
Una noche me puse a rememorar los hechos que habían tenido lugar ese mismo día. Burda cotidianidad en casi todo momento: mismas cosas, mismas sombras, mismas actividades, así hasta el imprevisto y fugaz encuentro con una persona cuya importancia pudo haber crecido hasta la demencia en mi vida. El encuentro, si es que se le puede llamar así, no pasó del silencio –un gran cristal nos separaba mientras yo caminaba en la calle y ella comía en un restaurante–, quizás apenas una intensidad descomunal en la mirada y una taquicardia que bajo otras circunstancias podría considerarse fatal. Unos cuantos segundos.
Y así el previsible florecimiento de los "hubieras", el repetitivo repaso de los acontecimientos, como quien cepilla una alfombra para intentar devolverle el color que el polvo le sustraía. Entonces llegué a la imagen de un mapa que, dependiendo las circunstancias, se acercaba o se alejaba de los detalles que envuelven la vida de uno: un mapa semejante a cualquier mapa, donde todos los seres humanos son puntos de cierto color uniforme, los cuales no cesan de moverse, rayoneándolo continuamente con sus diversas trayectorias. El movimiento de todos los puntos es un hormigueo colosal, enloquecedor, sin importar que sea de día o de noche. Mas de pronto, cuando en la vida uno se encuentra con alguien a quien no ha visto desde hace mucho tiempo; o más aún, cuando en ese momento se conoce recién a alguien, sin sospechar siquiera cuán importante será, para bien y para mal, su existencia en nuestro futuro, me convencí, en fin, de que algo debe suceder con esos puntos.
Porque con todos los garabatos que uno dibuja en ese mapa, con esas intrincadas distancias previas a un encuentro trascendental, los puntos del mapa deben cambiar de color y comenzar a generar significados; o sucede quizás que en lugar de garabatos trazamos en realidad una misteriosa escritura que habla de nosostros mismos, la cual, para nuestra propia fatalidad, nunca podremos descifrar en el momento oportuno.