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martes, 1 de junio de 2010

De los escritores medianos


En Diario de Moscú, escrito entre 1926 y 1927, Walter Benjamin hace una curiosa reflexión acerca de la "necesaria existencia" de los autores medianos como una especie de barandal en el cual nos podemos afianzar frente al incesante brillo que emiten las Obras Maestras. Su misión consiste en reflejar el contexto y la común forma de pensar de una época, antes que provocar desvíos hacia los inefables territorios de la intuición o el desconcierto.

Y asimismo, Benjamin apunta hacia el éxito inmediato como algo fundamental para la existencia del escritor mediano o secundario, ya que la influencia de los grandes no se podría medir con algo tan efímero como el éxito presente. Su influjo es sencillamente histórico y sólo se puede observar “a través de la lente de los siglos”. Ahora bien, 6 ó 7 años más tarde, en Ferdydurke, Gombrowicz da su propia opinión acerca de los escritores “medianos”, pero contrariamente a Benjamin, no les concede el amparo del contexto de una época, sino que les propina una paliza metafísica, la cual transcribo no sin un escalofrío:

¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo y gran repudio? El primer y despiadado repudio se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudio se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudio y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del Arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí empieza ya la completa orfandad. Esto ocasiona que el secundario se convierta en objeto de una burla general, bajo el fuego graneado del repudio. En verdad, qué se puede esperar de un hombre repudiado tres veces y cada vez con más oprobio? ¿Acaso un hombre así acabado no debería desaparecer, esconderse en alguna parte para que no se le viera? ¿Acaso la insuficiencia, desfilante en pleno día, ansiosa de honores, no debe provocar hipo al universo?

Después de esto no culparía a aquellos valientes que decidan optar por los anchos caminos de la "vida productiva", antes que seguir poniendo en riesgo la frágil salud del universo. En algún momento yo mismo estuve a punto de cerrar los ojos y arrojarme de una vez a los menesteres de la realidad. Sin embargo, me doy cuenta que para ciertas cosas soy de una terquedad inaudita...

viernes, 16 de enero de 2009

De las cosas que se van


No siempre he vivido en un tercer piso. Por muchos años mi hogar estuvo compuesto por una casa de dos plantas, muy alejada no sólo del habitual tráfico citadino, sino también de las rutas de las aerolíneas comerciales. Los aviones eran en ese entonces ráfagas envueltas por remotos gruñidos que apenas jalaban un poco la atención de algún transeúnte que, por error o distracción, resbalara la mirada por el cielo.
Todo cambió en cuanto me mudé con ella a un departamento situado en la planta baja de un edificio pequeño, el cual, para nuestra mala suerte, estaba colocado justo por debajo de las rutas de los aviones que se preparaban para aterrizar en el aeropuerto internacional de la ciudad, a menos de 10 km de distancia. ¿Que cómo sé que el departamento estaba justo por debajo de dichas rutas? Muy sencillo: minutos cerca de ese instante que se suele llamar "mediodía" se podía sentir, como si fuera una manta, la fugaz sombra de los aviones que efectuaban la misma maniobra una y otra vez, sin importar su lugar de origen, ese giro necesario para encontrar de frente las pistas del aeropuerto.
Sin embargo, no era eso lo que más llamaba la atención del paso de los aviones, sino el implacable rugido que arrojaban sus turbinas a varios kilómetros a la redonda. Un rugido como de animal que reclama su territorio, el cual resultaba imposible de acallar con ningún instrumento de uso doméstico: televisión, aspiradora, licuadora, ni siquiera el equipo de sonido, que varias veces temblaba con guitarrazos de los Pixies o Sonic Youth; ninguno de ellos era capaz de opacar el atroz bramido de los aviones.
Y durante esos pequeños lapsos de tiempo podía pasar de todo: nos perdíamos el diálogo fundamental de una película, se interrumpía una conversación que después pasaba a otro cauce, nos olvidábamos de lo que estábamos pensando y de pronto nos veíamos, yo por ejemplo, colocando la tabla para picar cebolla encima de una almohada; y varias veces ocurrió que se llevó consigo, y con la misma facilidad, momentos agradables y desagradables.
Eso ha cambiado un poco en este último departamento, ubicado ahora en el tercer piso. Ya no estamos justo bajo la sombra de los aviones y el ruido no resulta tan atronador como antes. Pero de vez en cuando, aparecen algunos que braman con un vigor inesperado, y entonces hay cosas que vuelven para llevarse las mismas de antes: otra vez se interrumpen las conversaciones, se vuelve inaudible la mejor parte de una película, o uno ya no sabe qué es lo que iba a hacer o a decir, o si estaba a mitad de la risa o de las lágrimas.
¿Y qué más se estarán llevando? La verdad es que en este momento ya me es imposible recordarlo.