¿Es usted profesor de letras? ¿Cada tanto imparte talleres de lectura pensando que hace un bien, no sólo a la comunidad, sino a todo el género humano? Pues bien, aquí le ofrecemos un breve tutorial para que todos aquellos que lo rodean, o que se acercan a usted en busca de recomendaciones, detesten la literatura de una vez y para siempre. Lo primero que necesita es presentarse a sí mismo como una autoridad incuestionable en la materia. Una actitud solemne siempre será adecuada para llevar su imagen a alturas insospechadas. Si quiere resultados inmediatos, puede conseguir una de esas pipas que sólo los grandes ostentan y llenarla de tabaco barato, así, cuando expulse el humo sobre el rostro de quienes se le acerquen en busca de consejo, estos toserán y llenarán sus ojos de preciosas e inefables lágrimas. Jamás ría ante los comentarios de ningún lector, por más ingeniosos o lumínicos que sean, y trate de hacer ver que la literatura es lo más serio que existe en este planeta. Un puñetazo en la mesa cuando nadie lo espere siempre reforzará la idea de que usted «tiene el poder». Pero también puede toser –no se preocupe: el tabaco barato ayudará– hasta que consiga tragarse un enorme y viscoso gargajo: se sorprenderá del efecto que eso causa en sus discípulos. Es indispensable que haga de la lectura algo obligatorio: es sabido desde tiempos inmemoriales que las obligaciones siempre predisponen de forma negativa a quien sea. Y por supuesto, entre más presuntuosa sea su autoridad, mejor. Así, los libros que recomiende deberán ser tortuosos, interminables, llenos de palabras anacrónicas que exigirán al lector estar consultando diccionarios o enciclopedias cada dos o tres frases. Si se quieren resultados inmediatos, se puede proponer el análisis comparado entre el Ulises de Joyce y La Odisea de Homero. Pero también puede enfocarse en majestuosos experimentos formales, como Esplendor de Portugal de Lobo Antunes, La ratesa de Günter Grass o incluso El libro de Manuel de Julio Cortázar. O mejor aún: puede requerir una exégesis historiográfica de El Quijote, con la condición de que sea realizada en apenas un par de semanas. El método está más que comprobado: nunca falla.
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sábado, 7 de junio de 2014
miércoles, 9 de febrero de 2011
Alusiones

– Justo a ti te quería ver.
– ¿A mí? ¿Y eso?
– Es con respecto a los textos de tu pinche blogcito.
– ¿Qué tienen los textos?
– …
– …
– Nada. Salvo que ya estoy hasta la madre de que estés burlándote de mí.
– ¿Cómo dices?
– No te hagas pendejo, te la pasas haciendo alusiones a mi vida, a mis defectos, a mis problemas…
– A ver, espera, no sé lo que estás pensando, pero yo te aseg/
– ¡Cállate, maldito perro! Te lo advierto: si llego a ver otro texto que tenga que ver conmigo, voy a ir a tu casa, te voy a sacar a chingadazos y te voy a poner la madriza de tu vida.
– ¡Espera un momento! Trato de ser escritor, lo cual significa que tomo elementos que existen y los mezclo con otros que no existen, a veces hiperbolizo, es cierto, pero… es muy complicado de explicar, sobre todo si me miras así… el caso es que no suelo retratar a nadie real, y si en algún momento lo hago, es sólo un detalle o un gesto, visto siempre desde mi perspectiva, claro está, lo que no quiere decir que así sea en verdad… no deberías sentirte aludido… en especial porque apenas recordaba tu existencia…
– ¡Déjate de mamadas, infeliz! Ya estás advertido: a la siguiente que vea tus asquerosas burlas te voy a desgranputar como debieron hacerlo tus padres desde un principio…
– Chale…
viernes, 3 de septiembre de 2010
La raíz del odio

Pensaba en Danilo Kiš, o mejor dicho, en esa idea de una enciclopedia que albergue minuciosas biografías acerca de gente sin una pizca de celebridad. Y al igual que la mujer que busca los pormenores de la vida de su padre, me gustaría rastrear los detalles que forman la existencia de algunos de esos transeúntes que uno se encuentra en cualquier caminata cotidiana.
Hace unos días, por ejemplo, entre la muchedumbre del metro de pronto choqué hombro a hombro con un tipo que ostentaba unos músculos de proporciones anabólicas. El hecho de que alguien físicamente inferior como yo lo hubiera hecho trastabillar, resultó más fuerte que él y que sus músculos, porque de inmediato se puso a odiarme con una estridencia que muy pocas veces he visto. Lo supe por la mirada que me arrojó, y porque en seguida me hizo señas y rechinidos de dientes para que me bajara del vagón y él pudiera golpearme hasta que los nudillos le dolieran; pero yo me quedé entre los apretujones del interior y lo miré con un gesto de total aburrimiento –aunque por dentro, mi instinto de supervivencia era una liebre que temblequeaba en posición fetal debajo de un periódico viejo.
Lo curioso de todo es que el tipo nunca alzó la voz, como si a pesar de todo una especie de vergüenza le impidiera dejarse invadir por la ira. Se quedó cejijunto, mirándome a través del cristal mientras el tren avanzaba. Seguramente se desquitaría con el primero que se cruzara en su camino, lo cual no era nada difícil siendo la hora pico.
Ese mismo día me habría puesto a revisar su biografía en la Enciclopedia de los muertos, retroceder algunos párrafos, antes de aquellos que narrarían su encuentro conmigo, hasta llegar a la descripción de su adolescencia, muy probablemente frágil, al miedo morboso que seguramente le provocaba la idea del dolor físico, el posterior deslumbramiento de los gimnasios y las agujas, el amor por los espejos; el giro de la rueda, digamos. Pero me acabo de acordar que la Enciclopedia de los muertos sólo funciona cuando la persona muere, ya que solamente entonces se publicará su biografía. Pequeño detalle que da al traste con todo.
Hace unos días, por ejemplo, entre la muchedumbre del metro de pronto choqué hombro a hombro con un tipo que ostentaba unos músculos de proporciones anabólicas. El hecho de que alguien físicamente inferior como yo lo hubiera hecho trastabillar, resultó más fuerte que él y que sus músculos, porque de inmediato se puso a odiarme con una estridencia que muy pocas veces he visto. Lo supe por la mirada que me arrojó, y porque en seguida me hizo señas y rechinidos de dientes para que me bajara del vagón y él pudiera golpearme hasta que los nudillos le dolieran; pero yo me quedé entre los apretujones del interior y lo miré con un gesto de total aburrimiento –aunque por dentro, mi instinto de supervivencia era una liebre que temblequeaba en posición fetal debajo de un periódico viejo.
Lo curioso de todo es que el tipo nunca alzó la voz, como si a pesar de todo una especie de vergüenza le impidiera dejarse invadir por la ira. Se quedó cejijunto, mirándome a través del cristal mientras el tren avanzaba. Seguramente se desquitaría con el primero que se cruzara en su camino, lo cual no era nada difícil siendo la hora pico.
Ese mismo día me habría puesto a revisar su biografía en la Enciclopedia de los muertos, retroceder algunos párrafos, antes de aquellos que narrarían su encuentro conmigo, hasta llegar a la descripción de su adolescencia, muy probablemente frágil, al miedo morboso que seguramente le provocaba la idea del dolor físico, el posterior deslumbramiento de los gimnasios y las agujas, el amor por los espejos; el giro de la rueda, digamos. Pero me acabo de acordar que la Enciclopedia de los muertos sólo funciona cuando la persona muere, ya que solamente entonces se publicará su biografía. Pequeño detalle que da al traste con todo.
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