viernes, 27 de noviembre de 2009

Obstinaciones de la memoria


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Si hubiera sabido que nuca más la olvidaría, quién sabe si se habría atrevido a conocerla. Aunque en realidad fue uno de esos acontecimientos que nunca le piden a nadie su aquiescencia. Cosas que suelen suceder dentro de la cotidianidad más pedestre, si bien es cierto que con una pizca de casualidades. El entusiasmado regreso a las aulas después de varios años de destierro voluntario, un miércoles de agosto que encajaba sin sobresaltos en el abanico de los días, la calma de saber por fin el camino por el que habría de discurrir en adelante.
Así, jaloneado por palabras que escapaban de diversas bocas, de pronto la vio llegar, envuelta en una afectada indiferencia por todo aquello que la rodeaba. Se abría paso, y eso lo impresionó, con una mirada en la que cabían lo mismo los colores de las aguas del Caribe que las difuminadas siluetas de varios amantes. Y cuando escogió una butaca, justo la que estaba al lado de él, derramó un silencio de esos que preludian las tormentas, junto con un olor sutil que a él le pareció desconocido y anhelado al mismo tiempo, y que se le enterró muy cerca del alma, con lo que por poco se desmenuzó en un tosco sollozo de orfandad. En fin, quizá debió sospechar, pero nada le hizo prever que las imágenes de los breves encuentros que sostendrían antes de separarse indefinidamente se mantendrían inamovibles en su mente, a pesar de que en las calles que se vislumbraban desde su ventana varias veces tiraron los árboles sus hojas, hasta quedar en el puro esqueleto de sus ramas, y varias veces se volvieron a llenar de retoños.
Y acarició tan minuciosamente esas imágenes, así como todas las posibles respuestas que pudo haberle dado, y no lo que en verdad le dijo, que muchas noches provocó involuntariamente en ella, que desgastaba sus días en una vida inimaginable para él, sueños constantes y varias veces inconfesables, sueños llenos de dudas, de molestas elucubraciones, de escenas en las que atravesaban tierras nunca antes vistas con el más completo sosiego, y de esta forma les apareció un día una especie de espina que se fue clavando con vesánica profundidad en ambos al mismo tiempo, de tal suerte que si él intentaba sacársela con mil trabajos, a ella se le enterraba hasta el llanto.
Y por supuesto, también viceversa…

sábado, 7 de noviembre de 2009

El tesoro de Moctezuma


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El tesoro de Moctezuma *

Eran los días últimos de Tenochtitlan. Crepitaban las flechas y volaban de un oído a otro los augurios. Frente al teocalli alguien repetía lúgubremente: “Con esta triste suerte nos vimos angustiados”. Los cadáveres se ordenaban en túmulos piramidales, y el mismo Templo Mayor parecía un difunto de forma caprichosa. Axoyotzin, el más confiable de los leales al emperador Moctezuma, fiel como un cuchillo de pedernal, buscó a su amo. No era fácil hallarlo entre ruinas, incendios, ayes de incomprensión y dolor, y gente que corría sin cesar, en círculos. Los arcabuces y la peste diezmaban.

Guiado por el instinto, en la madrugada teñida de sangre, Axoyotzin encontró al emperador: “Señor, os suplico. Sé de un sitio seguro para ocultar el tesoro, que jamás debe caer en manos extrañas. Es una cueva que nadie ha entrevisto siquiera, en el cerro que nunca se visitará. Confiad en mí. Llevemos el tesoro de inmediato”. Moctezuma, vacilante como era, pareció dudar pero se convenció ante el número de muertos y el sollozar de las mitologías. “Está bien. Vamos”.

La noche siguiente, unos cuantos acompañaron al monarca. El tesoro era, en efecto, portentoso, de un brillo perturbador, alucinante. En el largo viaje hacia el cerro, Axoyotzin observó la expresión acongojada de Moctezuma, su sensación de falta ante el pueblo. Luego, cuando mataron a sus acompañantes para certificar la discreción, Axoyotzin advirtió por vez primera en mucho tiempo una expresión de felicidad en el rostro del emperador. Contento, lo condujo de vuelta a la ciudad sitiada y a su palacio. Y escapó, para no compartir un destino que se anunciaba histórico.

En su pueblo, Axoyotzin no dio explicaciones de su regreso, y nadie se las solicitó porque en las épocas de cambio histórico la curiosidad se restringe. Trabajó la tierra, y sembró de referencias aciagas su conversación, y aun se dio tiempo para tener hijos. Y en las noches, o aun de mañana, un puñado de imágenes lo asaltaba: las joyas bellamente labradas, la caída de los tejos de oro a los que de inmediato cubría la tierra, Moctezuma ajeno a palabras y lágrimas, los enterradores desprevenidos que les mostraban la espalda, el rayo que acentuó la lividez de los semblantes al desaparecer la cueva de la vista más penetrante.

Desde ese día Axoyotzin sólo conoció un pensamiento: el tesoro costearía la resistencia armada y repondría en su sitial a los dioses.

Murió el emperador Cuauhtémoc y, un tanto a la fuerza, los vecinos y los familiares de Axoyotzin fueron traicionando los ritos de su pueblo. Él fingió, se arrodilló con lágrimas de furia, asistió a la Doctrina, y persistió en los sueños de revancha, en el día del exterminio de la falsa religión y sus enviados.

Un día, su hijo le anunció que en verdad creía en el dogma de los invasores, y que pensaba hacerse sacerdote. Angustiado, sin decir palabra, Axoyotzin sintió llegada la hora de extraer el tesoro y propiciar la vuelta de los suyos.

La noche del sábado, en la fiesta dedicada por su pueblo al santo recién impuesto, Axoyotzin, nervioso, desesperado, tomó pulque en demasía y bailó y pensó en todas las metáforas que las flores consienten. En la madrugada, harto del silencio, le confió a su interlocutor la cuantía del tesoro y le describió con minucia el sitio del ocultamiento.

En la tarde siguiente, cuando se despertó y en algo dominó el aturdimiento de su cráneo, Axoyotzin no consiguió recordar el nombre de su confidente. El pánico lo envolvió como la yerbas al rocío. ¿A quién le habría entregado el secreto de su pueblo? ¿Quién sería el delator o el avaricioso que segaría su vida? ¿Lo detendrían para torturarlo, o lo matarían al ir a extraer el tesoro? Y el pavor lo aturdió y lo enloqueció y no lo dejó comer. Se encerró sin ver a nadie y semanas después murió literalmente de hambre.

Y el desconocido, que no era tal, sino su hermano, se preguntó: “¿Qué me habrá contado Axoyotzin esa noche?” Porque él bebió tanto que no recordaba una sola palabra.


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* Carlos Monsiváis, Nuevo Catecismo para Indios Remisos, Editorial Era, México, 1996, pp. 93-95.