
No logro engancharme con Lobo Antunes. O mejor dicho: con Esplendor de Portugal, su décimo libro, de 1997. La historia, oculta tras un deslumbrante derroche formal, se va diluyendo poco a poco, atosigada por las enumeraciones ambientales, por los monólogos interminables que suelen hablar del dolor de una familia en decadencia, del racismo que trasmina entre varios de sus integrantes, otrora radicados en Angola. Y pese a las posibilidades de semejante historia, nada de ello alcanza a revelarme ningún asombro fuera de la propia forma, la cual deslumbra sobre todo de entrada, porque al poco tiempo uno se acostumbra a las acotaciones perfectamente esquematizadas, al vaivén de los tiempos narrativos en los que se anclan los monólogos, a que todo vaya a ras de suelo, si se me permite decirlo así. Incluso me da la impresión de que alguien (el autor, por supuesto) hubiera soltado interminables luces de artificio sin que se supiera a ciencia cierta por qué, o tal vez sólo por el afán de ver el crepitar de las luces. Y no puedo señalar que eso me alegre, antes bien me resulta especialmente penoso, porque es el primer libro que emprendo de Lobo Antunes, instigado por esa intachable fama que ya desde hace años lo va precediendo. Me refiero a que esperaba algo quizá más intenso de esta novela, aunque no podría explicar exactamente qué. Digamos que el título me llevaba por desconocidas y resplandecientes ilusiones. Y además ahora, por extensión (lo siento, es inevitable), comienzo a recordar una serie de libros que, acaso por necedad, me dediqué a terminar sin el menor entusiasmo, sólo por culpa de ese inexplicable prurito que me obliga a terminar cualquier libro que comienzo, sin importar la interminable serie de bostezos que sus líneas me susciten: ahí está el Ulises, de Joyce, uno de los mayores tormentos que he conocido en mi vida, El libro de Manuel, de Cortazar, La ratesa, de Günter Grass, y una lista que prefiero recortar con un simple etcétera. Y ahora, hace su flamante entrada en el nefando grupo Esplendor de Portugal, el cual por cierto, no he podido concluir, y creo que no hay nadie que lo lamente más que yo. Pero aguarden, antes de que comiencen a afilar las poderosas puntas de sus botas, debo decir que albergo la esperanza de que simplemente haya errado la puerta de acceso a Lobo Antunes. En mi librero está Manual de inquisidores, del cual he escuchado maravillas (aunque será mejor que me reserve cualquier expectativa) y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo; y quién sabe, quizá esta forma tan cansina de pasar las páginas sólo la recuerde como uno de esos accidentes que sirven para examinar desde varios ángulos la obra de un escritor, tal como me sucedió con el propio Cortázar.
Lo curioso es que con esto recuerdo aquello de lo que hablé en El fracaso de la belleza, la minúscula reflexión que germinó a partir de un ensayo de Gombrowicz. Es decir, el implacable aburrimiento que puede generar el exceso de perfección, en el dado caso de que realmente sea ésta una obra perfecta. Pero basta ya, podría extenderme con interminables y afligidas digresiones, y sólo se seguiría sacando en claro que no, nomás no he logrado engancharme con Esplendor de Portugal.
Lo curioso es que con esto recuerdo aquello de lo que hablé en El fracaso de la belleza, la minúscula reflexión que germinó a partir de un ensayo de Gombrowicz. Es decir, el implacable aburrimiento que puede generar el exceso de perfección, en el dado caso de que realmente sea ésta una obra perfecta. Pero basta ya, podría extenderme con interminables y afligidas digresiones, y sólo se seguiría sacando en claro que no, nomás no he logrado engancharme con Esplendor de Portugal.