerpo, con una soga que salía por el ojo de una muela como de molino, y era tan larga que podía andar por toda la circunferencia de la piedra, y dábanle sus armas con que pelease y venían contra él cuatro con espadas y rodelas, y uno a uno se acuchillaban con él hasta que le vencían.»


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Imagen: Xipe Tótec, Códice Borbónico

lunes, 30 de septiembre de 2013

Costumbres guerreras de los escitas

Me puse a revisar el Libro IV de Los nueve libros de la historia de Heródoto, uno de mis libros favoritos de todos los tiempos, dicho sea de pasada, y encontré la descripción de las costumbres guerreras que tenían los escitas (conjunto de pueblos ubicados antiguamente en lo que hoy es Irán, Ucrania, Kazajistán y el sur de la Rusia asiática), las cuales, si se comparan con los ritos que hacían los mexicas en honor del dios Xipe Tótec, darán pie a una extraña constelación que irá tomando forma en futuras entradas de este blog:

«En lo que atañe a la guerra tienen estas ordenanzas: cuando un escita derriba a su primer hombre, bebe su sangre, y presenta al rey la cabeza de cuantos mata en la batalla: si ha traído una cabeza, participa de la presa tomada; si no la ha traído, no. La desuella del siguiente modo: la corta en círculo de oreja a oreja, y asiendo de la piel la sacude hasta desprender el cráneo, luego la descarna con una costilla de buey y la adoba con las manos, y así curtida, la tiene por servilleta; la ata de las riendas del caballo en que monta y se enorgullece de ella, pues quien posea más servilletas de piel es reputado por el más bravo; muchos de ellos hasta se hacen de esas pieles abrigos para vestir, cosiéndolas como un pellico. Muchos desuellan la mano del enemigo sin quitarle las uñas, y hacen una tapa para su aljaba. Por lo visto la piel del hombre es recia y reluciente, y casi la más blanca y lustrosa de todas. Muchos desuellan a los muertos de pies a cabeza, extienden la piel en maderos y la usan para cubrir sus caballos.

»Tales son sus usos; con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos hacen lo siguiente. Sierra cada cual lo que queda por encima de las cejas, y la limpia; si es pobre la cubre por fuera con cuero crudo de buey solamente y así la usa; pero si es rico, la cubre con el cuero, pero la dora por dentro y la usa como copa. Esto mismo hacen aun con los familiares, si llegan a enemistarse con ellos y logran vencerlos ante el rey. Cuando un escita recibe huéspedes a quienes estima, les presenta tales cabezas y les da cuenta de cómo aquellos, aun siendo sus familiares, le hicieron guerra, y cómo él los venció. Esto consideran ellos prueba de hombría.»