martes, 26 de agosto de 2008

La posesión de Delaura



(Lectura oblicua de Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez)

No es fácil vivir en tierras ajenas, pero ése ha sido el destino de mi raza desde hace miles de años. Errabundos, cargando a cuestas con el silencio de un sólo Dios, siempre el mismo. Y las inevitables circunstancias que genera semejante modo de vida, pues como en mi caso, el ser obligados a huir para conservar el alma en el cuerpo, es cosa común en nuestra historia. La persecución de judíos estaba al rojo vivo en la península y ni siquiera los conversos podíamos estar a buen resguardo, debido a las continuas sospechas que recaían sobre nosotros, blanco siempre ideal para las pesquisas de la Inquisición. Así que, aprovechando las continuas expediciones a las Indias, me embarqué desde Portugal, confiado de que mi profesión de médico no sería mal recibida en estas tierras. No hace al caso mencionar ahora mis dotes en el campo de la medicina, quizá bastaría con decir que trato de reconocer las necesidades que el cuerpo manifiesta.
No se puede decir que a Cayetano Delaura lo haya conocido a causa de mi profesión, aunque tampoco se puede afirmar lo contrario. La primera vez que lo vi, me bromeó diciendo tras la puerta que era la Ley. Charlamos en latín (según mi costumbre) y pude apreciar la perfección de su acento, lo dejé curiosear a su placer entre mis libros, hasta que por fin logré saber el motivo de tan extraña visita: la supuesta rabia de la hija del Marqués de Casalduero, Sierva María de Todos los Ángeles, a quien él estaba designado para oficiar los actos de su próximo exorcismo. Vaya tontería. Pero bueno, ese era el motivo “oficial” de su visita, porque en sus ojos encontré respuestas mucho más certeras. Encontré que simplemente era un hombre enamorado, a pesar de su inmensa erudición y de sus hábitos sacerdotales. Pobre, tanto estudio echado a los albañales por sólo un resplandor fugaz del corazón.
Algunas semanas después me enteré de que había sido enviado como enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios y de inmediato lo visité, le reiteré mi amistad, pero él ya estaba más allá de todo razonamiento: tal es la demencia del amor. Poco después lo supe todo por sus propios labios: sus amoríos con Sierva María en la celda de ésta, el castigo del obispo al confinarlo en el hospital de leprosos, y su desesperación a causa de la intransigencia de la Inquisición para con la niña, quien simplemente no encajaba en los modos de pensar de aquéllos, con esa mezcla tan extraña que tenía entre las religiones africanas y un catolicismo silvestre enseñado por los esclavos.
Delaura nunca se pudo recuperar: la niña murió tal y como lo había vislumbrado entre sueños, y él, por su parte, abrigó por el resto de sus días la secreta y vana ilusión de contagiarse de lepra. Cosa que, por supuesto, no consiguió.
Definitivamente, el amor es el peor de todos los demonios.

lunes, 11 de agosto de 2008

El tiempo roto



Allí tenemos a Gelsomina di Constanzo, vendida por su madre a un forastero en tan sólo diez mil liras. Por supuesto, el tipo de cambio vigente en ese entonces no importa. Se trata de la posguerra italiana y cualquier dinero resulta imprescindible, sobre todo si también está la posibilidad de deshacerse de una boca más que alimentar. No es que no haya una suerte de cariño por parte de la madre, pero es que los billetes ya están bien sujetos en el hueco de su mano; y además, están todos esos hijos, acaso más rescatables que la propia Gelsomina, de por sí tan extraña, tan próxima a los terrenos de la idiotez… ¿Qué más da que sea la segunda hija que se vende al mismo forastero? ¿Qué más da que la anterior haya muerto en circunstancias oscuras, sin más explicaciones, y sin un interés adecuado por parte de la madre?
Y así, inesperadamente, en medio de una extraña despedida que se desarrolla en la intersección que forman las esferas de la farsa y el patetismo, se abre un mundo totalmente distinto para Gelsomina (interpretada por Giuletta Massina, quien tras el espacio dibujado por las cámaras, se desempeñaba como la esposa del propio Fellini), el mundo lleno de magia e ilusiones que suele asociarse con la idea de circo, en donde podrá bailar y cantar y conocer muchos lugares hermosos, ¿o no? Porque ese es el sueño de Gelsomina, una chica traviesa, desfachatada y sutil, sumergida en un perpetuo estado de asombro y tal vez descendiente de esa estirpe de bufones shakespearianos que encuentran siempre las partes amables de la existencia, aún cuando los acontecimientos se empeñen en demostrar que al final, todo eso no es más que un deseo insensato. Tal y como sucede con ese otro personaje atrapado eternamente en los lados hermosos de la vida, y que, como en su caso, es precipitado inexorablemente hasta el fondo de una oscura tragedia. Me refiero al príncipe Mishkin, aquel portentoso protagonista de El idiota, de Dostoievski.
Pero no nos adelantemos. Mejor indaguemos con quién habrá de comenzar esa nueva vida.
¿Quién es Zampanó?
Nadie sabe de donde viene ni cuál es su nombre verdadero. A lo largo de la cinta lo único que se nos revela, y es como si no se nos revelara nada, es que tiene un acento extraño, distinto al de los italianos comunes y corrientes. Es un tipo sin pasado, que consigue su sustento diario representando el papel de “hombre fuerte”, capaz de romper cadenas con sólo la expansión del pecho, en su miserable circo ambulante. No parece nunca estar interesado en razonar sobre ningún tema y su sentido de la ética se basa sobre todo en la amoralidad. Es mujeriego y violento, en fin, una representación perfecta de la vieja masculinidad, aquella que se emparentaba en más de un aspecto con los comportamientos de algunos animales. Pero hay que tener cuidado de no caer en la tentación de verlo solamente con puntos de vista maniqueos. A pesar de lo enumerado anteriormente, no es un personaje plano; es decir, un personaje que sólo se identifique con el lado “malvado” de la existencia. Hay un par ejemplos de ello: la transformación que experimenta cuando descubre que su fuerza bruta, hiperbolizada en el espectáculo circense, tiene consecuencias fatales en la vida real (un discernimiento inopinado de la absurda concatenación de acontecimientos que adquieren forma con aquella frase, entonada con toda la desesperación e impotencia de quien se sabe títere del destino: “no puedo ir a la cárcel por sólo un par de puñetazos”); y aquel último momento en que se reconcilia de alguna manera con la vida, después de mostrarse capaz del desamparo. Ambas, escenas memorables merced a la actuación de Anthony Quinn.
Hay un tercer personaje indispensable en el desarrollo de la trama. El Loco, encarnado por Richard Basehart. Ahora bien, Si de Zampanó es imposible sacar nada en claro sobre su pasado, la misma cosa sucede con El Loco. Es un saltimbanqui joven, superdotado en su actividad de equilibrista, y se le ve arrojando una risa muy peculiar en todo momento. Tiene además, una debilidad que será la portadora de su propia desgracia: no puede dejar de burlarse de Zampanó cada que lo ve, socavando con ello, si bien involuntariamente (o más aún: simbólicamente) la autoridad tradicional que suele pertenecer a quien se vale del poderío físico. En definitiva, es algo más fuerte que él.
Sin embargo, El Loco fungirá también como una especie de vidente que, sin querer, dará a Gelsomina una razón para permanecer con Zampanó. Le dirá que todo en esta vida está hecho para algo, que todo tiene un propósito, incluso una piedra. ¿Fatalidad? Quizá. El filme está lleno de señales que anticipan el destino de los personajes. El mismo Loco sabe que morirá pronto, en plena juventud, aunque naturalmente, él lo relacione con su actividad de equilibrista, siempre al borde de la calamidad.
Sobra decir que el destino de los tres personajes se trenza lo mismo que una enredadera, de manera sencilla e ineludible, con la simpleza de las fábulas, pero asimismo, con la complejidad de las alegorías, y aquí tal vez conviene recordar los intensos debates de aquel año de 1954, cuando la crítica tironeaba en diferentes direcciones al intentar descifrar el significado de La strada: Y aquí cito un fragmento de la biografía que hace Hollis Alpert en 1986 sobre Fellini:

Fellini se encontró, con su filme, en medio de una batalla entre fuerzas conservadoras y de la iglesia, por un lado, y la izquierda ideológica (marxista) por el otro. Los católicos vieron en La strada una parábola del amor cristiano, de la gracia, la salvación, en tanto que los críticos izquierdistas la deploraron como una desviación respecto del neorrealismo ortodoxo.
El punto de vista marxista más autorizado fue el postulado por Guido Aristarco, el director de una influyente publicación de cine, Cinema nuovo, quien acusó a Fellini nada menos que de individualismo burgués. “Ha reunido y atesorado con fervor –escribía Aristarco– los venenos más sutiles de la literatura de la preguerra… Busca sus propias emociones por los traicioneros caminos del sugestivismo y el autobiografismo, y confunde la agitación con una intensa necesidad de expresión poética”.
Fellini se cansó por fin de ese tipo de verborragia. Respondió en forma pública con una Carta a un crítico marxista, publicada en Il contemporaneo, y con una exposición de su propio credo. El filme, escribió, “trata de realizar la experiencia más fundamental para la apertura de cualquier perspectiva social: la experiencia conjunta del hombre con el hombre… Nuestro problema, como hombres modernos, es la soledad; sólo por intermedio de cada persona puede transmitirse una especie de mensaje, para hacerles entender –casi para descubrir– el profundo vínculo entre una persona y la otra. La strada expresa algo de esto con los medios de los cuales dispone el cine. Como trata de demostrar la comunicación sobrenatural y personal entre un hombre y una mujer que, por naturaleza, parecerían las personas que menos probabilidades tienen de entenderse, me parece que ha sido atacada por quienes sólo creen en la comunicación natural y política”.[1]


Aristarco le reclama a Fellini el haber anexado episodios de su propia experiencia al contar una historia que debiera basarse en la objetividad; pero, ¿no es precisamente eso algo que critica Walter Benjamin, menos de dos décadas antes, en 1936;[2] es decir, la supresión sistemática de la transmisión de la experiencia, que es la fuente donde deberían abrevar los verdaderos narradores?
Y más abajo, Fellini coloca otra cuestión no menos importante.
“El problema de los hombres modernos es la soledad”, menciona en algún momento en aquella carta y la frase, se queda vibrando igual que una campana, porque de inmediato se vuelve necesario recordar la escena, una de las más insólitas en la película, en que Gelsomina es llevada por un grupo de niños a la penumbra de un cuarto, donde otro niño, acaso un idiota, yace permanentemente en una cama.
Ambos se miran por algunos momentos con una intensidad desconcertante y poco después ella es echada del lugar por una monja iracunda. Una escena que nace de una visita que Fellini hizo a su abuela en Gambettola, donde descubrió a una chica idiota cuyos padres ocultaban debido a la vergüenza que les causaba. Cuando habla de dicha escena, Fellini explica:

La aparición de esta criatura, tan aislada y presa del delirio –y que por tanto tiene una dimensión sumamente misteriosa– … me parece que el hecho de unirla en un primer plano con Gelsomina, quien se le acerca y la mira con curiosidad, subraya, con una energía sugestiva bastante grande, la soledad de la propia Gelsomina.

Y sin embargo no podemos abandonar tan fácilmente esa idea: la soledad encontrada a partir de la vista del “otro”; o mejor aún: es en el “otro” donde reconocemos nuestra propia soledad. Pero avancemos, porque hay algo más sobre lo que quisiera conjeturar y para ello es necesario observar el momento climático de la película.
¡Hey, Me has roto el reloj! Dice El Loco poco antes de morir, y la frase, absurda en primera instancia, va adquiriendo poco a poco un sentido más profundo, más abismal, tenue y atroz al mismo tiempo, como a veces sucede en las pesadillas con cualquier acontecimiento ordinario. El reloj de El Loco se ha roto con los golpes de Zampanó, pero lo que en realidad se ha roto es el hilo de su propia vida. Y el asombro resignado con que El Loco lo advierte, hace recordar (parafraseándolo, por supuesto) “el carácter evanescente, absurdo, de la vida y del tiempo, árbitro de la mortalidad”, que mencionara Wole Soyinka con respecto a La strada y que curiosamente fue la primera inspiración para estas reflexiones. Zampanó le ha roto el reloj a El Loco, es decir, el tiempo, su tiempo de vida, y él lo proclama etéreamente, con la ligereza de quien ve la fatalidad como una simple impronta en la arena.
¡Hey, Me has roto el reloj! Dice El Loco, y poco después, para sorpresa de todos, se abandona a morir de forma apacible, con apenas unos cuantos gemidos, y tal pareciera que un tanto avergonzado de morir allí, en un paisaje bucólico, que según la tradición, está más hecho para los extravíos del amor que para los feos estertores de la muerte. Y es que recapitulemos un poco: no podemos encontrar ninguna de esas señales que, a lo largo de la historia del cine, nos suelen prevenir cuando algo oscuro se acerca: no hay música de tonos lúgubres, no existe esa tensión característica que profetiza la tragedia, no hay elementos que subrayen dramáticamente el transcurso de la escena. Todo acontece, si se me permite la expresión, en medio de una especie de desnudez teatral, en el silencio diáfano –y quizá cómplice– de la naturaleza, con un riachuelo que corre con mansedumbre bajo un puente.
El juego de actitudes que se ponen en acción en la simplicidad de la escena, no hace sino acentuar el carácter catastrófico de lo que está por ocurrir. Veamos: El Loco, encontrado por casualidad mientras intenta cambiar un neumático, se da el tiempo de silbar amistosamente, e incluso canturrear un: “Gelsomina, Gelsomina” no obstante que en su rostro se refleja una sutil angustia, pues sabe que por fin ha sido atrapado. Las tres fases encadenadas que muestra Zampanó, son posiblemente las más interesantes: la esperanza criminal con la que se relame en un principio ante la deliciosa perspectiva de saldar viejas deudas, después, el gesto de triunfo y satisfacción por el escarmiento que ha propinado a aquél que lo atormentaba, y por último, el espanto desahuciado cuando se percata que ha ido demasiado lejos. ¿Y Gelsomina?, se convierte en un simple testigo, presa del pánico cuando se sabe incapaz de intervenir.
Estamos frente a la primera “mala muerte”, según la concienzuda clasificación que Carlos Colón Perales hace de las muertes en las películas de Fellini:

Así se produce la muerte del Loco a manos de Zampanó y la de Gelsomina enferma y abandonada. Las dos muertes (una visualizada, la otra no) son necesidades absolutas del guión: la primera provoca la locura de Gelsomina y los furiosos y oscuros remordimientos de Zampanó; la segunda, tiempo después de consumarse, es la causa del derrumbamiento de Zampanó en la playa. Al mismo tiempo, el destino lógico del Loco es –en su graciosa fragilidad– sucumbir ante la brutalidad de su enemigo, y el de la desdichada Gelsomina (que no ha logrado establecer en su vida relaciones de afecto con nadie) es morir en el abandono.[3]

Y evidentemente, después de eso nada puede ser igual. Gelsomina, rota definitivamente la inocencia, se deja arrastrar por la locura. Y Zampanó, aterrado por esa misma locura, decide abandonarla a su suerte, olvidarse de ella.
Mas el tiempo, lo mismo que el riachuelo de la escena bucólica, no deja de correr, y ya al final del filme, nos encontramos con un Zampanó envejecido, que aún sigue ejerciendo su conocido número circense. No hay indicios de grandes cambios en su vida, salvo las canas y un visible fastidio; sin embargo, por casualidad se entera del destino final de Gelsomina, y eso basta para desmoronarse al fin, basta para sacar, a lo mejor por vez primera, todo el cúmulo de emociones reprimidas, basta para dejarse invadir por el desamparo, para conseguir, acaso demasiado tarde, alguna esperanza de redención…
Y así finalizo estas breves cavilaciones, apresando en un puño esa “redención”, como si me hubiera quedado sujetando el chaleco de alguien que se desprende de él por la fuerza. Y es que esa redención sólo puede ser obtenida volteando al revés todo el sufrimiento, lo mismo que se hace con un guante, o mejor, citando las propias palabras de Fellini, al “transformar el sufrimiento en alegría, la derrota en victoria. Eso es el arte, un milagro”.[4]

[1] Hollis Alpert, Fellini, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1986, p. 119.
[2] Walter Benjamin, “El narrador”, en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1998. p. 113.
[3] Carlos Colón Perales, Fellini o lo fingido verdadero, Ediciones Alfar, Sevilla, 1994, p. 128.
[4] Ibidem, p. 11.
Imagen: Escena de La strada (1954), película dirigida por Federico Fellini.