viernes, 17 de agosto de 2012

Victoria pírrica

Soy un fanático del aire nocturno. Al salir de la oficina, suelo apresurarme para llegar a casa lo más rápido posible y mudar mis atavíos laborales por prendas con las que pueda hacer algo de ejercicio al aire libre. Pero no hay que confundirse: más que un atleta, soy apenas un tipo que pasa demasiadas horas sentado sobre su propio culo frente a una pantalla de computadora y que por ello mismo busca mantener exiliadas, en la medida de lo posible, las innumerables dolencias que provienen de una vida sedentaria. Por eso sería bueno aclarar que a la hora de correr, por ejemplo, no soy el más rápido, ni el que aguanta más, y mucho menos el que hace los movimientos más gráciles.

Si en una de esas noches resulta que me sorprende la lluvia, disfruto mucho sentir el picoteo del agua en el rostro, el viento húmedo, saltar los charcos en los que se reflejan las luces de los faroles (lo cual me da la posibilidad de creer que estoy en una aventura peligrosa del tipo Indiana Jones), y el olor de la tierra mojada… bueno, creo que no es necesario mencionar la frase común que todos conocemos al respecto. Además, seguro que más de uno ya entendió lo que quiero decir.

Y sin embargo, no todo es una costumbre idílica. Cuando voy a correr, cada tanto surgen retos de esos que nos hacen conocer nuestros alcances físicos. De pronto me ha sucedido que algún tipo hace bufidos o movimientos jactanciosos, y entonces, en cuanto me rebasa –es algo que no puedo controlar–,  comienzo a seguirlo a una distancia en la que pueda sentir mi presencia detrás suyo como una sombra desagradable que casi le respira en la nuca. Si es un verdadero atleta, no tardará en dejarme atrás sin ningún problema; pero si es apenas un fanfarrón, aquello se convertirá en una muda corretiza entre dos especímenes oficinescos que tratarán de averiguar quién es más inhábil que el otro.

Así me sucedió aquella noche. Iba en la tercera vuelta de las ocho que suelo dar en un conocido parque de la colonia Del Valle, cuando un tipo empezó a retar tácitamente a todos los corredores que pasaban a su lado. Lo que me fastidió en seguida fue la manera burlona en que resoplaba al rebasar a todos aquellos que seguían trabajosamente su rutina con ese aire de mártires que se dirigen al cadalso. A mí me hizo lo mismo, y yo también hice como si no hubiera notado su impertinencia, pero en la última vuelta de mi rutina lo alcancé, aunque me quedé a una distancia de unos cinco metros detrás suyo.

En la recta final de la última vuelta suelo hacer un sprint de unos 150 metros aproximadamente. Así que comencé a acelerar, y él, tal como lo esperaba, lo tomó como un reto. En un principio íbamos parejos, mas en seguida aceleró hasta adelantarme por un par de metros. Lo que él no esperaba es que yo no bajaría el ritmo en ningún momento, con lo que su ventaja disminuyó casi en seguida apenas cruzamos la mitad de la recta. Hacía muchos, muchos años que no corría de esa forma tan desenfrenada, pero me sentía bien, fuerte, incluso hermoso, como un guepardo correteando por la estepa. Entonces él puso su último esfuerzo, aunque en vano: comenzó a dar zancadas descompuestas, sin ritmo, hasta que finalmente se detuvo a boquear como pez fuera del agua, con las manos en las rodillas, ahora sí con bufidos sinceros, sin asomo de fanfarronería. Algo dijo, aunque ya no lo escuché, pues yo seguí a mi paso hasta el final de la recta, a la que arribé con el halo de gloria que suele rodear a los vencedores: el fanfarrón abandonó el reto cuando aún quedaba más de un tercio de la distancia por recorrer. No obstante, cuando aflojé el ritmo y me tocó el turno de jadear como un moribundo, aún con la satisfacción de haberle dado su merecido, desde un lugar remoto de mi pantorrilla derecha comenzaron los primeros temblorcillos de un calambre. Y aunque me senté sus buenos diez minutos en una banca del parque, el calambre no se fue, sino todo lo contrario: estaba ahí, acechando el menor movimiento que me dispusiera a hacer. No voy a relatar aquí la agonía que significó el regreso a mi departamento, ni tampoco el ridículo episodio con el semáforo cuando traté de cruzar una avenida muy transitada; baste con decir que los diez minutos que hago normalmente, se convirtieron en más de media hora de intenso sufrimiento cada vez que daba un paso.

Nada de eso me importaba en aquel momento. Le había arrancado una victoria (por pírrica que fuera) a este mundo tan plagado de injusticias y eso me tenía satisfecho. Gracias a eso, buenas gentes, aquella noche conseguí dormir el sueño de los justos. Y a final de cuentas, eso es lo único que de verdad importa, ¿o no?

viernes, 3 de agosto de 2012

De las separaciones

Ah, las separaciones. Tan indeseables como inevitables. Tan llenas de oscuridad y desesperanza cuando se imaginan, pero también tan necesarias en los momentos álgidos o tormentosos. Las separaciones suelen servir para efectuar exámenes de fragmentos o de la totalidad de una vida. Pero son mal vistas, incluso se les mira de soslayo, como si no debieran existir, o como si fueran una especie de error de la naturaleza, cuando en realidad son indispensables para la «evolución» en todas las acepciones posibles de la palabra. Unirse y separarse son los dos rostros del mismo movimiento primigenio. Y entonces, ¿por qué uno de ellos carga con el estigma de lo indeseable? ¿Por qué algunos se estremecen cuando se habla de la separación como un paso necesario, si es que en verdad se quiere seguir adelante? Sencillo: porque muchos ven a la separación como algo enteramente negativo, como una especie de producto exclusivo de la traición. Pero no seamos dramáticos: la separación nos acompaña desde el momento mismo de nuestro nacimiento, cuando nos separamos de la comodidad inconsciente de nuestro diminuto océano amniótico y entramos a un mundo extraño que, sí, señores, estará lleno de separaciones dolorosas en mayor o menor medida. Por eso el miedo a las separaciones tiene mucho de estéril e incluso de infantil, por lo inevitable de su esencia, me refiero. Y si no me creen, hagan el siguiente ejercicio mental: imaginen un barco lleno de oro que de pronto comienza a hundirse por el peso del precioso metal. ¿Qué sucederá si el capitán se resiste a separarse de semejante tesoro…? O quizás un ejemplo más cercano: imaginen que nunca padecieron una separación, la que ustedes prefieran, e imaginen también hacia dónde habría llegado ese «algo» que nunca se separó de ustedes. O mejor ustedes mismos, ¿a dónde habrían podido llegar si nunca hubieran experimentado esa separación que tanto les dolió? Exacto: a ninguna parte. Lo mismo que el agua cuando se estanca, comenzarían a desarrollar elementos nocivos, putrefactos, insalubres, con lo cual sus vidas se volverían espesas y malsanas como un pantano. La separación intercambia un bien perecedero y fugaz por un dolor, intenso muchas veces, pero igualmente perecedero y fugaz. Pero, cosa que no muchos ven, el dolor se irá tarde o temprano y se convertirá en tierra fértil para nuevos episodios buenos, malos e insustanciales, para seguir avanzando hacia las nuevas experiencias que nos esperan a la vuelta de la esquina. Y bueno, uno nunca sabe si lo que sobrevendrá era precisamente eso que tanto esperábamos o aquello que, sin saberlo, habrá de constituir nuestro futuro. Y es que, al parecer, así funciona la existencia. O eso dicen.