Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

viernes, 15 de febrero de 2013

Los mejores libros de 2012… según mi librero


Justo ahora que finalmente terminó la fiebre de listas a lo mejor del año, les voy a recetar la mía de los mejores libros que leí en 2012. Esta lista es sumamente heterogénea: no está basada en categorías particulares (por ejemplo, libros que vieron la luz durante el año, o los que fueron editados en México, o de cierta temática especial, o alguna otra cosa semejante que ya hicieron en muchos otros espacios), sino en que a mí me parecieron los mejores siete que leí en el año de una lista de treinta. Por otra parte, el único factor común que tiene mi lista es que cada uno de esos libros «eligieron» ser leídos aleatoriamente durante 2012 desde la comodidad de mi librero, sin importar el país del autor o la época en que fue escrito. No más. El orden de aparición es el mismo en que yo los leí.

1. El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati.

Ah, buenas gentes, ¿quién de ustedes (y yo me incluyo) no ha creído alguna vez en su vida que un “gran destino” les aguarda? Una gloria tan magnífica y deslumbrante que gracias a ella quedará exiliada cualquier frustración. Sin embargo, la vida se escurre sin pausas y sin importarle nuestros sueños, con lo que al final quedarán muchas ilusiones postergadas y sin posibilidad de reivindicación, tal como sucede a Giovanni Drogo, quien ve pasar sus mejores años en espera de una gloria que llegará justo cuando él ya sea incapaz de recibirla.

2. Oblómov, de Iván Goncharov.

No recuerdo muchas obras maestras que hayan tenido a la abulia como protagonista. Iván Goncharov no sólo toma el reto de presentar el retrato de un hombre prodigiosamente inútil, sino que además lo hace combinando un humor sin concesiones, la denuncia social contra los vicios de la aristocracia en la Rusia decimonónica y el perfecto equilibrio entre objetividad y empatía con un personaje que bajo cualquier otra circunstancia sólo podría producir repulsión.


Compuesto por 19 relatos escritos en diversos momentos de su vida, este libro es un abanico que muestra los temas recurrentes en la obra de Platónov: las utopías, los sueños que parecían acudir en bandadas con el régimen comunista y su realidad poco o nada ideal, la sencillez y la “pureza” del alma del campesino ruso, las vidas trágicas con alguna reivindicación de mayores o menores vuelos, el sacrificio personal para el beneficio común, o esos personajes que apenas se notan en la cotidianidad debido a su sencillez y humildad, pero que podrían ser vitales para que la sociedad no quede atrapada en un remolino de odios y locura estéril. El espectro del humor va desde la sátira hasta la tragedia y, cosa curiosa, no desentona en ningún momento, con lo que se vuelve una obra inolvidable.

4. Un puente sobre el Drina, de Ivo Andrić

La crónica del puente que se construyó en la bosniaca ciudad de Višegrad, basada tanto en sucesos históricos, como en leyendas e historias populares, es uno de los regalos más hermosos y terribles que la literatura ha recibido en los últimos 100 años. La novela arranca en el siglo XVI, cuando el territorio pertenecía al imperio otomano y concluye con la “estratégica” destrucción que sufriera el puente durante las batallas de la Primera Guerra Mundial. El personaje principal es el puente y con ello las vidas humanas toman una dimensión mucho más cercana a lo que realmente son: meros parpadeos frente al paso colosal de los siglos.

5. Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz

La recreación del villismo —esa vertiente tan singular de las ramas revolucionarias en México— tuvo una obra maestra que hoy es un tanto soslayada por el “gran público” debido a la película que Fernando de Fuentes hiciera en 1936. Sin embargo, la versión cinematográfica, aunque basada en la novela de Rafael F. Muñoz, dista mucho de las complejidades psicológicas que muestran tanto Tiburcio Maya —arquetipo del soldado villista—, como el propio Pancho Villa, mientras que en el estilo de Muñoz, se pueden detectar las figuras retóricas que más tarde retomarán escritores de la talla de Agustín Yáñez y Juan Rulfo.

6. Ramaiana, de Vālmīki

La milenaria historia del divino príncipe Rama, quien junto con su esposa Sita y su hermano Laksmana es desterrado a los bosques de la India por su propio padre, es una de las historias más fulgurantes que he tenido la fortuna de encontrar durante mi vida como lector. Ravana, rey de la isla de Lanka (Sri Lanka) y de los raksasa, tiene la ocurrencia de secuestrar a la esposa de Rama, con lo que desatará su propia perdición, aunque no sin antes librar una delirante guerra entre simios superpoderosos y demoníacos raksasa, en la que podremos ver todas las posibilidades que pueden caber en una historia: guerra, aventura, amor, odio, amistad, envidia, humor, ternura, tragedia, ira, filosofía, religión y un largo etcétera.

7. Yo serví al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal

El ascenso de un mísero botones hasta llegar a ser el dueño de un elegante hotel y su posterior caída (y reencuentro consigo mismo) da pie a una novela en tono satírico, alegre y juguetón que, al discurrir por diversos momentos históricos de la hoy República Checa, sirven como anclaje para hacer una revisión de lo que significó la primera mitad del siglo XX para una sociedad soslayada en Europa hasta límites inconcebibles. Las aventuras de Jan Ditie, el protagonista de la novela, desembocarán en desgracias o en episodios tan terribles que, si no fuera por el estilo de Hrabal, habrían dado forma a una historia rocosa, densa, oscura y, por qué no decirlo, en tonos dostoievskianos.

martes, 22 de enero de 2013

Ideales del sexo


Supongo que a todos nos pasa. Durante la adolescencia, de inmediato nos llama la atención cualquier historia, imagen, contacto, entre otras cosas, que contenga alusiones directas o indirectas al sexo. Una especie de cosquilleo voluptuoso nos hace hinchar las narices y tragar saliva apresuradamente. «Ya tendré oportunidad de hacerlo», pareciera que queremos decir cuando algo deslumbra nuestra imaginación. Y una vez que nos ocurre esa experiencia que de golpe nos deposita en el camino de  la vida adulta, de inmediato queremos inspeccionar las posibilidades que ofrecen los cuerpos, por más que desde la antigüedad se haya visto que son más bien poco numerosas.

Por supuesto, con lo anterior me refiero a la mirada masculina. O quizás sea mejor decir: a mi propia mirada. La perspectiva femenina acerca del sexo ha sido poco explorada, y no podemos confiarnos a artículos de revistas titulados “Las cinco cosas que más les gustan a ellas en el sexo” y cosas similares. Me refiero a que no solemos escuchar cómo vive en realidad una mujer su sexualidad. ¿Padece acaso las mismas ansiedades que un hombre, los mismos anhelos, los mismos miedos? No me refiero a esas cosas que de tanto leerlas y oírlas son ya un lugar común, sino a lo que sucede en ellas durante los ritos del sexo, cosas que no se pueden comprender si todo el tiempo leemos adjetivos empalagosos o terribles.

Quizás por ello causó tanta polémica y asombro la publicación de La vida sexual de Catherine M. (2001), escrito por la respetada crítica de arte Catherine Millet, quien se pone a contar con la minuciosidad de quien pinta en granos de arroz los más sórdidos detalles de su vida sexual. Y sin embargo, hay algo raro con eso. Sobre todo porque sus experiencias poco o nada tienen que ver con las de una mujer «normal». No soy un tipo moralista ni nada semejante, pero dudo mucho que entre las féminas que podemos ver por la calle en un día cualquiera, haya muchas que en una sola noche se pongan a fornicar (usando sus tres cavidades hasta la extenuación) con cincuenta o más hombres de los que no podrán recordar el rostro, aunque sí el más ínfimo detalle del miembro. El libro pierde su misterio desde la página 1 y entonces se vuelve una suerte de catálogo que todo el tiempo relata sólo eso: episodios de cogidas estrepitosas, multitudinarias, exhibicionistas, amistosas, callejeras, elegantes, ambiguas, instructivas, para pasar el tiempo, al subir la montaña, en el parque… en fin, las repetitivas aventuras de una libertina que busca épater la bourgeoisie a toda costa.

Millet se somete a todo sin hacer preguntas, en cualquier lugar, incluso en los momentos menos oportunos (cuando padece migraña o bochornosos problemas estomacales), lo que nos deja instantáneas monótonamente pornográficas, aderezadas a veces por la escatología. Y pese al tono un tanto filosófico que se trenza con el lenguaje de las «jodiendas», nunca responde a cosas como, digamos, cuál es la misteriosa mecánica del deseo femenino que explica que lo que ayer le gustó hoy la deje indiferente, o qué sucede cuando un hombre pide cosas que ella nunca había hecho, o que quizás detesta, o que acaso anhela secretamente, o explicar quizás los tics nerviosos que acometen a algunas cuando ven, sienten, o están demasiado cerca de «ese algo» que las podría incendiar si tan sólo escucharan las palabras adecuadas.

Para acabar pronto, el libro terminó siendo como uno de esos videos baratos que se pueden comprar en las zonas más taimadas de la ciudad. Ah, y demasiados bostezos.


@elReyMono

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Pequeña biografía de Satanás


Si algo nos ha enseñado la literatura a través de los siglos, es que uno puede encontrarse con toda clase de personajes en los caminos de esta triste vida, y eso, naturalmente, va desde lo más sórdido hasta lo más angelical, pasando por una casi inconmensurable gama de matices y humores. Sin embargo, uno de los personajes que más ha aparecido en las grandes obras es el propio Príncipe de las Tinieblas, quien, según el narrador en turno, adquiere características más complejas que las que tradicionalmente les achaca nuestra superstición. En Diccionario jázaro, por ejemplo, Milorad Pavić nos asegura que cada una de las tres religiones monoteístas tiene a sus propios demonios, los cuales se rigen por reglas que no se parecen a las de las otras dos. Y con el fin de que no vayamos alegremente por ahí sin cuidarnos las espaldas, transcribo –con el entusiasmo de quien hace un servicio a la comunidad– un fragmento que describe a grandes rasgos las características del diablo cristiano:

«SEVASTO, NIKON (siglo XVII) – Según una leyenda, junto al río Morava, en la garganta de Ovčar, en los Balcanes, durante algún tiempo había vivido con ese nombre Satanás. Era muy bondadoso, llamaba a todos por su propio nombre y trabajaba como protocalígrafo en el monasterio de Nikolje. Donde se sentaba, sin embargo, dejaba la impresión de dos mejillas, y en el lugar de la cola tenía la nariz. Afirmaba que en su vida anterior había sido diablo en el infierno judío al servicio de Gueburah y Belial; sepultaba a los golems en los desvanes de las sinagogas, hasta que un otoño, cuando los excrementos de los pájaros se habían vuelto venenosos y quemaban las hojas y la hierba sobre las cuales caían, pagó a un hombre para que lo matara. Fue un modo de pasar del infierno judío al cristiano [...] Según otras leyendas, no necesitó morir para pasar de un infierno a otro, sino que le bastó dar a un perro un poco de su sangre, después de lo cual entró en la tumba de un turco, le cogió por las orejas, le desolló y se lo puso. Por eso en sus bellos ojos robados a aquel turco se entreveían ojos de cabra. Debía mantenerse alejado del pedernal, cenar después que los demás y robar cada año una piedra de sal. Se cree que de noche montaba los caballos del monasterio y de la aldea, y éstos realmente por la mañana estaban cubiertos de espuma, embarrados y con las crines trenzadas. Dicen que lo hacía para refrescarse el corazón, porque su corazón había sido cocido en vino hirviente [...] Se vestía ricamente, pintaba frescos con gran habilidad y, según la leyenda, ese talento se lo había dado el arcángel Gabriel. Sus frescos se conservan en las iglesias de la garganta de Ovčar con epígrafes que, si se leen de una pintura a otra en un orden determinado, forman un mensaje. Este será legible mientras existan los frescos. Nikon dejó ese mensaje para sí mismo, cuando vuelva a la vida trescientos años después, porque los demonios, como decía, nada recuerdan de la vida anterior y tienen que arreglárselas de esta manera».


@elReyMono

martes, 27 de noviembre de 2012

Desasosiegos


Página 392 del Libro del desasosiego. Doy de bruces con esto: “He llegado a ese punto en el que el tedio es ya una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo”. Siento como si una gota de agua helada me corriera por la espina. Más que una idea es una sensación. Lo mismo sentiría si alguien me hubiera visto en algún momento sumamente secreto, de esos que no quieres que cualquiera contemple. Si la vemos con calma, es una frase pequeña, menos de dos renglones en la edición que tengo. Pero al mismo tiempo podría ser una terrible patada en la tibia. Curioso: los poemas de Pessoa no son para mí tan definitivos. A veces incluso me da la impresión de que pecan de un exceso de melodía, como esas cancionsillas que se escuchan al azar y que sin embargo se pegan al pensamiento durante un buen rato, hasta el hartazgo. Pero el Libro del desasosiego es algo distinto, de una incandescencia salvaje, denso como puré, a pesar de ser una compilación de textos hasta cierto punto breves e inconexos. Según mi modo de ver, sería una locura querer leerlo desde el inicio hasta el final de un solo jalón. Es posible que eso causara una especie de indigestión mental. Por eso lo dejo reposando pacientemente en el librero, hasta que un buen día, sin importar la hora, lo cojo y lo abro al azar, como si fuera una bola de cristal o una tirada de cartas. Entonces leo uno o dos fragmentos –los primeros que se me atraviesan en la mirada– y de inmediato lo cierro. Raras veces ha dejado de sorprenderme. Por lo general quedo algunos instantes perturbado y receloso: ¿sería posible que un libro pudiera albergar secretos que lo «atañen a uno» de forma tan personal? Es algo que, de dejarlo crecer, seguramente engendraría insondables obsesiones. Tal vez por eso lo cierro de inmediato. Como si temiera adelantarme en cosas que aún no debería descubrir, o bien, como si pudiera aventurarme a leer mis propios pasos creyendo que se tratan de los de alguien más… Y eso, señoras y señores, además de grotesco, sería sin duda espeluznante.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leer la mente



Desde niño he fantaseado con escuchar el pensamiento de los demás. ¿Cuántas cosas sorprendentes podrían albergar las mentes ajenas? Seguramente muchos secretos inconfesables, juegos de palabras casi siempre idiotas, sueños tan inverosímiles como desesperados, divagaciones que desembocarían en ningún lado o juegos que responderían a realidades más bien improbables. Así es: la absurda creencia de que todos tienen mentes como la mía. El prurito de saber “exactamente” lo que piensa alguien cercano a mí, siempre me ha llevado a fantasear hasta extremos inconcebibles, sobre todo desde que tengo esa manía de adjudicar posibles diálogos que sólo existen, al menos eso espero, en mi cabeza.

Esas fantasías perduran aún hoy, aunque con un agregado: creo poseer la capacidad de extraer hipotéticos pensamientos a partir de detalles quizás insignificantes, como la disposición de las arrugas u otros rasgos faciales en un rostro cualquiera. Si el sujeto de estudio tiene una serie de renglones extendidos y perfectamente delineados a lo largo de la frente, de inmediato veo frases o interjecciones que nacen del asombro; si por el contrario, la frente es atravesada verticalmente por un par de vigorosas arrugas, de inmediato apuesto a que de allí sólo podrán brotar pensamientos severos, nacidos ya sea de la ira o de una seriedad acartonada, refugio, por lo general, de profundidades tenebrosas; y si acaso adicionamos a ese par de arrugas verticales unas cejas con un cierto aire de desamparo, lo más probable es que estemos ante un libertino subyugado por intensas y vergonzosas aficiones.

Los pensamientos de alguien que me mira fijamente suelen ir muchas veces en direcciones distintas a las que toman las palabras. Merced a una mirada más o menos torva, uno puede ser capaz de quitarles verosimilitud a palabras pronunciadas con suavidad o cortesía. Incluso, si se es aventurado, podría uno atreverse a asegurar que los pensamientos de dicha persona van en una dirección totalmente opuesta, llena de sordidez y bellaquería, o por lo menos de corrompida oscuridad.

A veces, tal vez de una forma un tanto paranoica, me pongo a mirarme en el espejo, mas no para constatar una vanidad que sería risible en mí, sino para comprobar que mis palabras no exhibirán con tanta facilidad su doble o triple fondo, lo cual sería fatal dependiendo del contexto. Entonces trato de convertirme –por desgracia con poco éxito– en un maestro del disfraz verbal, una suerte de mago que, mediante las cercas espinosas de las palabras disfrazadas, impide al prójimo atisbar en los territorios más íntimos de mis pensamientos.

Al final, si dejamos de lado la interminable cadena de elucubraciones que me nacen cada vez que veo los rasgos de alguien, puedo afirmar que «leer» la mente de los demás me ha hecho una mejor persona. Bueno, en realidad no. Incluso quizás todo lo contrario. Pero mejor dejémoslo allí, no vaya a ser que comiencen a emerger desvaríos. Ya saben: de esos que después te persiguen en los momentos más inesperados…

martes, 27 de septiembre de 2011

Buen inicio

Son los últimos días de septiembre de 2011 y apenas ahora me topo con el mejor principio de novela en lo que va del año. Si algo comienza con una frase que me hace soltar una risotada indecente, digamos que, por ejemplo, en el vagón del metro, suele ser un muy buen augurio para una lectura. Y de hecho eso fue lo que me sucedió con el inicio En Nadar-dos-pájaros (At Swim-Two-Birds), de Flann O’Brien, que a continuación reproduzco:

«Tras haber colocado en mi boca pan suficiente para masticar tres minutos, deseché mis poderes de percepción sensorial y me retiré a la intimidad de mi mente, asumiendo mis ojos y mi rostro una expresión ausente y absorta. Reflexionaba sobre el tema de mis actividades literarias de los ratos de ocio. Que un libro tuviese un principio y un final era una cosa con la que yo no estaba de acuerdo. Un buen libro puede tener tres aperturas completamente distintas e interrelacionadas tan solo por la presencia del autor, o en realidad cien veces otro tanto de finales.»

Con un principio semejante uno no puede más que quedar enganchado. ¿Es un inicio en falso o la tesis central del libro? Aún no lo sé. Pero ya estoy presintiendo que esta novela será constantemente mencionada en entradas futuras de este espacio…

sábado, 7 de mayo de 2011

Sobre la producción de elogios rimbombantes


Es increíble cómo este pequeño ensayo de Gabriel Zaid, originalmente publicado en 1975, produce en pleno 2011 no sólo carcajadas, sino una suerte de resaca salvaje, provocada por su abrumadora actualidad. Lo transcribo completo del libro Cómo leer en bicicleta, Random House Mondadori (2009), pp. 27-31.

Sobre la producción de elogios rimbombantes

La industria del elogio necesita modernizarse. El arte de elogiar es difícil, poco adaptado a la velocidad y magnitud que la moderna producción de elogios requiere. Hacen falta elogios mecánicos que, a diferencia de los comunes y corrientes, sean mecánicos de verdad: acuñados con máquinas.
La solución es modular: infinitas formulaciones que sean variantes de un prototipo. Pero, ¿bastará un solo elogio para la demanda insaciable, en un país hambriento de elogios? Si escribir no da dinero, ni poder, ni siquiera lectores, ¿se puede coronar de Gloria, Gloria Inmensa, Gloria Única, a todos los que ponen su ilusión en las Bellas Letras?
Esto da por supuesto que la producción de elogios no da abasto. A juzgar por lo que se dice, no existirían siquiera los elogios, sino la crítica feroz, pronta a devorar todo engendro creador. Sin embargo, basta un mínimo recuento de notas y reseñas que se publican para ver que lo único feroz en México es el silencio. Las reseñas y notas son, por lo general, elogiosas, o cuando menos anodinas. Y tienen más lectores que los libros.
Un elogio puede leerse en una peluquería. En cambio, leer los libros supone un ánimo decidido, aunque sea decidido por la necesidad de escribir un elogio. Afortunadamente, el ruido sobre los autores interesa más que los libros; y se difunde empaquetado en solapas, boletines, reseñas, entrevistas, polémicas y balances de fin de año, que suenan y resuenan, aunque los libros no se lean. Hasta los pocos maltratados por la crítica reconocen que lo importante es el ruido: “Propaganda que me hacen” –dicen triunfalmente.
Los grandes elogios de libros no leídos sirven para olvidar en qué país vivimos. Sostienen nuestro milagro editorial: la sobreproducción en medio del subconsumo. En efecto, si se tratara de leer, en vez de hablar de libros y chismes de escritores, la deflación sería espantosa. Todo escritor quer haya superado su primer narcisismo, como para darse cuenta del país en que vive, necesita un segundo aire narcisista para continuar, porque, si no, dejaría de escribir.
El nuevo aliento puede provenir del narcisismo colectivo. Diciendo, por ejemplo, que llega Nuestra Hora. ¡Al fin, América va a ser descubierta! Vamos a ver: dentro de la hora actual, ¿qué presencia más noble que la del Tercer Mundo? Dentro del Tercer Mundo, ¿qué bloque más importante, por sus años de antigüedad en subdesarrollo, que el nuestro? Dentro de América Latina, ¿qué país más significativo que México? Y, si fuera de México todo es Cuautitlán, y en esta capital de envidiosos y resentidos sólo aquí se reconoce la verdad, ¿a quién le corresponde el Laurel? A ti y a mí.
Compadre. Tu libro es tan universal, tan futurizante de nuestro rol en la nueva cultura planetaria, tan incomparablemente superior a todo lo que se ha escrito en español desde el siglo XI, que es el único que he leído en mi vida.

¡Nada de pequeñeces cicateras! Sólo es justo un elogio absoluto. Y es fácil producirlo con el siguiente método:
1. Hacer una ficha analítica de la obra o persona que se quiera elogiar.
2. Sobre las categorías de análisis, repasar (con un fichero electrónico) lo que “ha habido” en esas categorías.
3. Cruzar la ficha contra eso, hasta que salte un absoluto.
Ejemplo en el que salta fácilmente un absoluto: El señor es de Chamacuero [ficha]. En Chamacuero nunca ha habido poetas [fichero]. Luego, el señor es Absolutamente el Poeta Más Grande de Todos los Tiempos que ha habido en Chamacuero.
¿Y si en Chamacuero hubo un tal ‘Margarito Ledesma’, autor de unas Poesías más o menos cómicas? Todavía es posible un absoluto, si estructuramos el elogio para que eluda esa limitación: Nunca, en la historia de Chamacuero, ha habido un poeta más grande, en vena seria, que el inmenso Fulano.
Pero supongamos que Chamacuero fuese también la cuna de López Velarde. A las categorías geográfica [Chamacuero], de género [poesía] y vena [seria], incorporamos la categoría cronológica y resolvemos el problema: después de López Velarde, no ha habido en Chamacuero un cantor de la provincia, en vena seria, más grande que el grandísimo Fulano de Tal.
Por último, supongamos que en Chamacuero haya habido muchos grandes poetas, o que nos pidan un elogio de magnitud cósmica. La salida es fácil:
Ni Homero, ni Dante, ni Shakespeare, ni San Juan de la Cruz, ni Baudelaire, ni Octavio Paz, lograron, como el grandísimo Fulano, plasmar en un poema las vivencias de una niñez tranquila en Chamacuero.

Un solo y mismo elogio, convenientemente categorizado, se puede multiplicar en elogios infinitos, todos ellos únicos y absolutos. El método cumple la exigencia mecánica industrial (estandarización con un solo modelo) y las necesidades del caso particular, lo cual supera a Henry Ford con su Modelo T.
Desde luego, si hay que cruzar demasiadas categorías, el resultado puede ser enfadoso. Pero siempre cabe perfilar un conjunto de categorías que excluya lo que estorbe para alcanzar el absoluto:
Nunca en la historia de la literatura mexicana, hubo un novelista sinaloense que (teniendo un padre tuerto, y habiendo hecho sus estudios de metalurgia en Torreón) tuviese mayor dominio del monólogo subjetivo.
Sin embargo, hay cortacaminos deseables, ficheros de cruce rápido, que permiten abreviar. Es el refinamiento del sistema. Con una mentalidad provinciana, el fichero geográfico pudo haber sido la solución. Mas ya no estamos en los tiempos de la celebración local: “Para estar hecho en México, es de primera”. Estamos en los tiempos del Juicio Universal Subjetivo.
El más directo es obvio: “En la literatura universal, a Mi Ilustre Juicio, no hay un libro tan importante como el tuyo”. Tiene el inconveniente de limitarse a un solo libro. Para que nunca falten elogios rimbombantes, hay que cruzar el criterio “A mi juicio” con un fichero cronológico de lecturas. El resultado es de una fertilidad jupiterina, sobre todo si se disfraza, jupiterinamente, con una o dos categorías adicionales, que, como se comprende, salen sobrando:
Después de La guerra y la paz [categoría innecesaria, pero que hace más tonante el juicio], no hay en la literatura universal [ídem], una novela más grande que la tuya [ojo:] que haya leído en los últimos quince días.


jueves, 17 de marzo de 2011

Páginas al azar


Me sucede a menudo con ciertos libros. Los abro al azar y leo un párrafo, unas páginas, a veces incluso un relato. Casi nunca guardan relación con lo que sucede en mi propia vida; pero a veces sí. A veces el humor particular de un momento embona como pieza de rompecabezas con lo que encuentro en unas cuantas líneas, con una idea lúgubre o luminosa, de fraternidad o misantropía, de hastío, felicidad o indiferencia. Hoy, debido a esta forzada reclusión, abrí al azar el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, y justo en la página 135 encontré este puñado de agujas:

«¿Qué me importa que nadie lea lo que escribo? Lo escribo para distraerme de vivir, y lo publico porque el juego incluye esa regla. Si mañana se perdiesen todos mis escritos, sentiría pena, pero creo sinceramente que no sería una pena violenta y loca como cabría suponer, puesto que en todo eso iba toda mi vida. No es diferente, pues, de la madre que, muerto el hijo, meses después sigue ahí [?] y es la misma. La misma tierra que sirve para los muertos serviría, menos maternalmente, para esos papeles. No todo importa, y creo de verdad que hubo quien vio la vida sin una gran paciencia para con ese niño despierto y con gran deseo del sosiego de cuando ella, por fin, se haya retirado a descansar».

jueves, 23 de diciembre de 2010

Pasos

Dejo este fragmento como quien deja un dibujo en una piedra del camino:

[...] no hay hombre que desde los primeros hasta los últimos pasos sepa y pueda ser únicamente malvado, ocurre que el hombre, cuando todas las esperanzas y todas las ilusiones lo abandonan, mata al hombre en él mismo, en el lapso de un segundo uno puede quitarse voluntariamente la vida y continuar viviendo, pero matar en sí mismo la necesidad de amor y la necesidad de esperanza son necesarios largos y duros años, cuando alguien se está ahogando se agarra incluso al aire o a un puñado de agua, así pues, cuando el hombre no se ha matado del todo y yace en los sombríos espacios del mal, si de pronto advierte un mínimo rayo de bien, el hombre se inclina sobre esa débil llama para en los momentos de soledad hacerse la ilusión de que lo que es ahora una débil y frágil llama puede convertirse en un inmenso resplandor [...] [1]

[1] Jerzy Andrzejewski, Las puertas del paraíso, Pretextos, 2004, p. 54

jueves, 23 de septiembre de 2010

Adicciones tardías

Hace poco me propuse encontrar el origen de mi afición por las historias, esta propensión un tanto enfermiza por darles extraños matices a los acontecimientos más nimios. Me refiero a que nadie en mi familia me incitó nunca a la lectura (ya no digamos a la narración), tal como siempre parece suceder en las biografías de los escritores, quienes además leen "todo lo que cae en sus manos" desde la más tierna infancia. Los pocos libros que había en casa eran casi siempre recetarios o solemnes tratados acerca de la salud, aunque también había añejas revistas de escasa o nula categoría.

Me doy cuenta, incluso, de que tampoco mis abuelas fueron buenas para contar historias. Mi abuela paterna, por ejemplo, cuando comenzaba una, se saltaba los detalles que podían dotarla de algún misterio y abordaba abruptamente el final, como si apenas comenzado el relato se pusiera de pésimo humor y anhelara llegar al momento en que ya nadie le dedicaría su atención, en el que podría seguir calentando tortillas, o sirviendo café de olla, o haciendo todas esas cosas que la ponían en constante movimiento por la cocina. Así, los detalles de alguna desaparición, el milagrito que obraba un santo, el apresamiento de una bruja por los rumbos de Tulancingo, los asesinatos que llegaban a ocurrir en el pueblo, o las aventuras inconfesables de ciertas buenas gentes, quedaban tan descoloridos como si los hubiera leído en los cinco renglones de un periódico cualquiera.

Nada, en fin, parecía apropiado para engendrar afición por las palabras y los giros retóricos en un adolescente de los suburbios. Nada, salvo la casual adquisición de un libro que, para colmo, ni siquiera contenía ilustraciones: El zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, que mi padre compró a un vendedor que tocó a nuestra puerta una tarde de sábado. Creo que fue el aspecto desvalido de aquel hombre con su traje raído (que seguramente tendría que seguir buscando el sustento en otras puertas), mientras nosotros nos disponíamos a disfrutar de la comida, lo que instigó a mi padre a darle algún dinero. Y quizá se lo habría dado sin esperar nada a cambio, si el hombre no le hubiera mostrado esas Obras Maestras de la Literatura Mexicana, con un discurso que, a juzgar por las previsibles entonaciones, seguramente descargaba cada tanto en los oídos de alguna víctima.

Ahí está la raíz entonces. La lectura, a los catorce años (una edad en la que solía hojear exclusivamente comics de superhéroes), de El zarco, novelilla que, según mi memoria, fue tan emocionante como para perderle el miedo a los libros (que antes veía como una encarnación del infinito con todas esas páginas llenas de palabras) y emprender la lectura de Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga, aunque dos o tres años después. Con el tiempo llegaría la cascada: los autores que citan a otros autores, el descubrimiento de Macondo, de las oscuridades decimonónicas en Rusia, de los clásicos. Libro tras libro, febrilmente ahora sí, y a la par el gusto por aderezar cualquier aventura u ocurrencia con una palabra inesperada...

Es decir, adquirí el virus del lector irremediable que aún hoy me atosiga.

martes, 17 de agosto de 2010

Panadería de Pan...


Por circunstancias que no vienen a cuento, me encontré con El alcalde de Lagos y otras consejas, un extraño libro de Alfonso de Alba, quien hace una recopilación de anécdotas de dudosa veracidad en las que se celebra la exótica inteligencia de un antiguo alcalde de Lagos de Moreno, el preindependentista Diego Romero, así como de los propios laguenses de aquellas épocas. En su estudio, Alfonso de Alba atribuye las consejas a las envidias y resentimientos que la prosperidad de Lagos provocaba en las ciudades vecinas, y encuentra sus orígenes en relatos semejantes que se escuchaban en Europa y Asia. Al final lo que siempre me agrada es la capacidad de reírse de uno mismo:


Panadería de Pan


La nomenclatura de las calles ha sido siempre un problema urbano. En la naciente villa don Diego se propuso atacarlo. Y como había confusiones lamentables sobre todo lo referente a los nombres de las tiendas, dispuso que todos los negocios aclararan, mediante un letrero en la fachada, la especialidad de la tienda y el nombre del propietario.

El primero en obedecer fue el dueño de un cajón de lencería y miscelánea. Hizo pintar este rótulo: La Aurora de Leobino Jordán. Se venden listones de todos los colores y también verdes.

En una vinatería muy visitada, en la esquina de la Plaza del Hueso (local que hoy ocupa La Mensajera) se vendían, además, menudo, vísceras y guisadas menudencias para botana de los asiduos al copeo. Y el letrero que mandaron poner por una calle decía La Vida. Más abajo este rótulo explicativo que no cupo en un solo muro: Se vende hasta el ano, y a la vuelta, checer.

Días después don Diego citó al dueño de la panadería La Espiga Dorada y le impuso una multa de cuatro reales por no acatar debidamente la disposición. Abajo del nombre del establecimiento se leía Panadería de Pan. A don Diego causó verdadera indignación que el propietario hiciera mofa de su autoridad. Cómo éste alegara, que no decía de esa manera, el alcalde se trasladó a la panadería. El negocio estaba ubicado en la esquina de las calles Real y del Panteón. Efectivamente, en la primera se leía Panadería de Pan, y en la segunda, taleón Gómez.

Querella que terminó armoniosamente con el envío de don Diego de una canasta de fruta de horno.

Imagen: grabado de Alfredo Trejo

martes, 1 de junio de 2010

De los escritores medianos


En Diario de Moscú, escrito entre 1926 y 1927, Walter Benjamin hace una curiosa reflexión acerca de la "necesaria existencia" de los autores medianos como una especie de barandal en el cual nos podemos afianzar frente al incesante brillo que emiten las Obras Maestras. Su misión consiste en reflejar el contexto y la común forma de pensar de una época, antes que provocar desvíos hacia los inefables territorios de la intuición o el desconcierto.

Y asimismo, Benjamin apunta hacia el éxito inmediato como algo fundamental para la existencia del escritor mediano o secundario, ya que la influencia de los grandes no se podría medir con algo tan efímero como el éxito presente. Su influjo es sencillamente histórico y sólo se puede observar “a través de la lente de los siglos”. Ahora bien, 6 ó 7 años más tarde, en Ferdydurke, Gombrowicz da su propia opinión acerca de los escritores “medianos”, pero contrariamente a Benjamin, no les concede el amparo del contexto de una época, sino que les propina una paliza metafísica, la cual transcribo no sin un escalofrío:

¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo y gran repudio? El primer y despiadado repudio se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudio se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudio y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del Arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí empieza ya la completa orfandad. Esto ocasiona que el secundario se convierta en objeto de una burla general, bajo el fuego graneado del repudio. En verdad, qué se puede esperar de un hombre repudiado tres veces y cada vez con más oprobio? ¿Acaso un hombre así acabado no debería desaparecer, esconderse en alguna parte para que no se le viera? ¿Acaso la insuficiencia, desfilante en pleno día, ansiosa de honores, no debe provocar hipo al universo?

Después de esto no culparía a aquellos valientes que decidan optar por los anchos caminos de la "vida productiva", antes que seguir poniendo en riesgo la frágil salud del universo. En algún momento yo mismo estuve a punto de cerrar los ojos y arrojarme de una vez a los menesteres de la realidad. Sin embargo, me doy cuenta que para ciertas cosas soy de una terquedad inaudita...

viernes, 26 de marzo de 2010

Demonios cotidianos

Hace unos meses releí, después de muchos años, el pequeño relato “El demonio de la perversidad”, de Edgar Allan Poe, en la traducción de Julio Cortázar. En la primera lectura tenía menos de dieciocho años, estaba descubriendo apenas, tardíamente, el mundo de los libros y buscaba por sobre todas las cosas lecturas dañadas, aunque si alguien me hubiera preguntado acerca del significado de esa palabra, no habría podido explicarlo más que por alusiones inconexas: algo como Kafka, como Quiroga, o ya de perdida como Lovecraft. Por supuesto, en ese entonces me pareció un relato insulso, aburrido inclusive con esa rara particularidad de ser un cuento ensayístico en el que se describe una fascinación por la propia perdición, algo que además experimentan otros personajes del mismo Poe. Y si además agrego que no tenía nada de demoniaco como el título lo sugería, sino sólo una perorata explicativa…, en fin, la clase de cosas que algunos pensamos a esa edad.

El tiempo, las vivencias y un sinfín de pequeñas y grandes casualidades me llevaron nuevamente a ese relato, y lo curioso es que ahora alumbró descarnadamente diversos episodios de mi vida en los que he sido traicionado por mi propio pensamiento, en ocasiones para bien, casi siempre para mal. ¿Cuántas veces ese “actuar de cierto modo por la razón de que no deberíamos actuar” me ha llevado a situaciones incómodas? Tras el repaso nocturno de muchas de ellas, llego a la conclusión de que algo dentro de mí hizo que se me desatara la lengua o que reaccionara de un modo ya fuera indolente o agresivo, lo que al final de cuentas me resultaría contraproducente.

Gracias a Poe, ahora imagino ese impulso irracional como un demonio, y no puedo dejar de verlo sentado a horcajadas en mi hombro, acaso riendo de buena gana con mis estupideces o chillándome en la oreja de forma desabrida cuando voy a hacer algo de lo que después me arrepentiré. Aconsejándome a su manera, digamos. Sin embargo, lo que Poe no dice nunca es si existe una forma de liberarse de ese pequeño e indeseado ser, esa presencia sempiterna que acude con las mismas ganas tanto a las experiencias triviales como a las asombrosas o incluso a las inconfesables. ¿O acaso estoy condenado a verlo por siempre cerca de mí como un instigador, o peor aún: como un sardónico testigo de mi propia vida?

De sólo pensarlo, me dan unas ganas terribles de actuar impulsivamente…


* Imagen: detalle de El jardín de las delicias (1504), de Hieronymus Bosch (El Bosco).

jueves, 2 de julio de 2009

Goces del pasado


Un tema delicado, sin duda, éste de la vejez, sobre todo porque pertenece a la jurisdicción de lo que debe ser tratado de una forma “políticamente correcta”. Sin embargo, hace unos cuantos meses, y esto lo recordé después de haber escrito la entrada anterior, me encontré con que Sergio Pitol habla de ella en un pequeño apartado de El mago de Viena, o mejor dicho, la desacraliza desde sus propios cimientos (y además, con conocimiento de causa) de una forma tan estrafalaria, que mejor dejaré que el lector juzgue con sus propios ojos:

“Recuerdo un banquete celebrado en honor de un ilustre escritor extranjero, un auténtico sabio, en un palacio elegantísimo de Roma. Alguien mencionó el tema de la vejez, me parece que refiriéndose a Berenson, y el homenajeado escandalizó entonces a los concurrentes al decir, con una voz estruendosa que acalló las otras conversaciones, que había momentos en que recordaba con ternura una enfermedad venérea contraída en la adolescencia en un barco y las rudas curaciones que requería, sobre todo si se la comparaba con los repugnantes males que aquejan a los viejos y terminan convirtiéndose en su Némesis: los de la vejiga, la próstata, la ciática, las urticarias del cuero cabelludo, los escalofríos, la debilidad de los esfínteres, la amnesia, el temblor de las manos, y en ese momento los elegantes invitados, viejos en su enorme mayoría, levantaron con estruendo la voz y al unísono declararon que ellos y ellas no sentían para nada la vejez, que ni siquiera la advertían, que nunca se habían sentido en mejor forma, que la capacidad de creación se les había ampliado, que su último manejo del lenguaje era en verdad suntuoso, profundo, ático, o barroco, que cada uno escribía mejor que los demás, mientras el viejo priápico oía hablar, en tonos enfáticos, acalorados, histéricos, a esa tribu negadora de la vejez, con los ojos semicerrados, como si disfrutara ausentarse del presente y se hundiera en los goces del pasado: las hazañas de su pene incontinente, las manchas como condecoraciones descubiertas en su ropa interior. Su única manifestación de vida era una sonrisa de sorna dedicada a la concurrencia”.[1]

[1] Sergio Pitol, El mago de Viena, Fondo de Cultura Económica, México 2006, pp. 82-83.

viernes, 29 de mayo de 2009

Trabajos de un lector


No logro engancharme con Lobo Antunes. O mejor dicho: con Esplendor de Portugal, su décimo libro, de 1997. La historia, oculta tras un deslumbrante derroche formal, se va diluyendo poco a poco, atosigada por las enumeraciones ambientales, por los monólogos interminables que suelen hablar del dolor de una familia en decadencia, del racismo que trasmina entre varios de sus integrantes, otrora radicados en Angola. Y pese a las posibilidades de semejante historia, nada de ello alcanza a revelarme ningún asombro fuera de la propia forma, la cual deslumbra sobre todo de entrada, porque al poco tiempo uno se acostumbra a las acotaciones perfectamente esquematizadas, al vaivén de los tiempos narrativos en los que se anclan los monólogos, a que todo vaya a ras de suelo, si se me permite decirlo así. Incluso me da la impresión de que alguien (el autor, por supuesto) hubiera soltado interminables luces de artificio sin que se supiera a ciencia cierta por qué, o tal vez sólo por el afán de ver el crepitar de las luces. Y no puedo señalar que eso me alegre, antes bien me resulta especialmente penoso, porque es el primer libro que emprendo de Lobo Antunes, instigado por esa intachable fama que ya desde hace años lo va precediendo. Me refiero a que esperaba algo quizá más intenso de esta novela, aunque no podría explicar exactamente qué. Digamos que el título me llevaba por desconocidas y resplandecientes ilusiones. Y además ahora, por extensión (lo siento, es inevitable), comienzo a recordar una serie de libros que, acaso por necedad, me dediqué a terminar sin el menor entusiasmo, sólo por culpa de ese inexplicable prurito que me obliga a terminar cualquier libro que comienzo, sin importar la interminable serie de bostezos que sus líneas me susciten: ahí está el Ulises, de Joyce, uno de los mayores tormentos que he conocido en mi vida, El libro de Manuel, de Cortazar, La ratesa, de Günter Grass, y una lista que prefiero recortar con un simple etcétera. Y ahora, hace su flamante entrada en el nefando grupo Esplendor de Portugal, el cual por cierto, no he podido concluir, y creo que no hay nadie que lo lamente más que yo. Pero aguarden, antes de que comiencen a afilar las poderosas puntas de sus botas, debo decir que albergo la esperanza de que simplemente haya errado la puerta de acceso a Lobo Antunes. En mi librero está Manual de inquisidores, del cual he escuchado maravillas (aunque será mejor que me reserve cualquier expectativa) y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo; y quién sabe, quizá esta forma tan cansina de pasar las páginas sólo la recuerde como uno de esos accidentes que sirven para examinar desde varios ángulos la obra de un escritor, tal como me sucedió con el propio Cortázar.
Lo curioso es que con esto recuerdo aquello de lo que hablé en El fracaso de la belleza, la minúscula reflexión que germinó a partir de un ensayo de Gombrowicz. Es decir, el implacable aburrimiento que puede generar el exceso de perfección, en el dado caso de que realmente sea ésta una obra perfecta. Pero basta ya, podría extenderme con interminables y afligidas digresiones, y sólo se seguiría sacando en claro que no, nomás no he logrado engancharme con Esplendor de Portugal.

martes, 31 de marzo de 2009

El amor a contraluz

En los senderos del amor, tarde o temprano aflora la ternura, aun cuando esté revestida por los más extraños matices. Hace unos meses, en una charla intermitente con la voz de ese espacio entrañable que es el Lugar de olvido, Gustavo me describía algunas sensaciones experimentadas durante la lectura de El grito silencioso, de Kenzaburo Oé. A mi vez, yo le hablé precisamente de una insólita escena de amor que encontré hace años en la primera novela que escribió Kenzaburo: Arrancad las semillas, fusildad a los niños (al menos así se llama en la traducción de Anagrama), la cual contenía al mismo tiempo tanto una insensata violencia como una dosis insoslayable de ternura:

Dentro de mí nació un sentimiento nuevo, que de repente se extendió por todo mi ser y provocó una especie de impacto en mi cabeza. Cogí a la niña bruscamente por los sobacos y la levanté. No me fijé en la expresión de su cara, vuelta hacia mí. La abracé como una gallina acorralada y muerta de miedo y la llevé corriendo al interior del oscuro almacén.
Entramos sin descalzarnos en el almacén, sumido en la penumbra, y, en silencio, me bajé los pantalones a toda prisa, le subí la falda y me tumbé sobre ella. El pene, erecto como un grueso espárrago, se me enredó en los calzoncillos y se torció violentamente, por lo que solté un chillido de dolor. Después lo introduje en su sexo, frío, seco y áspero como el papel, sentí unas cuantas sacudidas espasmódicas y lo retiré. Suspiré profundamente.
Eso fue todo. Me puse en pie, me ajusté los pantalones como pude, a tientas, y salí sin decirle nada a la niña, que respiraba entrecortadamente. Fuera, el frío era intenso, y la luz de la luna caía sobre los árboles y los adoquines con dureza mineral. Todavía estaba locamente furioso y tenía la boca llena de murmullos violentos, pero una intensa sensación, llena de dulzura, iba creciendo en lo más hondo de mi ser. Subí la cuesta corriendo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo visajes para que no me corrieran por las mejillas.[1]


Es necesario tomar en cuenta que los protagonistas de la escena son unos niños que apenas se aproximan a la adolescencia, y que él acaba de arriesgar su vida con tal de sacar a la niña del bloqueo a que los tienen sometidos los habitantes de una montaña por la sospecha de un brote de peste. Después de este climax doloroso y feliz, la novela se precipitará a un terrible abismo; sin embargo, este momento permanecerá latente en la novela como uno de esos recuerdos obstinados que inexplicablemente se suelen colar como preludio a las tragedias.
En fin, la deuda está abonada para el olvido.

[1] Kenzaburo Oé, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999. Traducción de Miguel Wandenbergh, p. 114.

lunes, 9 de febrero de 2009

Lo inefable



En cierto momento de El arte de la fuga, Sergio Pitol menciona algunas de las lecturas que lo han dejado plenamente conmovido. Allí habla de La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, o más precisamente, del monólogo del leproso como unas de las páginas más bellas que le ha deparado el ejercicio de la lectura constante. Eso por supuesto me intrigó, ya que antes de conocer oblicuamente ese texto de Schwob, yo no había leído de él más que un libro de cuentos asimismo inolvidables: El rey de la máscara de oro. Y a pesar de que durante un tiempo importuné al personal de varias librerías con la pregunta de cuándo se iban a surtir con ese título descontinuado, al final lo encontré cuando ya ni siquiera me acordaba de que lo quería. Un libro delgadísimo que contenía sólo ese relato, prologado por Borges, y que vi por azar en una librería de viejo, aplastado por el peso de gruesos ejemplares de álgebra y aritmética, todo en una montaña en la que los libros de superación personal se mezclaban sin ningún pudor con los de ciencias, novelas rosas, y alguna que otra joyita literaria (como La cruzada de los niños) que, a saber por qué vueltas del destino, yacía olvidada por allí.
Lo curioso es que tomé el librito con una ligera agitación, y de inmediato lo abrí, sin prestar atención a la página. Me topé de bruces con esto:

¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
–Ve en paz hacia tu Señor Blanco, y dile que me ha olvidado.

Me exalté, aunque no podría explicar por qué, pagué enseguida el libro y me fui a casa. Lo leí de un trago. Cuando terminé, lo volví a leer. Y lo puse con mano temblorosa en el librero. Es casi invisible por su grosor, sólo para quienes suelen hurgar minuciosamente. El color ocre de su cubierta tampoco ayuda. Recordé lo dicho por Pitol, y en efecto, me pareció bello el texto, pero sentí que no todo quedaba allí, que la recreación poética de un hecho histórico como ése tenía que significar algo distinto a lo poco que yo había comprendido, si es que algo como eso se puede comprender: miles de niños que van al encuentro de la esclavitud o la muerte, movidos por una fe implacable. La actualización que Andrzejewski hace de ese infame capítulo de la historia a mediados del siglo XX en la fulgurante Las puertas del paraíso, no hace sino corroborar ese presentimiento. Pero de eso quizá hablaré después. Porque ahora quiero imaginar que alguien se pone a husmear en mi librero y que de pronto se topa con ese ejemplar casi insignificante, y que empero, pareciera quemar las manos. Ansío que ese alguien lo abra presa de la misma urgencia que yo experimenté. Y quién sabe, tal vez encuentre mejores palabras para ilustrarme la forma sencilla e insondable del relato. O más bien su anécdota. O acaso las dos.

miércoles, 28 de enero de 2009

Los reinos de porcelana

Es muy sabido que se puede practicar la lectura en casi cualquier parte: en la cama, en un sillón, de pie mientras se es apretujado por el gentío del metro, en el piso, recostado sobre el césped de un parque, en el asiento de un autobús, mientras se espera a alguien, y por supuesto, también en las bibliotecas, aunque paradójicamente es uno de los lugares en los que casi nunca leo. Sin embargo, uno de los sitios más placenteros para leer, al menos para mí, es sin lugar a dudas el baño; es decir, mientras uno está sentado en los labios de un retrete, dando rienda suelta a las necesidades fisiológicas. Sé que esto no es nada nuevo. Yo mismo lo he mencionado cuando evoco la febril experiencia de mi primera lectura de Muerte sin fin. Pero de un tiempo para acá, he pensado más en ello a raíz de los libros que han estado en mis manos últimamente.
Me refiero a que no todos los libros pueden ser disfrutados en el retrete. Toda la serie de En busca del tiempo perdido, es uno de ellos. Según mi teoría, la falta de pausas, combinada con la extrema espesura de los textos de Proust, provoca que cuando uno tiene en sus manos un libro como ese, en un lugar de tiempos no fugaces, pero tampoco muy prolongados como lo es el baño, se pierdan a cada rato los hilos de los párrafos, y hay que releer dos y hasta tres veces lo mismo, hasta que uno reconoce por fin los terrenos por los que andaba. Y seguramente hay muchos más libros que podrían entrar en ese anaquel. Requieren de otros lugares para ser disfrutados. Por otro lado, los cuentos o las novelas con capítulos cortos resultan bastante adecuados si se toma en cuenta la relación lugar-tiempo que mencionaba antes. He tenido excelentes lecturas en el retrete con autores como Pavic, Calvino, Toscana o Coetzee, debido precisamente al tiempo. Y los poemas. ¡Ah, los poemas! Además de lo anterior, con ellos entramos al nivel acústico. ¡Qué sonoridad suelen tener los baños para leer en voz alta un buen poema, para dar una gama de entonaciones que acaso nada tengan que ver con la intención original del autor!
No me pasa de largo la inevitable asociación entre la lectura y la escatología, pero antes que llevarla a términos simbólicos, o peor aún: psicoanalíticos, prefiero pensar en ella como una especie de suma hedonista, en la que uno a veces puede obtener dos placeres en lugar de uno. Claro, siempre y cuando se tenga la sabiduría para elegir el libro adecuado.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Alegrías de cartón

En la recta final de El bandido se puede leer esta breve y abismal reflexión:

Era tan soso, tan aburrido mirar el propio sufrimiento; mirar el ajeno, en cambio, lo despertaba a uno. Aquellas dos habituales del restaurante, por ejemplo: qué miserables le parecían al bandido. Estaban siempre allí, como en busca de una pizca de felicidad. Sí, daban esa impresión. "A uno no debería notársele que es impaciente, que le exige a la vida y que está deseoso de algo en general", pensó él. "Es algo que causa mal efecto. Deberíamos parecer el mayor tiempo posible culquier cosa por la que nos puedan apreciar y tenernos simpatía. A quien se le ve que busca amor, no encuentra ni clemencia ni amor; se le pone en ridículo. Quien vive en paz interior, quien está completo, quien se ha reconciliado consigo mismo y con su existencia, quien da una impresión de equilibrio: he ahí quien merece el amor. Pero a los otros, a quienes parece faltarles alguna cosa, en lugar de darles un poco de placer, aun se les quita algo sin querer, así es la vida y no tiene visos de cambiar. Quien parezca satisfecho con lo que es y lo que tiene, tiene perspectivas de recibir aún algo más, pues tendemos a ser complacientes con él porque advertimos que sabe poseer [...]"[1]

Saber poseer. ¿Qué podría sonar más sencillo y al mismo tiempo ser tan endiabladamente difícil? Si se consigue, por los medios que sean, algo que no tiene la mayoría, por lo general es menester ostentarlo. Señores, tengo este "algo" que ustedes no tienen, y por tanto, no harían mal en pensar en mí como alguien que ha triunfado. Y lo mismo sucede con la felicidad. Quien la busca con avidez (como si fuera una obligación de la vida suministrárnosla) y no la consigue, suele poner en práctica sórdidas representaciones en las que siempre parece estar a punto de alcanzarla, y así lo cuentan a quien esté lo suficientemente cerca para oírlo. Haré esto y aquello, y seguramente seré feliz, y entonces, cuando te hagas una idea mental de mí, podrás envidiarme porque creerás que soy uno de los pocos escogidos que pudieron entrar al reino de los felices de cartón...
Pero quizá ya me estoy alejando de la idea central de Walser.
Siempre me pasa cuando pienso en la felicidad.

[1] Robert Walser, El bandido, Ediciones Siruela, Madrid, 2004, p. 119.

viernes, 17 de octubre de 2008

Una de espías



Entre las múltiples historias que hilvana el narrador de Encomio del tirano –esa suerte de amable embaucador, que también se autodefine como un juglar, o incluso, no sin sorna, como un escritor que ofrece historias "publicables" a su editor o tirano, tal como lo haría un buhonero– hay una que resulta especialmente exquisita: la historia de espías. De momento dejo de lado un par de motivos que me rondan a propósito de este libro de Manganelli, todo para que el amable lector se deje llevar por la sorda hipnosis de las palabras:

[...] Como editor, sé lo que quieres de mí: una historia de espías. Tengo en la cabeza una, muy confusa y extravagante. A mí me gusta, creo que podría divertirte. Aquí también empezamos por el problema del lugar; una ciudad industrial, supongo, de cierta aerodinámica eficacia tecnológica. Pienso en avenidas rectilíneas, ángulos rectos, jóvenes de miradas secas. Naturalmente, sentimentales. Ya no es el poeta que se enamora de la costurera; es el proyectista de astronaves; el inventor de la marcha atrás cometacompatible: un genio de las matemáticas. Una ciudad de laboratorios, y es una ciudad del poder; una capital, una metrópolis minúscula, de insondable supremacía. Esta ciudad está invadida por los espías y por los espías de los espías. Considerado en conjunto, una sinecura. Nadie puede moverse; nadie puede descubrir absolutamente nada. La capital está perfectamente protegida. Pero un día –me gustan estas desviaciones moralmente mediocres. Me parece como estar en el cine–. Un día –esta forma de afrontar un dilema decisivo no sólo es vulgar, es infantil; pero esta inocencia no carece de gracia–. Un día –claro, es inevitable que algo, sea lo que sea, suceda un día, y por lo tanto esta locución es en todo caso impropia o superflua; y además, el día incluye la noche, y por lo tanto si dijera la noche diría algo más sensato que al decir este bobo, irritante, indigno de mí, "un día"–. ¿Indigno de mí?, pues entonces digámoslo. Un día, he aquí que una puerta, movida por la corriente, se estremece, oscila, golpea. Es necesario saber que en esta ciudad existe el culto de las puertas y de las llaves. Todas las casas tienen puertas eficaces, todas las puertas tienen llaves pertinentes, todo el mundo cuando entra y sale cierra las puertas con llave. Es imposible, socialmente, moralmente imposible que una puerta oscile y golpee. Pero esa puerta lo está haciendo. La situación, extravagante e increíble, hace que acudan los coches de la policía antiespías. Empuñando las armas –éste es lenguaje de tebeo, pero ya te he advertido que yo no sé contar, esto es sólo un esbozo, una idea para tus relatadores editoriales. En resumen, que éstos entran en la casa; está vacía. Es decir, el fulano que vivía en ella ha desaparecido. Los guardias se acomodan en la habitación –digamos que la casa es una única habitación amplia, llena de maquinarias– y esperan. No regresa nadie. Al cabo de unos días, llegan los técnicos del espionaje, y se ponen a revolver. No tienen mucho qué revolver. En un cajón que no está cerrado con llave –eso también resulta extraordinario en aquella ciudad que profesa el culto por las llaves– hay una carpeta con unas cuantas decenas de hojas, dibujos y diagramas, mapas. En breve resulta claro lo siguiente: ese fulano que ha desaparecido sin cerrar la puerta ha descubierto todos, absolutamente todos los secretos de la capital, la ciudad de insondable supremacía. No sólo eso resulta sobrecogedor, sino que el espía, porque es obvio que de un espía se trata, y absolutamente fuera de lo común, no ha hecho nada para ocultar su condición; al contrario, ha dispuesto las cosas de manera tal que todos supieran que los secretos de la ciudad más poderosa del mundo habían sido descubiertos. Podemos pensar también que en una hojita, sobre una mesa, hay un número de teléfono subrayado. ¿De dónde? En la ciudad existe un número que corresponde. ¿Una lavandería? ¿Un perito forense? ¿Un exorcista fracasado? ¿Un burdel para científicos? Todas son historias que os coloco delante. Basta con tener algo de estilo, precisamente eso que a mí me falta. Los jerarcas de la ciudad son presa del pánico. No basta con que el espía lo haya descubierto todo; no se sabe a quién ha pasado los secretos. No se sabe a merced de quién está ahora la ciudad más poderosa del mundo pero lo cierto es que está a merced de alguien. Puede ser alcanzada en cualquier momento de forma irreparable. No tiene defensas ni puede atacar primero. ¿Quién tiene en sus manos los secretos? Aquí empieza, en mi opinión, la segunda parte de la historia. No faltan indicios, empezando por ese número de teléfono; personas que dicen despropósitos; un amigo del espía inhallable, el papel en el que están escritos los apuntes. Pero los indicios llevan hacia objetivos distintos, incompatibles, imposibles. Por ejemplo, una aldea de pastores. ¿Será posible que entre esos pastores aislados y analfabetos haya alguien que aspira a capturar la Ciudad? Febriles indagaciones sobre los habitantes de la aldea, en especial sobre un joven profesor de matemáticas. ¿Qué ha venido a hacer a esta aldea? Él contesta: el aire limpio. Se indaga en las otras ciudades, que podrían ser rivales, si bien no sea posible pensar en una ciudad rival. Los jerarcas de la ciudad sospechan los unos de otros. ¿Es que acaso alguien medita un golpe de Estado? Esta hipótesis podría consentir anotaciones fuertemente críticas acerca de la tecnología. Después, un golpe de efecto. Tal vez tenga que ver algo el número del perito forense. Los muertos. El espía ha pasado la información a los muertos. Los demonios, dado el exorcista fracasado. Indagación acerca del exorcista. ¿Cómo ha fracasado? ¿Quiénes son los demonios? La estructura ideológica de la ciudad comienza a resquebrajarse. Pongamos una cartomántica. No parece imposible que la información haya sido pasada a un imperio del pasado, digamos los Aqueménides, los Mongoles; y que la invasión esté lejana por pocos instantes, ya que incluso los siglos transcurridos están enteros en un segundo. ¿Y si fuera una potencia futura? Las hipótesis se acumulan, y la ciudad empieza a defenderse de todo: desentierra a los muertos y los quema, importa trenes de exorcistas, se dota de un calendario secreto y enigmático para desorientar a los atacantes del pasado y del futuro, se reconstruye en falso estilo antiguo, no tarda en caer en una forma de demencia de la jerarquía. La ciudad ya no tiene una idea de sí misma. Es supersticiosa, está invadida por los satanistas, hechiceros, nigromantes, gafes, especialistas en el mal de ojo, en darlo y quitarlo, acróbatas, cuentacuentos, humoristas, cinematografistas en busca de ideas, vagabundos, putas, matemáticos que no saben hacer divisiones con coma, inventores del movimiento perpetuo. Creo que esta parte sería divertida. ¿Cómo dices? Creo que una cosita de unas ciento cincuenta páginas, doscientas quizá. Con un plano de la ciudad. ¿Qué cómo acaba? Ya sabes que no me gustan las historias que acaban y no le gustan tampoco al Creador y no te gustan tampoco a ti. Podría ser que un día el espía regrese, y diga: ¿Qué me dais si os digo a quién le he pasado vuestros secretos? Los jerarcas quieren matarlo, pero no pueden matarlo: él es la única esperanza que les queda. Lo ves. Es una parábola sobre la exquisitez del espía. Helo ahí, el espía que sabe, la única persona en la ciudad más poderosa del mundo que sabe exactamente quién es más poderoso que la ciudad más poderosa del mundo. Es el traidor. Es intocable. Tal vez reduzca a cenizas la ciudad. Tal vez la salve. Nadie puede saberlo. Él sólo conoce el nombre de la Sombra que hace enloquecer a los poderosos. En mi opinión, una hermosísima historia. ¡Ah, el espía! [1]

[1] Giorgio Manganelli, Encomio del tirano, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 102-105.