Si revisamos la lectura tradicional del mito de Babel, nos encontraremos con que la diversidad de las lenguas emergió a partir del insensato deseo humano (simbolizado en Nemrod, rey de hombres) de construir una torre que tuviera su cúspide en el cielo. De ese modo, habría un signo de poder reconocible en cualquier parte por si acaso la humanidad se derramaba sobre la faz de la tierra. Ante semejante muestra de soberbia, Yahvé pensó: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí”.[1] Imagino que los hombres desertaron la construcción, se dispersaron confundidos, acaso cavilosos, al mirar las ruinas del rascacielos interrumpido; de pronto estaban abandonados a la soledad de su propia lengua, cada uno con su manera particular de ver las cosas. Ninguno podía comprender a su vecino, y las disputas, antes solucionables con relativa facilidad, merced al entendimiento universal de un sólo lenguaje, se hicieron cada vez más frecuentes. Con el paso de las generaciones se formaron las identidades (todas a partir del idioma que se tenía en común) para marcar más tangiblemente las diferencias. La tierra terminó por confundirse con el lenguaje que se hablaba sobre ella.
Ahora bien, en el relato bíblico, queda la idea de que la confusión de Babel fue consecuencia del desbordante orgullo humano ante su propia capacidad creadora, mezclado con una suerte de envidia divina. Sin embargo, la perspectiva de Benjamin se dirige por otras rutas acaso menos concurridas: hace ver que después del pecado original, consistente, como ya hemos visto, en hacer del lenguaje un “medio” para la comunicación, el hombre se había situado, sin darse cuenta, en los bordes mismos de la anarquía lingüística. Bastó el pequeño empujón de someter el lenguaje ante los ilusorios poderes del parloteo estéril, para que los signos (la escritura) surgidos por el nacimiento de la palabra humana, terminaran por embrollarse; más aún: para que esos signos representaran el sometimiento a la “bufonería” de las interpretaciones. Así, todas las lenguas que se engendraran posteriormente al desastre, serían reflejos oscuros e inferiores del lenguaje puro, en perpetua decadencia desde el abandono del paraíso.
Si continuamos con nuestro imaginario rastreo de las huellas que dejaron en su peregrinaje las nuevas lenguas, descubriremos que al mismo tiempo fue menester, o quizá consecuencia inevitable, que surgiera una clase extraña de ser humano, una especie de puente endeble por donde habrían de transitar las palabras en flujo constante y convertirse en aproximaciones apenas llegaran a la orilla de la otra lengua. Surgió el traductor.
Benjamin afirma que “la traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza”, y con ello parece remover la idea de que la traducción responde a un acto comparativo entre dos lenguas que conservan, sin embargo, la semejanza dentro de sus conceptos. Él alude a una “continuidad transformativa” que nunca culminará con un sentido unívoco, tal como acontece con el siguiente ejemplo, que refiere Alfonso Reyes: "se cuenta que cuando Alejandro Magno se vio en la necesidad de discurrir con los brahmanes, tuvo que poner en marcha un complicado sistema de intérpretes. ‹‹Nuestras respuestas –se quejaba un brahmán– llegan hasta el emperador como el agua enturbiada en muchos canales››".[2] Y entonces, ¿existe alguna manera de transmitir una “idea concreta” de una lengua a otra, sin que se altere su sentido o se la vuelva nebulosa?
Benjamin asegura que todo idioma tiene en su esencia fragmentos que revelan su antiguo origen, ese lenguaje mítico, unitario, previo a la expulsión del jardín de Dios. La traducibilidad (esa característica esencial en toda lengua) está asegurada, según él, debido a que “los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esa traducibilidad se logra incorporar a las leyes que rigen las lenguas a las que se traslada? Se conocen los riesgos que conlleva la rigidez literal (aun cuando se sabe que dicha rigidez tiene algo de socarrón si se revisa la polisemia de las palabras): el traductor camina siempre al borde del abismo lingüístico. Un paso en falso, aunque sea en una sola palabra, y el texto se oscurecerá o cambiará su sentido, y dejará al lector atrapado en el juego laberíntico que acostumbran ofrecer los significantes.[3]
Así pues, en el continuo peregrinaje en pos de la traducibilidad, los razonamientos filosóficos, literarios, sociológicos, psicológicos, etcétera; son las armas con las que, si bien no se destruirá la barrera que han erigido las lenguas, por lo menos será más factible entrever parte de los territorios que ocultan. El traductor, a pesar de su inmanente condena al fracaso, no será tan sólo una correcta sincronización entre diccionarios de, por lo menos, dos idiomas distintos; Benjamin hace énfasis en la identificación crítica con el texto o idea que se interpreta, en que debe consumirse en su forma original para después reinventarlo en una cosmovisión diferente, hacerlo identificable en sus rasgos comunes; o mejor aún: enfocarse en localizar el parentesco primitivo que habita en todas las lenguas, su estado puro, su esencia. Aun cuando quepa la posibilidad, misma que Benjamin presintió siete años después con: “La tarea del traductor”, de que quizá ese estado, en realidad nunca haya existido.
[1] Génesis, 11, 6-8.
[2] Alfonso Reyes. La experiencia literaria. Fondo de Cultura Económica. México, 1989. p. 22.
[3] Benjamin abordará este tema más minuciosamente varios años después, en su ensayo titulado: “La tarea del traductor”, de 1923, sobre todo cuando se adentra en el análisis de las traducciones de Sófocles, hechas por Hölderlin.
• Imagen: La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo (1563)