¿Es usted profesor de letras? ¿Cada tanto imparte talleres de lectura pensando que hace un bien, no sólo a la comunidad, sino a todo el género humano? Pues bien, aquí le ofrecemos un breve tutorial para que todos aquellos que lo rodean, o que se acercan a usted en busca de recomendaciones, detesten la literatura de una vez y para siempre. Lo primero que necesita es presentarse a sí mismo como una autoridad incuestionable en la materia. Una actitud solemne siempre será adecuada para llevar su imagen a alturas insospechadas. Si quiere resultados inmediatos, puede conseguir una de esas pipas que sólo los grandes ostentan y llenarla de tabaco barato, así, cuando expulse el humo sobre el rostro de quienes se le acerquen en busca de consejo, estos toserán y llenarán sus ojos de preciosas e inefables lágrimas. Jamás ría ante los comentarios de ningún lector, por más ingeniosos o lumínicos que sean, y trate de hacer ver que la literatura es lo más serio que existe en este planeta. Un puñetazo en la mesa cuando nadie lo espere siempre reforzará la idea de que usted «tiene el poder». Pero también puede toser –no se preocupe: el tabaco barato ayudará– hasta que consiga tragarse un enorme y viscoso gargajo: se sorprenderá del efecto que eso causa en sus discípulos. Es indispensable que haga de la lectura algo obligatorio: es sabido desde tiempos inmemoriales que las obligaciones siempre predisponen de forma negativa a quien sea. Y por supuesto, entre más presuntuosa sea su autoridad, mejor. Así, los libros que recomiende deberán ser tortuosos, interminables, llenos de palabras anacrónicas que exigirán al lector estar consultando diccionarios o enciclopedias cada dos o tres frases. Si se quieren resultados inmediatos, se puede proponer el análisis comparado entre el Ulises de Joyce y La Odisea de Homero. Pero también puede enfocarse en majestuosos experimentos formales, como Esplendor de Portugal de Lobo Antunes, La ratesa de Günter Grass o incluso El libro de Manuel de Julio Cortázar. O mejor aún: puede requerir una exégesis historiográfica de El Quijote, con la condición de que sea realizada en apenas un par de semanas. El método está más que comprobado: nunca falla.
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sábado, 7 de junio de 2014
lunes, 21 de junio de 2010
Inocentes palabras

Sin embargo, después de sorber con un ruidillo burbujeante mi taza de té, que para mi mala fortuna aún no tenía una temperatura bebible, la conversación recayó en Borges, con lo que todo pareció adquirir un aire sagrado en la cafetería. Me sentí, por decirlo así, en mi hábitat, como si estuviera destinado a oficiar una fastuosa misa: celebré lo inaprensible de su prosa, sus giros inesperados, la minuciosa búsqueda de las palabras, las indispensables referencias, y me entusiasmé tanto, que no dudé en lanzar abundantes loas a su “majestuosa envergadura”. Ella permaneció boquiabierta, embelesada, con unos ojos en los que de seguro se asomaban los secretos más profundos de los mares. Mas en cuanto hice la pausa para sorber nuevamente de mi té, después de que las últimas dos palabras quedaran resonando en el ambiente por algunos segundos, de pronto su semblante cambió: se sobresaltó y me observó con una especie de ofendida curiosidad, enseguida palideció y un segundo después estaba tan roja como las luces típicas de los lugares prohibidos. Antes de que pudiera seguir con mi panegírico, su palma ya se había estrellado en mi mejilla con un ruido como el que producen ciertas pistolas antiguas. A manera de limosna me dejó los restos de su perfume y un dramático “¡Cómo te atreves, el pobre…!” y de inmediato se alejó, llevándose con ella sus magníficas piernas.
Yo me quedé allí, por supuesto, sentado sobre mi culo como si nada hubiera ocurrido, dando vueltas con una cucharita al verdoso líquido que humeaba en mi taza y pensando en mil locuras que nada tenían que ver con el lugar en el que estaba. Un mecanismo de autodefensa, supongo. Por lo demás, a lo largo del par de horas que di vueltas con la cucharita a las diversas tazas que me llevó un camarero cada vez más enfurruñado, me fui convenciendo de que las palabras, aun aquellas que parecen más inocentes, en todo momento son acechadas por el sonriente demonio del malentendido.
jueves, 8 de mayo de 2008
Regresar al paraíso

Pero Cortázar no bosqueja el relato únicamente con los pinceles de la filosofía, juega además con distintos niveles de realidad, con el azar, con el Destino y sus ironías implacables. Y es por eso que llevará a Marini a experimentar con ese anhelo hasta sus últimas consecuencias: llegará a conocer la isla de cerca, respirará sus olores, sentirá su sol, sus vientos, sus aguas; y en el momento en el que esté más cerca de la felicidad, planeará incluso permanecer allí hasta el fin de sus días. Y es que, ¿qué más se puede necesitar cuando se han desterrado los fútiles deseos del alma?
Sin embargo, todo es una trampa; Cortázar sabe que el paraíso es búsqueda, por tanto, siempre resultará inalcanzable. Y se lo hace saber brutalmente a su personaje, usando la sustancia de su propio sueño: en un juego donde la realidad estará situada en medio de un cuarto de espejos, Marini se encontrará con que detrás de su anhelo de fuga hay algo que se dirige directamente hacia él: un reflejo, una caída, su propia muerte. Nuevamente el paraíso se pierde. Seguirá manteniéndose sólo como vislumbre.
De todas maneras, no será la primera vez.
Sobre el cuento "La isla al mediodía", de Julio Cortázar, en Todos los fuegos el fuego, Alfaguara. México, 2000.
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