martes, 27 de noviembre de 2012

Desasosiegos


Página 392 del Libro del desasosiego. Doy de bruces con esto: “He llegado a ese punto en el que el tedio es ya una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo”. Siento como si una gota de agua helada me corriera por la espina. Más que una idea es una sensación. Lo mismo sentiría si alguien me hubiera visto en algún momento sumamente secreto, de esos que no quieres que cualquiera contemple. Si la vemos con calma, es una frase pequeña, menos de dos renglones en la edición que tengo. Pero al mismo tiempo podría ser una terrible patada en la tibia. Curioso: los poemas de Pessoa no son para mí tan definitivos. A veces incluso me da la impresión de que pecan de un exceso de melodía, como esas cancionsillas que se escuchan al azar y que sin embargo se pegan al pensamiento durante un buen rato, hasta el hartazgo. Pero el Libro del desasosiego es algo distinto, de una incandescencia salvaje, denso como puré, a pesar de ser una compilación de textos hasta cierto punto breves e inconexos. Según mi modo de ver, sería una locura querer leerlo desde el inicio hasta el final de un solo jalón. Es posible que eso causara una especie de indigestión mental. Por eso lo dejo reposando pacientemente en el librero, hasta que un buen día, sin importar la hora, lo cojo y lo abro al azar, como si fuera una bola de cristal o una tirada de cartas. Entonces leo uno o dos fragmentos –los primeros que se me atraviesan en la mirada– y de inmediato lo cierro. Raras veces ha dejado de sorprenderme. Por lo general quedo algunos instantes perturbado y receloso: ¿sería posible que un libro pudiera albergar secretos que lo «atañen a uno» de forma tan personal? Es algo que, de dejarlo crecer, seguramente engendraría insondables obsesiones. Tal vez por eso lo cierro de inmediato. Como si temiera adelantarme en cosas que aún no debería descubrir, o bien, como si pudiera aventurarme a leer mis propios pasos creyendo que se tratan de los de alguien más… Y eso, señoras y señores, además de grotesco, sería sin duda espeluznante.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leer la mente



Desde niño he fantaseado con escuchar el pensamiento de los demás. ¿Cuántas cosas sorprendentes podrían albergar las mentes ajenas? Seguramente muchos secretos inconfesables, juegos de palabras casi siempre idiotas, sueños tan inverosímiles como desesperados, divagaciones que desembocarían en ningún lado o juegos que responderían a realidades más bien improbables. Así es: la absurda creencia de que todos tienen mentes como la mía. El prurito de saber “exactamente” lo que piensa alguien cercano a mí, siempre me ha llevado a fantasear hasta extremos inconcebibles, sobre todo desde que tengo esa manía de adjudicar posibles diálogos que sólo existen, al menos eso espero, en mi cabeza.

Esas fantasías perduran aún hoy, aunque con un agregado: creo poseer la capacidad de extraer hipotéticos pensamientos a partir de detalles quizás insignificantes, como la disposición de las arrugas u otros rasgos faciales en un rostro cualquiera. Si el sujeto de estudio tiene una serie de renglones extendidos y perfectamente delineados a lo largo de la frente, de inmediato veo frases o interjecciones que nacen del asombro; si por el contrario, la frente es atravesada verticalmente por un par de vigorosas arrugas, de inmediato apuesto a que de allí sólo podrán brotar pensamientos severos, nacidos ya sea de la ira o de una seriedad acartonada, refugio, por lo general, de profundidades tenebrosas; y si acaso adicionamos a ese par de arrugas verticales unas cejas con un cierto aire de desamparo, lo más probable es que estemos ante un libertino subyugado por intensas y vergonzosas aficiones.

Los pensamientos de alguien que me mira fijamente suelen ir muchas veces en direcciones distintas a las que toman las palabras. Merced a una mirada más o menos torva, uno puede ser capaz de quitarles verosimilitud a palabras pronunciadas con suavidad o cortesía. Incluso, si se es aventurado, podría uno atreverse a asegurar que los pensamientos de dicha persona van en una dirección totalmente opuesta, llena de sordidez y bellaquería, o por lo menos de corrompida oscuridad.

A veces, tal vez de una forma un tanto paranoica, me pongo a mirarme en el espejo, mas no para constatar una vanidad que sería risible en mí, sino para comprobar que mis palabras no exhibirán con tanta facilidad su doble o triple fondo, lo cual sería fatal dependiendo del contexto. Entonces trato de convertirme –por desgracia con poco éxito– en un maestro del disfraz verbal, una suerte de mago que, mediante las cercas espinosas de las palabras disfrazadas, impide al prójimo atisbar en los territorios más íntimos de mis pensamientos.

Al final, si dejamos de lado la interminable cadena de elucubraciones que me nacen cada vez que veo los rasgos de alguien, puedo afirmar que «leer» la mente de los demás me ha hecho una mejor persona. Bueno, en realidad no. Incluso quizás todo lo contrario. Pero mejor dejémoslo allí, no vaya a ser que comiencen a emerger desvaríos. Ya saben: de esos que después te persiguen en los momentos más inesperados…