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lunes, 7 de octubre de 2013

"Parábola del trueque", relato de Juan José Arreola


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.

No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

—¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

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Imagen: Eduard Ansen-Hofmann, En el mercado de esclavos (Am Sklavenmarkt)

martes, 22 de enero de 2013

Ideales del sexo


Supongo que a todos nos pasa. Durante la adolescencia, de inmediato nos llama la atención cualquier historia, imagen, contacto, entre otras cosas, que contenga alusiones directas o indirectas al sexo. Una especie de cosquilleo voluptuoso nos hace hinchar las narices y tragar saliva apresuradamente. «Ya tendré oportunidad de hacerlo», pareciera que queremos decir cuando algo deslumbra nuestra imaginación. Y una vez que nos ocurre esa experiencia que de golpe nos deposita en el camino de  la vida adulta, de inmediato queremos inspeccionar las posibilidades que ofrecen los cuerpos, por más que desde la antigüedad se haya visto que son más bien poco numerosas.

Por supuesto, con lo anterior me refiero a la mirada masculina. O quizás sea mejor decir: a mi propia mirada. La perspectiva femenina acerca del sexo ha sido poco explorada, y no podemos confiarnos a artículos de revistas titulados “Las cinco cosas que más les gustan a ellas en el sexo” y cosas similares. Me refiero a que no solemos escuchar cómo vive en realidad una mujer su sexualidad. ¿Padece acaso las mismas ansiedades que un hombre, los mismos anhelos, los mismos miedos? No me refiero a esas cosas que de tanto leerlas y oírlas son ya un lugar común, sino a lo que sucede en ellas durante los ritos del sexo, cosas que no se pueden comprender si todo el tiempo leemos adjetivos empalagosos o terribles.

Quizás por ello causó tanta polémica y asombro la publicación de La vida sexual de Catherine M. (2001), escrito por la respetada crítica de arte Catherine Millet, quien se pone a contar con la minuciosidad de quien pinta en granos de arroz los más sórdidos detalles de su vida sexual. Y sin embargo, hay algo raro con eso. Sobre todo porque sus experiencias poco o nada tienen que ver con las de una mujer «normal». No soy un tipo moralista ni nada semejante, pero dudo mucho que entre las féminas que podemos ver por la calle en un día cualquiera, haya muchas que en una sola noche se pongan a fornicar (usando sus tres cavidades hasta la extenuación) con cincuenta o más hombres de los que no podrán recordar el rostro, aunque sí el más ínfimo detalle del miembro. El libro pierde su misterio desde la página 1 y entonces se vuelve una suerte de catálogo que todo el tiempo relata sólo eso: episodios de cogidas estrepitosas, multitudinarias, exhibicionistas, amistosas, callejeras, elegantes, ambiguas, instructivas, para pasar el tiempo, al subir la montaña, en el parque… en fin, las repetitivas aventuras de una libertina que busca épater la bourgeoisie a toda costa.

Millet se somete a todo sin hacer preguntas, en cualquier lugar, incluso en los momentos menos oportunos (cuando padece migraña o bochornosos problemas estomacales), lo que nos deja instantáneas monótonamente pornográficas, aderezadas a veces por la escatología. Y pese al tono un tanto filosófico que se trenza con el lenguaje de las «jodiendas», nunca responde a cosas como, digamos, cuál es la misteriosa mecánica del deseo femenino que explica que lo que ayer le gustó hoy la deje indiferente, o qué sucede cuando un hombre pide cosas que ella nunca había hecho, o que quizás detesta, o que acaso anhela secretamente, o explicar quizás los tics nerviosos que acometen a algunas cuando ven, sienten, o están demasiado cerca de «ese algo» que las podría incendiar si tan sólo escucharan las palabras adecuadas.

Para acabar pronto, el libro terminó siendo como uno de esos videos baratos que se pueden comprar en las zonas más taimadas de la ciudad. Ah, y demasiados bostezos.


@elReyMono

viernes, 29 de junio de 2012

Amor de hule




Amor de hule

La escuadra navega hacia Hawai, en orden de batalla. Fred Atkinson, segundo maquinista, y Joe Tuddy, el nostramo negro, se encuentran frente al armario de las muñecas, en el tercer puente de estribor de la nave almirante. Abren juntos los batientes: una sola muñeca en todo ese espacio: reluciente, risueña, desnuda, silenciosa como el amor.

Momento de tremendo pasmo.

Que el comandante conserve para sí la muñeca más bella, no se discute: es el comandante. Que una decena de muñecas muy selectas estén a exclusiva disposición de los oficiales, ni hablar. Pero sólo doce muñecas, y no de primera clase, ¡fíjense nada más! Sólo doce muñecas para los trescientos hombres de la tripulación, tres de ellas descompuestas y algunas ya viejas e inservibles, tras veinte días de navegación, en pleno verano y en el paralelo ecuatorial, lo hace a uno pensar en una sórdida voluntad de economía en los mandos supremos, en un escaso conocimiento de las necesidades fisiológicas del hombre, o en un premeditado fin de fomentar riñas y amotinamientos.

Atkinson fue el primero en amarrarla. El negro, fulmíneo, le detuvo el brazo. Su mano derecha se alzó y quedo suspendida sobre la cabeza del maquinista: empuñaba un cuchillo. Pero el negro, quién sabe por qué, cambió de idea. El arma no se abatió sobre el adversario, sino sobre la muñeca de hule, que, abierta en canal, cayó en dos pedazos a los pies de los litigantes.

Atkinson y Tuddy, como idiotizados, sin aliento, se le quedaron viendo a la asesinada.

El tajo negro, preciso, había dejado al descubierto las complicadas tuberías que proporcionaban la tibieza humana en aquel cuerpo insensible, pero procaz.

Dos gruesas lágrimas, como huevos de cristal, asomaron en los ojos del negro; otra resbalaron por las mejillas tiznadas del maquinista. Desesperados sollozos resonaron entre las paredes de acero. Se abrazaron frenéticos, se besaron, se mordieron, aullaron como hienas fustigadas.

Y  la sangre humana manchó a la mujer de goma.

La escuadra se detiene, espumante, en medio del océano rutilante de sol.

Abajo, en los sollados de la enfermería los dos culpables gimen como perros, se retuercen bajo las correas que los sujetan a las literas de hierro.

Cuatro hombres, los más distinguidos de la tripulación, transportan en el puente a la muñeca asesinada, y entre las salvas de los cañones y el saludo de las banderas la sepultan lentamente en el mar.

En ese mismo instante emerge galopando un caballo negro; se vuelca, y en medio del blanco de la gola aparece el enorme agujero de la boca dentada en forma de serrucho.

Pero antes de que el monstruo engulla a la trágica protagonista de ese drama de amor, para llevársela al silencio espectral de las grandes florestas submarinas, ella tiene tiempo de dirigir una mirada postrera a las naves, al océano, al cielo, con sus ojos brillantes y fijos, que no se cierran nunca, ni para dormir ni para morir.

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Alberto Savinio, "Amor de hule" en Aquiles enamorado, Sexto Piso, México, 2004.
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lunes, 22 de noviembre de 2010

Virtudes invaluables


Entre las muchas aventuras y descripciones que pueblan El libro de las maravillas, de Marco Polo, una de las más curiosas que se pueden encontrar es cuando habla de la región del Tíbet (aunque los comentadores aseguran que se refiere más específicamente a la región de Szechwán, asolada por Mongu Kaán en 1258), en particular de una costumbre que se practicaba entre las mujeres casaderas. La virtud que allí se ensalza no sería fácilmente admitida ni siquiera hoy en nuestras regiones, aun cuando quizá traería inefables beneficios para algunas parejas. He aquí el fragmento:

«[…] Tened por cierto que, en este país por nada del mundo tomaría un hombre por mujer a una doncella, diciendo que no vale nada si no está acostumbrada a acostarse con muchos hombres. Y de una mujer o muchacha que aún no ha sido conocida por ningún hombre dicen que está mal vista por los dioses; por eso los hombres no se preocupan de ella y la evitan, mientras que las que están bien vistas por sus ídolos, los hombres las desean y las aman. Y vais a ver cómo se casan. Cuando gentes que llegan de alguna otra región del país pasan por esta comarca, y han plantado su tienda junto a un caserío o una aldea o algún otro lugar habitado, porque no se atreverían a alojarse entre los habitantes, pues les desagrada, entonces las ancianas de la población o del caserío que tienen hijas por casar las llevan, y a veces son veinte o treinta o cuarenta; las proponen a los hombres a cuál mejor, suplicándoles que tomen a su hija y se la queden durante todo el tiempo que permanezcan allí. Y se las dan a esos hombres para que hagan con ellas lo que quieran y se acuesten con ellas. Y son las mujeres jóvenes las que más éxito tienen; los extranjeros las elijen y se divierten con ellas y las conservan todo el tiempo que quieren; y las demás se vuelven a casa muy apesadumbradas. Pero no podrían llevarse a ninguna a su país, ni hacia delante ni hacia atrás.

Y cuando los hombres han hecho lo que les ha dado la gana con ellas, y quieren proseguir camino, suelen dar alguna cosa, una joya, un anillo, una medalla, a las muchachas con quienes se han divertido; porque así, cuando se casen, podrán presentar la prueba de que han sido amadas y han tenido amantes. Por eso, es costumbre que cada doncella lleve al cuello más de veinte baratijas o medallas, para mostrar que muchos amantes y hombres han tenido que ver con ella. Cuando una niñita ha conseguido una medalla se la cuelga al cuello y va toda contenta con su regalo; sus padres la reciben con alegría y honor, y es muy feliz la que ha recibido más presentes del mayor número de extranjeros. A ésta la tienen en gran estima y la desposan de buen grado, diciendo que es más que las demás en el amor de los dioses. No podrían ofrecer a su esposo dote más rica que todos estos presentes recibidos de los viajeros; no las estimarían nada, al contrario, despreciarían a las que no pudieran mostrar sus veinte medallas probando que han estado con veinte viajeros. A la celebración de las nupcias, presentan a cada uno sus medallas y regalos. Por lo que se refiere a la que queda encinta, el hijo es educado por el que se casa con ella, y hereda en la casa lo mismo que todos los demás nacidos luego. Pero, atención, una vez que han tomado una mujer de esta forma, la estiman mucho y les parecería abominable que uno de ellos se permitiera tocar a la mujer de otro, y todos se abstienen con muchísimo cuidado de ello.» [1]

Marco Polo, Libro de las maravillas, Ediciones B, S. A. Barcelona, 1997, pp. 282-284

lunes, 21 de junio de 2010

Inocentes palabras

No puedo evitarlo. Cuando empiezo a hablar de escritores, siempre adquiero una figura corporal que, aunada a un tiple un tanto gangoso, suele sacar de quicio a más de uno. En aquella ocasión, charlando con esta mujer bellísima, chillaba yo con voluptuosidad acerca de La Cultura, El Estilo, La Forma, El Lenguaje, y pronto los grandes nombres comenzaron a salir de mi boca en ráfagas que descomponían ligeramente su exquisito peinado: Tolstoi, Joyce, Camus, Cortázar, Paz…

Sin embargo, después de sorber con un ruidillo burbujeante mi taza de té, que para mi mala fortuna aún no tenía una temperatura bebible, la conversación recayó en Borges, con lo que todo pareció adquirir un aire sagrado en la cafetería. Me sentí, por decirlo así, en mi hábitat, como si estuviera destinado a oficiar una fastuosa misa: celebré lo inaprensible de su prosa, sus giros inesperados, la minuciosa búsqueda de las palabras, las indispensables referencias, y me entusiasmé tanto, que no dudé en lanzar abundantes loas a su “majestuosa envergadura”. Ella permaneció boquiabierta, embelesada, con unos ojos en los que de seguro se asomaban los secretos más profundos de los mares. Mas en cuanto hice la pausa para sorber nuevamente de mi té, después de que las últimas dos palabras quedaran resonando en el ambiente por algunos segundos, de pronto su semblante cambió: se sobresaltó y me observó con una especie de ofendida curiosidad, enseguida palideció y un segundo después estaba tan roja como las luces típicas de los lugares prohibidos. Antes de que pudiera seguir con mi panegírico, su palma ya se había estrellado en mi mejilla con un ruido como el que producen ciertas pistolas antiguas. A manera de limosna me dejó los restos de su perfume y un dramático “¡Cómo te atreves, el pobre…!” y de inmediato se alejó, llevándose con ella sus magníficas piernas.

Yo me quedé allí, por supuesto, sentado sobre mi culo como si nada hubiera ocurrido, dando vueltas con una cucharita al verdoso líquido que humeaba en mi taza y pensando en mil locuras que nada tenían que ver con el lugar en el que estaba. Un mecanismo de autodefensa, supongo. Por lo demás, a lo largo del par de horas que di vueltas con la cucharita a las diversas tazas que me llevó un camarero cada vez más enfurruñado, me fui convenciendo de que las palabras, aun aquellas que parecen más inocentes, en todo momento son acechadas por el sonriente demonio del malentendido.

lunes, 15 de febrero de 2010

Una tarde

13 de diciembre de 2003. Seguimos en Florencia. Estoy recostado bocabajo en la gran cama doble de nuestra habitación. Es uno de los pocos días soleados que nos han tocado en esta ciudad. Los postigos están abiertos de par en par, dejando ver al sol justo en medio de la ventana, aunque detrás de un tenue velo de nubes. El día es bello, cierto, pero me siento oscuro, lúgubre, como chapoteando en una nostalgia inexplicable y con unas ganas terribles de estar en cualquier otra parte o en cualquier otro momento. Al mismo tiempo escucho una vocecilla dentro de mi cabeza: “Que parezca que eres feliz de estar en Florencia…” Mas no puedo, de hecho no sé si en realidad se pueda, aunque cuando lo imaginaba creía que así sería, en automático.

Ahora ella está asomándose por la ventana, mirando hacia esa calle de la que surgen rumores cada tanto: algún perro que ladra, pajarillos que parecen discutir acaloradamente, árboles temblorosos, conversaciones lejanas de las que es imposible entender nada; quizá ella está igual que yo, quizá quiera algo más; lo cierto es que el sol ya se desplazó con esa prisa tan característica de los días de acá. De pronto escucho el silbido que anuncia que el agua está lista para convertirse en té. Y así se lo hago saber. Pero en cuanto escucho mis palabras, me parecen huecas, oxidadas, como si las hubiera sacado recién de una caverna. Mientras tanto, ella sigue allí: con su contorno resplandeciendo en dorado gracias al ángulo oblicuo del sol. Entonces siento que ese “algo” me arrastra nuevamente hacia otras partes...

Ella: Carajo, si tan sólo pudiera moverse de allí, hacer algo por sí mismo, pero no, sólo permanece acostado, sin moverse, cubierto con esa película de polvo, petrificado en la acción de reventarse un grano majestuoso situado en medio del desierto de su mejilla.

Él: Es tan fácil sentir tu aroma que a veces pienso que vivo y duermo con una flor, la cual se agita sin cesar gracias a los oleajes nocturnos...

miércoles, 24 de junio de 2009

Mirar la vejez

Recuerdo los días en Florencia como un continuo roce de vientos. Desgastábamos los días caminando todo el tiempo por delante de esas escenografías tan apreciadas por los turistas, pero también por detrás de ellas, por barrios llenos de hombres desembarcados, a saber de cuántos años, desde diversos océanos. Los camiones, uno tras otro, más o menos justo a la hora que marcaban los letreros en el parabús. El río casi siempre generoso con sus reflejos, retratando a todo el mundo y a su vez dejándose retratar.
Ese día decidimos sensatamente que después de varias semanas juntos, no nos vendría mal un poco de tiempo a solas, y durante un puñado de horas trazamos garabatos distintos en el mapa de la ciudad. Me entretuve en una extraña librería ubicada en un sótano, crucé el Arno tres o cuatro veces, pero sólo una por el Ponte Vecchio; me perdí entre las callejuelas que se tejen detrás de Santa Croce y seguí caminando y caminando y caminando. Cuando mis pies al fin estaban hechos trizas, ya era noche cerrada, aunque apenas pasaban de las 6. Regresé a casa y ella ya estaba ahí, con los pies igual de destrozados que los míos, pero con una cámara en la que se apretujaba una cantidad inconcebible de imágenes. Entre lo que nos contamos mientras preparábamos la cena, de pronto dijo algo fundamental sin darse cuenta, como si sólo fuera una compra rutinaria de zapatos: "Por la mañana que subí al autobús, me llamó la atención un olor raro. Ya sabes que siempre me fijo en los olores. Entonces miré a mi alrededor, y me di cuenta de que estaba lleno de ancianos. Fue muy extraño, porque me sentí algo así como “inusual” en ese momento. No sé si me explico: era demasiada la vejez reunida en un solo sitio. Hasta me dio un escalofrío. De pronto me parecían máscaras grotescas que escondían algo que se estaba pudriendo en alguna parte…"
Ella continuó hablando de otra cosa, pero yo la miré y recorrí su cuerpo con la mirada: manos, pelo, piel, senos, piernas… y entonces metí de lleno un pie, por decirlo así, en el gélido río del tiempo. En ese momento supe que tendríamos que envejecer, ramificarnos de arrugas como árboles. Vi su culo, que por supuesto yo adoraba, y vi cómo se dirigía con una lentitud inexpugnable hacia el polvo, hacia la nada. Es decir, la vi como si ya no fuera, con una absoluta desolación de saber que serían apenas unos cuantos años de discurrir, bien o mal, por esta tierra.
Apenas una ráfaga.
Y no obstante, me dejó un residuo para la cotidianidad, porque ya no puedo contemplar a ninguna persona sin ver una vida alterna y fugaz al mismo tiempo: si son viejos no tardo en descubrir sus posibles rasgos en la niñez, en la adolescencia, la manera en que llegaron a tener el rostro de hoy; pero también me sucede al revés, y de esa forma veo en un niño los posibles rasgos que tendrá en el futuro, su avance hacia la madurez; en fin, infinidad de detalles que trascurren en unos segundos y que se disuelven y renacen con cada parpadeo.
Lo curioso es que con mi propio rostro no me pasa igual. Y es que voy entendiendo, no sin un vago sentimiento de terror, que cada vez se parece más al de mi padre...


sábado, 23 de febrero de 2008

Misoginia

Estaba el viejo escritor frente a las cámaras. Era una entrevista por televisión. "Señor", dijo el entrevistador en cierto momento, "diversas organizaciones feministas, así como grupos dedicados a vigilar que lo políticamente correcto se cumpla siempre con cabalidad, lo acusan de que en sus textos se practica la misoginia, ya sea por el lenguaje o por las burdas escenas de sus historias.
"No son más que mentiras", dijo el escritor, después de mirarlo y dar una honda calada a su cigarrillo, "todo el mundo sabe que trato peor a los hombres".

jueves, 24 de enero de 2008

Vanas iluminaciones

Definitivamente una frase memorable de Walser, además de un manual contra el desconcierto:

[...] De golpe entiendo la entrañable especifidad de las mujeres. Sus coqueterías me divierten y descubro un sentido profundo en sus triviales ademanes y modismos. Si no las entendemos cuando se llevan una taza a los labios o se levantan la falda, no las entenderemos nunca. Sus almas discurren al mismo pasito trotón que sus deliciosos botines de tacón alto, y su sonrisa es dos cosas a la vez: una costumbre insensata y un fragmento de historia universal. Su arrogancia y escaso entendimiento resultan fascinantes, más fascinantes que las obras de los clásicos. Sus vicios suelen ser lo más virtuoso que existe bajo el sol, ¿y cuando montan en cólera y se enojan? Sólo las mujeres saben enojarse. Aunque ¡silencio! Pienso en mamá. ¡Qué sagrado es para mí el recuerdo de los instantes en que se enfadaba! [...]

Robert Walser, Jakob Von Gunten.