viernes, 20 de febrero de 2009

Sudorosos caballos


En ti quise ver mi propio reflejo:
naturaleza bicéfala,
carne de carne hambrienta,
fuego dormido en senderos
innumerablemente recorridos.

El tiempo me habló de la costumbre,
y en el lecho
tu calor conocido serpenteaba sutilmente,
como animal incauto
que desciende a beber al río.

La esencia traidora del sexo
me abatió con su oscura sed de multiplicidad,
su inclinación a saborear a la hembra
sin poner cuidado en la mujer.

Ancestrales actitudes desenterradas
desde el sórdido fondo del abismo.
Un atavío de garras y salvaje aliento,
la inevitable dilatación de las fosas
y la vehemente aspiración
del lascivo vaho que esconde la delicadeza.

Impertinente, el deseo se restregó
tras la suavidad aglutinada,
y así, asomada como la llama de una vela lejana,
ardía agazapada la ira.

No mentías con las ráfagas gélidas de tu mirada,
la espinosa voz raspando el silencio multitudinario,
y temí, vagamente,
que el alcohol y la sangre despertasen también
otra clase de aborrecible iniquidad.

Mas la oscuridad vertiginosa
terminó al fin con oleajes en el cielo:
la luz me atormentó la cabeza
y comprendí las nauseabundas miserias
que me esclavizaron el cuerpo:

Sudorosos caballos arrastrándome al infierno.

lunes, 9 de febrero de 2009

Lo inefable



En cierto momento de El arte de la fuga, Sergio Pitol menciona algunas de las lecturas que lo han dejado plenamente conmovido. Allí habla de La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, o más precisamente, del monólogo del leproso como unas de las páginas más bellas que le ha deparado el ejercicio de la lectura constante. Eso por supuesto me intrigó, ya que antes de conocer oblicuamente ese texto de Schwob, yo no había leído de él más que un libro de cuentos asimismo inolvidables: El rey de la máscara de oro. Y a pesar de que durante un tiempo importuné al personal de varias librerías con la pregunta de cuándo se iban a surtir con ese título descontinuado, al final lo encontré cuando ya ni siquiera me acordaba de que lo quería. Un libro delgadísimo que contenía sólo ese relato, prologado por Borges, y que vi por azar en una librería de viejo, aplastado por el peso de gruesos ejemplares de álgebra y aritmética, todo en una montaña en la que los libros de superación personal se mezclaban sin ningún pudor con los de ciencias, novelas rosas, y alguna que otra joyita literaria (como La cruzada de los niños) que, a saber por qué vueltas del destino, yacía olvidada por allí.
Lo curioso es que tomé el librito con una ligera agitación, y de inmediato lo abrí, sin prestar atención a la página. Me topé de bruces con esto:

¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
–Ve en paz hacia tu Señor Blanco, y dile que me ha olvidado.

Me exalté, aunque no podría explicar por qué, pagué enseguida el libro y me fui a casa. Lo leí de un trago. Cuando terminé, lo volví a leer. Y lo puse con mano temblorosa en el librero. Es casi invisible por su grosor, sólo para quienes suelen hurgar minuciosamente. El color ocre de su cubierta tampoco ayuda. Recordé lo dicho por Pitol, y en efecto, me pareció bello el texto, pero sentí que no todo quedaba allí, que la recreación poética de un hecho histórico como ése tenía que significar algo distinto a lo poco que yo había comprendido, si es que algo como eso se puede comprender: miles de niños que van al encuentro de la esclavitud o la muerte, movidos por una fe implacable. La actualización que Andrzejewski hace de ese infame capítulo de la historia a mediados del siglo XX en la fulgurante Las puertas del paraíso, no hace sino corroborar ese presentimiento. Pero de eso quizá hablaré después. Porque ahora quiero imaginar que alguien se pone a husmear en mi librero y que de pronto se topa con ese ejemplar casi insignificante, y que empero, pareciera quemar las manos. Ansío que ese alguien lo abra presa de la misma urgencia que yo experimenté. Y quién sabe, tal vez encuentre mejores palabras para ilustrarme la forma sencilla e insondable del relato. O más bien su anécdota. O acaso las dos.