Mostrando las entradas con la etiqueta Coetzee. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Coetzee. Mostrar todas las entradas

miércoles, 28 de enero de 2009

Los reinos de porcelana

Es muy sabido que se puede practicar la lectura en casi cualquier parte: en la cama, en un sillón, de pie mientras se es apretujado por el gentío del metro, en el piso, recostado sobre el césped de un parque, en el asiento de un autobús, mientras se espera a alguien, y por supuesto, también en las bibliotecas, aunque paradójicamente es uno de los lugares en los que casi nunca leo. Sin embargo, uno de los sitios más placenteros para leer, al menos para mí, es sin lugar a dudas el baño; es decir, mientras uno está sentado en los labios de un retrete, dando rienda suelta a las necesidades fisiológicas. Sé que esto no es nada nuevo. Yo mismo lo he mencionado cuando evoco la febril experiencia de mi primera lectura de Muerte sin fin. Pero de un tiempo para acá, he pensado más en ello a raíz de los libros que han estado en mis manos últimamente.
Me refiero a que no todos los libros pueden ser disfrutados en el retrete. Toda la serie de En busca del tiempo perdido, es uno de ellos. Según mi teoría, la falta de pausas, combinada con la extrema espesura de los textos de Proust, provoca que cuando uno tiene en sus manos un libro como ese, en un lugar de tiempos no fugaces, pero tampoco muy prolongados como lo es el baño, se pierdan a cada rato los hilos de los párrafos, y hay que releer dos y hasta tres veces lo mismo, hasta que uno reconoce por fin los terrenos por los que andaba. Y seguramente hay muchos más libros que podrían entrar en ese anaquel. Requieren de otros lugares para ser disfrutados. Por otro lado, los cuentos o las novelas con capítulos cortos resultan bastante adecuados si se toma en cuenta la relación lugar-tiempo que mencionaba antes. He tenido excelentes lecturas en el retrete con autores como Pavic, Calvino, Toscana o Coetzee, debido precisamente al tiempo. Y los poemas. ¡Ah, los poemas! Además de lo anterior, con ellos entramos al nivel acústico. ¡Qué sonoridad suelen tener los baños para leer en voz alta un buen poema, para dar una gama de entonaciones que acaso nada tengan que ver con la intención original del autor!
No me pasa de largo la inevitable asociación entre la lectura y la escatología, pero antes que llevarla a términos simbólicos, o peor aún: psicoanalíticos, prefiero pensar en ella como una especie de suma hedonista, en la que uno a veces puede obtener dos placeres en lugar de uno. Claro, siempre y cuando se tenga la sabiduría para elegir el libro adecuado.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Estudiosos de la verdad



El poder tiene siempre a la mano innumerables (y justificables) métodos para indagar "la verdad". O al menos una verdad que pueda satisfacer sus propias expectativas. En Esperando a los bárbaros (Waiting for the barbarians), Coetzee pone en boca del viejo Magistrado de aquella remota frontera del imperio una serie de preguntas que retumbarán como tañidos de campana a lo largo de toda la novela, cuando cuestiona al coronel Joll acerca de la necesidad de la tortura como una especie de suero de la verdad:

¿Qué ocurre si el preso dice la verdad –le pregunto– pero nota que no le creen? ¿No es una situación terrible? Imagíneselo; estar dispuesto a confesar, no tener nada más que confesar, estár destrozado y sin embargo ser presionado para seguir confesando. ¡Qué responsabilidad para el que interroga! ¿Cómo puede usted saber cuándo un hombre le ha dicho la verdad?[1]

La responsabilidad de quien interroga. ¿Cuántas veces no se han sabido casos en los que cualquiera admite haber cometido todas las horrendas fechorías que se le imputan, sólo para dejar de sufrir? Recuero un chiste muy viejo que ilustra lo anterior de manera más bien agridulce: en algún lugar del planeta se convoca a policías de todo el mundo para que encuentren a un elefante perdido en la jungla con el fin de valorar sus aptitudes para la investigación. Así, a las pocas horas aparecen los representantes del FBI con un elefante africano, que camina majestuoso ante los jueces de la competencia; poco después, los representantes de Scotland Yard traen de la trompa a uno de los míticos elefantes blancos; y después de varios meses de espera, aparecen finalmente los policías judiciales mexicanos, pero arrastrando de las orejas a una liebre. Los jueces del certamen, asombrados y cariacontecidos, ni siquiera son capaces de pronunciar palabra ante el insólito hecho: la liebre sangra de la nariz, tiene un ojo oculto tras una hinchazón terrible, y en vez de lucir sus típicos dientes de liebre, grandes y blancos como ventanales, luce un hueco con algunos restos desportillados. El policía judicial mexicano que arrastra a la liebre se acerca a los jueces del certamen y con un rugido estremecedor le pregunta: "¿Qué eres, hija de puta?" La liebre, presa del terror grita en el acto: "¡Soy un elefante, soy un elefante!" Y de inmeadiato se echa a llorar...
Por supuesto, el Magistrado de la novela no escapa a las ilusiones que el imperio entrega a manos llenas. Él mismo, y este es uno de los momentos más lúcidos de la novela (la cual por fortuna no tiene pocos), sabe que es la cara que muestra el imperio en los tiempos de paz. Sabe que habría podido escapar al vendaval de acontecimientos que sobrevendrán si sólo se hubiera ido de caza un par de días. Es decir, huir para mantenerse apacible con sus propias mentiras, en vez de malhumorarse debido a que en el horizonte ya vislumbra algo que amenazará la deseada tranquilidad de su vejez. Y por motivos asaz pueriles, el propio Magistrado degustará una larga serie de humillaciones y torturas que lo harán comprender el significado de saberse preso en su propio cuerpo.
Es cierto, una vez pasado el infierno habrá una mediocre reivindicación; pero al final, después de tanto sufrimiento gratuito (visto y experimentado), intuye, con lúgubre precisión, que en realidad todos los habitantes de aquella frontera perdida en el desierto sucumbirán ante las mentiras del imperio sin haber sido capaces de aprender nada.
Tal como sucede con los niños de pecho.

[1] J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros, Editorial Alfaguara, Traducción de Concha Manella y Luis Martínez Victorio, México, 1992. p. 15.