viernes, 26 de marzo de 2010

Demonios cotidianos

Hace unos meses releí, después de muchos años, el pequeño relato “El demonio de la perversidad”, de Edgar Allan Poe, en la traducción de Julio Cortázar. En la primera lectura tenía menos de dieciocho años, estaba descubriendo apenas, tardíamente, el mundo de los libros y buscaba por sobre todas las cosas lecturas dañadas, aunque si alguien me hubiera preguntado acerca del significado de esa palabra, no habría podido explicarlo más que por alusiones inconexas: algo como Kafka, como Quiroga, o ya de perdida como Lovecraft. Por supuesto, en ese entonces me pareció un relato insulso, aburrido inclusive con esa rara particularidad de ser un cuento ensayístico en el que se describe una fascinación por la propia perdición, algo que además experimentan otros personajes del mismo Poe. Y si además agrego que no tenía nada de demoniaco como el título lo sugería, sino sólo una perorata explicativa…, en fin, la clase de cosas que algunos pensamos a esa edad.

El tiempo, las vivencias y un sinfín de pequeñas y grandes casualidades me llevaron nuevamente a ese relato, y lo curioso es que ahora alumbró descarnadamente diversos episodios de mi vida en los que he sido traicionado por mi propio pensamiento, en ocasiones para bien, casi siempre para mal. ¿Cuántas veces ese “actuar de cierto modo por la razón de que no deberíamos actuar” me ha llevado a situaciones incómodas? Tras el repaso nocturno de muchas de ellas, llego a la conclusión de que algo dentro de mí hizo que se me desatara la lengua o que reaccionara de un modo ya fuera indolente o agresivo, lo que al final de cuentas me resultaría contraproducente.

Gracias a Poe, ahora imagino ese impulso irracional como un demonio, y no puedo dejar de verlo sentado a horcajadas en mi hombro, acaso riendo de buena gana con mis estupideces o chillándome en la oreja de forma desabrida cuando voy a hacer algo de lo que después me arrepentiré. Aconsejándome a su manera, digamos. Sin embargo, lo que Poe no dice nunca es si existe una forma de liberarse de ese pequeño e indeseado ser, esa presencia sempiterna que acude con las mismas ganas tanto a las experiencias triviales como a las asombrosas o incluso a las inconfesables. ¿O acaso estoy condenado a verlo por siempre cerca de mí como un instigador, o peor aún: como un sardónico testigo de mi propia vida?

De sólo pensarlo, me dan unas ganas terribles de actuar impulsivamente…


* Imagen: detalle de El jardín de las delicias (1504), de Hieronymus Bosch (El Bosco).

martes, 9 de marzo de 2010

Los pasos son peces en aguas nuevas (II)


La fatiga apenas deja tiempo para el cultivo del amor:

tras diversos cristales

mis dedos tardos se entierran

en el fluido oscuro de tu pelo,

como tanteando un río que corre hacia la noche;

me reciben tus labios de veneno, tus senos,

y me asfixio dulcemente al inhalarte.

Y entonces enloquezco: te cubro de aliento,

te muerdo, te oprimo, te agobio,

te obligo a mirar tu angustia

en las aguas no siempre límpidas de los espejos.

Y después quedamos tendidos,

enredados de cualquier forma,

como marionetas abandonadas en la oscuridad

de un viejo teatro,

hasta que la luz transparente fractura

la glacial monotonía del reloj:

la hora de arrojar los pasos hacia el polvo del camino.