martes, 14 de octubre de 2014

Libros que hacen llorar



Tranquilos. Con semejante título no pretendo hacer de este post una melodramática y sensible apología a las lágrimas. Tampoco aludir a esa extraña cualidad de depurar las almas que muchos terapeutas colocan entre sus mayores virtudes. Nada de eso. Sólo me pareció curioso que tras leer el episodio de Guerra de los Judíos en que el capitán Tito —luego de sitiar Jerusalén y ser testigo de cómo los judíos, estando en guerra contra los romanos, ponían a su propio pueblo al borde de la catástrofe al no reconocer al césar como amo y señor pese a la hambruna, el amontonadero de cadáveres en las calles de la ciudad santa, el canibalismo y los atropellos y asesinatos que los zelotes perpetraban contra su gente— levanta las manos y en una suerte de acto de contrición, manifiesta a los cielos que él no es el responsable de tanta maldad, muertes y destrucción (lo sé, relatado así parece cualquier episodio sin más trascendencia, sobre todo si pensamos que son hechos sucedidos hace casi dos mil años), en fin, me pareció curioso que de pronto las líneas del libro se distorsionaron como si estuvieran detrás de una cascada, y en la garganta un extraño nudo me dificultó el tránsito de saliva. ¿Qué demonios me estaba pasando?

No me avergüenzo de confesarlo: tuve que suspender la lectura y respirar hondo, pero en cuanto retomé el libro, las lágrimas siguieron fluyendo, amargas por lo relatado y dulces porque rara vez una historia me produce efectos semejantes. Por supuesto, no ha sido esa la única ocasión en que un libro me orilla a las lágrimas. De botepronto me viene a la mente Noches blancas, novelita de juventud de Dostoievski que, sin llegar al extremo tanto histórico como de mortandad de Guerra de los judíos —de hecho es más una cándida historia de amor— también me produjo un efecto que podríamos denominar como «ligeramente lacrimoso»; o, en un tono más épico y modernista, La noche de San Juan, de Mircea Eliade, novela con la que me derretí en lágrimas desconsoladas durante su buena media hora cuando terminaba de leerla; o incluso El maestro y Margarita, en el que Voland (o Satanás si se prefiere) otorga el inesperado regalo de la eternidad al escritor siempre ninguneado al lado de su amada Margarita... En fin, la lista, sin ser demasiado numerosa sí podría ser un poco amplia. Pero más allá de eso, me intriga el por qué un libro puede propiciar tal cantidad de melancolía. ¿Cuál es la combinación de elementos que pueden llevar a un lector común a una empatía con personajes no sólo históricos, sino también ficticios?

La pregunta anterior viene a cuento porque también he leído novelas que buscan eso precisamente, es decir, hacer todo lo posible para que el lector entre en estado lacrimoso; sin embargo, esa búsqueda cínica de un efecto emocional suele dar como resultado páginas poco afortunadas. Y es que, ¡es tan fácil caer en los dramones y el patetismo! Sobre todo si pensamos en la debilidad del ser humano por colocar encima de toda experiencia estética la que tiene que ver con lo trágico y lo terrible. Muchos escritores —en particular los principiantes—, empecinados en mostrar el «dolor de lo humano», lo que sea que eso signifique, acuden a los lugares comunes igual que las hormigas al azúcar. Y entonces, más que lágrimas preciosas e inefables, encontramos, en el mejor de los casos, sonrisas llenas de sarcasmo o, cosa más normal, muecas de desagrado en nuestros semblantes. La empatía fracasa de manera miserable y nos vemos como esa gente importunada por algún transeúnte que los abruma con supuestas desgracias familiares con tal de obtener una pequeña monedita, por más humilde que sea.

De esta manera podemos desechar a la anécdota como la sustancia principal para convertir a un lector común en un cuerpecillo tembloroso, con la sensibilidad a flor de piel, y además llegamos al quid de este post: la enorme dificultad de llevar a un lector a la empatía en una historia con elementos trágicos sin caer en el culebrón telenovelero. ¿Existirá una fórmula para evitar las trampas de lo ridículo? Si me permiten intentar responder a mi propia pregunta, creo que tanto así como que exista una fórmula, me parece más bien dudoso. Pero sospecho que todo tiene que ver con eso que alguno de ustedes tiene en la punta de la lengua desde hace rato: la forma; y, un elemento aún más importante, al menos para mí, el adecuado manejo del lenguaje. Esa es mi modesta hipótesis, buenas gentes, y para comprobarla prometo que en cuanto encuentre algún otro caso digno de ser mencionado, elaboraré aquí un nuevo post en el que me asombre por la maestría de determinado autor al convertirme en un ser plañidero. Y entonces veremos si la cuestión al fin se resolvió. Eso espero.