martes, 9 de diciembre de 2014

Soñar la catástrofe


Digamos que una especie de apocalipsis estaba a tiro de piedra. Si uno dirigía los ojos a ese cielo nocturno que nos cubría igual que una cobija, en ese lugar en donde tendría que aparecer el conocido rostro de la Luna se veía apenas una nubecilla blanca, como si la pobre se hubiera hecho polvo mientras la atención de todos estaba centrada en algún otro asunto de dudosa importancia. Era una situación preocupante, claro, en particular si pensamos que la Luna siempre nos ha acompañado durante esta trágica aventura que llamamos, no sin modestia, «era humana»; pero al mismo tiempo se sentía como algo que, aunque cataclísmico, podía ser perfectamente olvidable. Sin embargo, en cuanto me percataba de la ausencia del satélite terrestre, un acontecimiento aún más extraño tomaba forma en aquel momento preñado de acontecimientos extravagantes: también Júpiter y Saturno habían abandonado su lugar entre los cuerpos celestes y en su lugar habían dejado una nubecilla de polvo blanquecino apenas perceptible... ¿Qué estaba ocurriendo? La pregunta, que bajo cualquier otro contexto sería dramática y, por decirlo así, «llena de fatalidad», en aquel instante no pasaba de ser una curiosidad remota, ajena, como si fuera algo que, aunque nos incumbía de manera inevitable, se tratara también de un asunto que podía posponerse entre un cúmulo de otros mucho más urgentes. Así se desbarataban los cielos cuando de pronto me percaté de que estaba con ella en la parte trasera de una pick-up, observando esa cadenilla de desgracias como si contempláramos la belleza de la vida. Estábamos sentados en esas protuberancias metálicas que indican la presencia de las llantas traseras del vehículo y charlábamos, en medio de esa noche lejanamente aciaga, acerca de cosas que en este momento no logro recordar, sobre todo porque un detalle peculiar en su rostro acaparó toda mi atención: tenía un ojo azul y el otro verde, lo cual me recordó un tanto a esas lagunas que pueden verse en la frontera oriental de Chiapas, y además parpadeaba a velocidades distintas con cada ojo. Y mi mirada, como una cámara de cine que emprende un significativo acercamiento, luego de examinar "de pasada" la pupila glauca, empezó a adentrarse vertiginosamente en la profundidad oceánica de su ojo azul... Entonces desperté, de golpe, por supuesto, y una sensación de enigma insoluble me dio vueltas en la cabeza durante todo el día...

martes, 2 de diciembre de 2014

Utopía y desasosiego


Hace unos cuantos días terminé de leer, de manera casi consecutiva, Chevengur de Andréi Platónov, y Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Libros tan disímiles entre sí que bien podrían representar las antípodas literarias. En el primero, un grupo de harapientos, ignorantes y bienintencionados campesinos se dan a la tarea de barbechar el terreno «social» para la llegada de la gran utopía: el comunismo perfecto. En el segundo —que dicho sea de paso leí durante más de un año—, uno de los heterónimos más lúcidos y misántropos de Pessoa se da a la tarea de llevar un diario en el que conforma un mapa de sus tedios, sueños, infelicidades y opiniones (normalmente pesimistas), sobre los diferentes rostros de la vida. Es decir, mientras en el primero se aborda una descripción de la existencia desde el aspecto del idealismo comunal, en el segundo la vemos desde un aspecto tercamente individual. Lo curioso es que, pese a que ni Platónov pudo haber oído de Pessoa, ni viceversa, según yo, podrían ser dos libros hermanos, no sólo por el hecho de haber sido escritos más o menos por los mismos años, sino especialmente por el tono de desamparo y felicidad marchita que ambos exudan. Y también porque de alguna manera se complementan. Como si el retrato humano, a través de la lente que ambos libros otorgan, pudiera ser visto en 360 grados, desde el individualismo más recalcitrante (ese que incluso desdeña la experiencia con los semejantes por considerarla «innecesaria» cuando se es un irremediable soñador, como en el caso de Pessoa), hasta el extraño proceso de la pérdida de individualidad que sufren los habitantes de Chevengur para convertirse en «ideas hechas carne» el uno para el otro. Libros en positivo y negativo que coincidieron de forma significativa en mi poco ordenada fila de lecturas. Pero también uno de esos extraños momentos que abren la posibilidad de una reflexión, por buena, mala, o incluso por obvia que ésta pueda ser. Sí, como el presente post.

martes, 14 de octubre de 2014

Libros que hacen llorar



Tranquilos. Con semejante título no pretendo hacer de este post una melodramática y sensible apología a las lágrimas. Tampoco aludir a esa extraña cualidad de depurar las almas que muchos terapeutas colocan entre sus mayores virtudes. Nada de eso. Sólo me pareció curioso que tras leer el episodio de Guerra de los Judíos en que el capitán Tito —luego de sitiar Jerusalén y ser testigo de cómo los judíos, estando en guerra contra los romanos, ponían a su propio pueblo al borde de la catástrofe al no reconocer al césar como amo y señor pese a la hambruna, el amontonadero de cadáveres en las calles de la ciudad santa, el canibalismo y los atropellos y asesinatos que los zelotes perpetraban contra su gente— levanta las manos y en una suerte de acto de contrición, manifiesta a los cielos que él no es el responsable de tanta maldad, muertes y destrucción (lo sé, relatado así parece cualquier episodio sin más trascendencia, sobre todo si pensamos que son hechos sucedidos hace casi dos mil años), en fin, me pareció curioso que de pronto las líneas del libro se distorsionaron como si estuvieran detrás de una cascada, y en la garganta un extraño nudo me dificultó el tránsito de saliva. ¿Qué demonios me estaba pasando?

No me avergüenzo de confesarlo: tuve que suspender la lectura y respirar hondo, pero en cuanto retomé el libro, las lágrimas siguieron fluyendo, amargas por lo relatado y dulces porque rara vez una historia me produce efectos semejantes. Por supuesto, no ha sido esa la única ocasión en que un libro me orilla a las lágrimas. De botepronto me viene a la mente Noches blancas, novelita de juventud de Dostoievski que, sin llegar al extremo tanto histórico como de mortandad de Guerra de los judíos —de hecho es más una cándida historia de amor— también me produjo un efecto que podríamos denominar como «ligeramente lacrimoso»; o, en un tono más épico y modernista, La noche de San Juan, de Mircea Eliade, novela con la que me derretí en lágrimas desconsoladas durante su buena media hora cuando terminaba de leerla; o incluso El maestro y Margarita, en el que Voland (o Satanás si se prefiere) otorga el inesperado regalo de la eternidad al escritor siempre ninguneado al lado de su amada Margarita... En fin, la lista, sin ser demasiado numerosa sí podría ser un poco amplia. Pero más allá de eso, me intriga el por qué un libro puede propiciar tal cantidad de melancolía. ¿Cuál es la combinación de elementos que pueden llevar a un lector común a una empatía con personajes no sólo históricos, sino también ficticios?

La pregunta anterior viene a cuento porque también he leído novelas que buscan eso precisamente, es decir, hacer todo lo posible para que el lector entre en estado lacrimoso; sin embargo, esa búsqueda cínica de un efecto emocional suele dar como resultado páginas poco afortunadas. Y es que, ¡es tan fácil caer en los dramones y el patetismo! Sobre todo si pensamos en la debilidad del ser humano por colocar encima de toda experiencia estética la que tiene que ver con lo trágico y lo terrible. Muchos escritores —en particular los principiantes—, empecinados en mostrar el «dolor de lo humano», lo que sea que eso signifique, acuden a los lugares comunes igual que las hormigas al azúcar. Y entonces, más que lágrimas preciosas e inefables, encontramos, en el mejor de los casos, sonrisas llenas de sarcasmo o, cosa más normal, muecas de desagrado en nuestros semblantes. La empatía fracasa de manera miserable y nos vemos como esa gente importunada por algún transeúnte que los abruma con supuestas desgracias familiares con tal de obtener una pequeña monedita, por más humilde que sea.

De esta manera podemos desechar a la anécdota como la sustancia principal para convertir a un lector común en un cuerpecillo tembloroso, con la sensibilidad a flor de piel, y además llegamos al quid de este post: la enorme dificultad de llevar a un lector a la empatía en una historia con elementos trágicos sin caer en el culebrón telenovelero. ¿Existirá una fórmula para evitar las trampas de lo ridículo? Si me permiten intentar responder a mi propia pregunta, creo que tanto así como que exista una fórmula, me parece más bien dudoso. Pero sospecho que todo tiene que ver con eso que alguno de ustedes tiene en la punta de la lengua desde hace rato: la forma; y, un elemento aún más importante, al menos para mí, el adecuado manejo del lenguaje. Esa es mi modesta hipótesis, buenas gentes, y para comprobarla prometo que en cuanto encuentre algún otro caso digno de ser mencionado, elaboraré aquí un nuevo post en el que me asombre por la maestría de determinado autor al convertirme en un ser plañidero. Y entonces veremos si la cuestión al fin se resolvió. Eso espero.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Gran escritor, maestro...


Entre las célebres, rabiosas, y también —por qué no decirlo— divertidas peleas de escritores contra escritores, hay una que me causa especial placer por haber sido llevada más allá de las simples y valentonas declaraciones. Se trata del inolvidable duelo que Witold Gombrowicz relata en Trans-Atlántico (1952), novela escrita desde su exilio en Argentina. Allí se ve cómo cierto “Gombrowicz” es obligado por sus compatriotas polacos a enfrentarse a un venerado intelectual argentino para demostrar que «los polacos no son menos que nadie» aun cuando estén en tierras extranjeras, y pese a que ellos mismos no lo creen del todo. Según Ricardo Piglia, las alusiones podrían referirse a los escritores Eduardo Mallea, Manuel Mujica Láinez o, cosa por lo menos curiosa, al personaje borgiano Carlos Argentino Daneri. Sin embargo, también parece clara la alusión a la sacra sapiencia de Borges, que ya bañaba todos los recovecos en la Argentina de finales de la década de 1940 (cosa que Piglia parece resuelto a no dejar entrever más que oblicuamente, a través de un personaje y no del propio autor), sobre todo si pensamos en el “Maten a Borges” que dio como solución Gombrowicz cuando le preguntaron, justo antes de embarcarse a Europa tras 24 años en suelo sudamericano, cuál podría ser la forma para que los escritores argentinos alcancen la madurez literaria. En la escena de Trans-Atlántico, descabellada hasta la demencia, el personaje “Gombrowicz” pierde el duelo (llenando de oprobio a sus compatriotas) al quedar “despojado” de cualquier idea propia cuando el erudito argentino declara que ya todo ha sido dicho por diversos autores, llegando a la pedantería de citarlos en ese mismo momento… Sin embargo —y ahí justamente el meollo de este post­— la descripción que hace del intelectual argentino y su entorno podría ser un retrato de cualquier «vaca sagrada» sin importar el país o el año en que se quiera situar:

«De pronto vi que entraban nuevas personas, y que no se trataba de invitados ordinarios, pues enseguida percibí un soplo de Reverencias, Veneración y Honores hacia ellas.

»La primera en entrar fue una dama, envuelta en una capa de cibelinas, con plumas de avestruz y de pavorreal y una gran bolsa de mano; la rodeaban algunos Aduladores, los Aduladores iban seguidos de algunos Secretarios, luego algunos Escribanos y unos Bufoncillos tocando Tamboriles. Entre ellos iba un hombre Vestido de Negro, por lo visto una persona muy importante, porque tan pronto entró se oyeron voces:

»—Gran escritor, maestro…

»—Maestro, maestro…

»Y era tal su admiración que por poco caían de rodillas; sin embargo, prefirieron comer pastelillos. En seguida se formó una rueda de oyentes y él se puso a Celebrar intensamente en medio del círculo.

»Aquel hombre (era la primera vez que veía a un individuo tan raro) era de lo más sofisticado y para colmo se sofisticaba cada vez más. Cubierto con un abrigo, oculto tras grandes anteojos Negros, que lo aislaban como una cerca de todo el mundo, llevaba al cuello una bufanda de seda con puntos de color medio perla, en la mano un par de guantes negros de cefir de medios dedos, en la cabeza un sombrero negro de medias alas. Vestido y aislado de esa manera, se llevaba de cuando en cuando a la boca un frasquito pequeño, se enjugaba con un pañuelo negro el sudor de la cara o lo empleaba para abanicarse. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles, folletos, que perdía a cada momento, y debajo del brazo algunos libros. Era de una inteligencia extraordinariamente sutil que destilaba sutileza; todo lo que decía era tan inteligentemente inteligente que provocaba chasquidos de lengua de admiración de parte de las mujeres y los hombres (aunque éstos no hicieran sino mirar los Calcetines y corbatas). Bajaba la voz constantemente, pero mientras más Bajo hablaba más resonaba, porque los demás, bajando la voz, lo escuchaban aún más (aunque no lo escuchaban); y así, con su Sombrero Negro parecía conducir a su grey hacia el Silencio Eterno. Consultando a cada momento sus libros, sus apuntes, perdiéndolos, revolcándose en ellos, bañándose en citas raras, condimentaba su pensamiento y Se divertía haciendo las Cabriolas más extrañas, y todo aquello como si sólo a él estuviera destinado, como si fuese un eremita. Debido a las piruetas que hacía con los papeles y a los caprichos de su Pensamiento, se volvía cada vez más inteligentemente inteligente, y su inteligencia, multiplicada por sí misma, a caballo de sí mismo, se volvía a tal punto inteligente que… ¡Jesús, María…!»

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Imagen: Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya

lunes, 25 de agosto de 2014

"Si los tiburones fueran hombres", relato de Bertolt Brecht




—Si los tiburones fueran hombres —preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona—, ¿se portarían mejor con los pececitos?

—Claro que sí —respondió el señor K.—. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones. Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.

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sábado, 7 de junio de 2014

Cómo odiar la literatura en unos cuantos pasos



¿Es usted profesor de letras? ¿Cada tanto imparte talleres de lectura pensando que hace un bien, no sólo a la comunidad, sino a todo el género humano? Pues bien, aquí le ofrecemos un breve tutorial para que todos aquellos que lo rodean, o que se acercan a usted en busca de recomendaciones, detesten la literatura de una vez y para siempre. Lo primero que necesita es presentarse a sí mismo como una autoridad incuestionable en la materia. Una actitud solemne siempre será adecuada para llevar su imagen a alturas insospechadas. Si quiere resultados inmediatos, puede conseguir una de esas pipas que sólo los grandes ostentan y llenarla de tabaco barato, así, cuando expulse el humo sobre el rostro de quienes se le acerquen en busca de consejo, estos toserán y llenarán sus ojos de preciosas e inefables lágrimas. Jamás ría ante los comentarios de ningún lector, por más ingeniosos o lumínicos que sean, y trate de hacer ver que la literatura es lo más serio que existe en este planeta. Un puñetazo en la mesa cuando nadie lo espere siempre reforzará la idea de que usted «tiene el poder». Pero también puede toser –no se preocupe: el tabaco barato ayudará– hasta que consiga tragarse un enorme y viscoso gargajo: se sorprenderá del efecto que eso causa en sus discípulos. Es indispensable que haga de la lectura algo obligatorio: es sabido desde tiempos inmemoriales que las obligaciones siempre predisponen de forma negativa a quien sea. Y por supuesto, entre más presuntuosa sea su autoridad, mejor. Así, los libros que recomiende deberán ser tortuosos, interminables, llenos de palabras anacrónicas que exigirán al lector estar consultando diccionarios o enciclopedias cada dos o tres frases. Si se quieren resultados inmediatos, se puede proponer el análisis comparado entre el Ulises de Joyce y La Odisea de Homero. Pero también puede enfocarse en majestuosos experimentos formales, como Esplendor de Portugal de Lobo Antunes, La ratesa de Günter Grass o incluso El libro de Manuel de Julio Cortázar. O mejor aún: puede requerir una exégesis historiográfica de El Quijote, con la condición de que sea realizada en apenas un par de semanas. El método está más que comprobado: nunca falla.

viernes, 30 de mayo de 2014

El hermano de la muerte


Recién acabo de leer El palacio de los sueños de Ismaíl Kadaré. Libro en verdad inquietante. Y es que la idea de una oficina burocrática que recopila, como si fueran una suerte de impuestos, los sueños de todos los ciudadanos de un imperio, más allá de su carácter «absurdo» e inverosímil, muestra algo que suelen temer todos los poderosos, aún cuando nunca lo confiesen: el acceso directo al pensamiento más recóndito de la gente común y corriente, es decir, a relatos o puestas en escena carentes de materia y realidad, pero que, por eso mismo, están ligados a la esencia de las cosas, es decir, pese a «nunca haber sucedido» son latentes en todo momento, como una alegoría profética en la que los símbolos danzan tenebrosamente, sobre todo por la relación entre el sueño y la muerte, cuyos territorios son los mismos, como se dice en cierto momento: "¿Qué otra cosa esperas que surja de los territorios del sueño?, continuó el otro. Son prácticamente los mismos que los de la muerte". El hecho de que el protagonista sea miembro de una familia de rancio abolengo en Albania, sólo sirve para ilustrar la manera en que algo como un sueño y su respectiva interpretación podrían caer como una especie de manifestación del destino en la vida de una persona, ya sea para arrastrarla al abismo, o para elevarla a gélidas cumbres...


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miércoles, 7 de mayo de 2014

En busca de la gloria


En El desierto de los tártaros, Dino Buzzati pone el dedo en una de las llagas más dolorosas e inconfesables de los seres humanos: la sospecha, casi siempre equivocada, de que un gran destino nos aguarda. Y es que, seamos sinceros con nosotros mismos: ¿cuántas veces hemos imaginado que la gloria habrá de llegar tarde o temprano a nosotros? No sabemos cómo ni cuándo, pero en nuestro imaginario suponemos que no tiene más remedio que llegar (lo cual es una curiosa coincidencia con otra espera simbólica, como lo es el Día del Juicio) y entonces sí, aquellos que osaron desconfiar de nuestras capacidades o que en cierto momento se mofaron de ellas, obtendrán su merecido, quedarán deslumbrados ante ese fulgor que sólo la gloria es capaz de proporcionar. Sin embargo, además de ser «dulce», la gloria es un bien escaso, y no alcanzaría para todos los que están ávidos de ella. Esto, como es fácil de deducir, ha producido hondas e innumerables frustraciones en todas las edades humanas. La infelicidad (ésa sí abundante en toda la corteza terrestre), germinada de la envidia o de la frustración, de los sueños inalcanzables o de los deseos basados en cosas abstractas como el dinero, acecha en cada rincón de la existencia. Y lamento decirlo, pero es casi imposible librarse de ella en un mundo estructurado a partir de necesidades y satisfacciones efímeras. 
Pero eso no es lo malo de todo este asunto. Lo que de verdad puede ser dramático es que a veces nos llega esa iluminación acerca de las vanas esperanzas de la gloria cuando ya no hay remedio, cuando los mejores años han pasado casi sin darnos cuenta y entonces vemos que nuestra vida se ha ido por la coladera de una espera absurda, a la que además le hemos consagrado cantidades industriales de ilusiones. En la novela de Buzzati, Giovanni Drogo perderá tres décadas creyendo vislumbrar en el horizonte, a tiro de piedra, ese futuro heroico con el que tanto soñaba. Cuando Drogo se da cuenta de la insensatez de su espera ya es demasiado tarde: su cuerpo está acorralado por una enfermedad que lo llevará a las puertas de la muerte. De nada le habrá servido el derroche de años transcurridos en imaginar cómo sería el momento de cubrirse de gloria, en aguardar a que el destino toque a la puerta, en vez de adentrarse en el presente y tratar de comprender, al menos un poco, lo que existe en derredor. La dolorosa toma de conciencia de la futilidad de la vida, sobre todo cuando la certeza de la muerte comienza a deambular con insistencia en el silencioso pero a la vez expresivo lenguaje de su propio cuerpo… No sé, el texto me dejó con la sensación de que la paradoja más cruel ante el ansia de gloria es precisamente un destino de vida minúscula, ser un puntito insignificante entre la masa de la gente común y corriente… como seguramente nos tocará en suerte a la gran mayoría de nosotros. Así que piénsenlo: ya no es tan difícil adivinar por qué hay tanta amargura por doquier y, sobre todo, por qué siempre se espera que el triunfador caiga y regrese al anonimato de la masa, del que nunca debió salir por ir tras algo tan sublime e inútil como la gloria.

lunes, 31 de marzo de 2014

Génesis de un repudio

Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón

Las facciones revolucionarias que más tarde formarían el PNR (Partido Nacional Revolucionario), el cual a su vez devendría en el famosísimo PRI (Partido Revolucionario Institucional), nunca pensaron que la gestación de ese partido que las agruparía a todas, pese a sus casi irreconciliables diferencias, tendría un mal signo desde antes de su gestación: en una encuesta de opinión que elaboró el periódico El Universal, publicada el 10 de julio de 1922, se arrojaron los siguientes e inesperados resultados: 142,872 lectores manifestaron que preferían al semidesconocido empresario Carlos B. Zetina para que ocupara el cargo de presidente de México; 139,965 lectores se inclinaron por el general Adolfo de la Huerta (que ya había sido presidente provisional del país, tras el asesinato de Carranza, y que más tarde se levantaría en armas contra el dúo sonorense Obregón-Calles); 84,129 votos fueron para el general Plutarco Elías Calles, y 72,854 votos para el general Francisco Villa, que sería significativamente asesinado un año después.

El repudio a los “héroes” de la revolución no era gratuito: durante más de una década el país se había empantanado en una violencia que parecía no tener fin. Tras la revolución maderista y su desastroso final, la usurpación de Victoriano Huerta y la guerra civil entre contitucionalistas y convencionistas, la gente común y corriente optaba por la “paz” y el desarrollo que podrían provenir de un empresario civil. Sin embargo, conocemos la historia: tras el fracaso del pronunciamiento de De la Huerta, el general Calles (el tercer lugar en la preferencia de la gente) tomó el poder sin importar la opinión pública y, apadrinado por Álvaro Obregón –que buscaría reelegirse en 1928 con fatales consecuencias–, sembró las semillas de lo que sería el PRI con un estilo no muy lejano del fascismo europeo.

Y aunque en las décadas que conforman la historia del PRI no todo es oscuridad (son notables los ejemplos de Lázaro Cárdenas y Adolfo Ruiz Cortines, este último iniciador de lo que se conocería como “el milagro mexicano”), sí llama la atención que, desde su propia génesis, haya estado marcado por la absoluta sordera ante la voz popular.

jueves, 13 de marzo de 2014

Los libros no fallan

Los libros no fallan. No me refiero a uno en particular, mucho menos a esos autores que suelen considerarse favoritos. No. Me refiero a los libros como quien se refiere a los árboles, los cielos o las estrellas, en especial por esa maravillosa facultad que tienen para diluir la soledad, o en todo caso para hacerla más “poética”, para convertirnos, mediante un movimiento alquímico, en uno de los personajes que los pueblan. Pero no sólo diluyen la soledad, además son capaces de dar rasgos épicos a la vivencia más anodina gracias a que muchos nos damos cuenta de que cualquier cosa es proclive de ser narrada, con mayor o menor fortuna, dependiendo del estilo que logre desarrollar cada escritor, pero al final las vivencias personales son las que estructuran eso que se llama literatura. Esa experiencia que te hizo rabiar como un demente o que te hundió en la más negra depresión o que te elevó hasta las cumbres más dulzonas de la felicidad, créeme, puede ser el hilo conductor de una o muchas historias. No, los libros no fallan, incluso cuando por accidente nos vemos atrapados en las viscosas páginas de uno malo. Y es que a veces los libros malos nos colocan en predicamentos que no son fáciles de sortear. Las ganas de arrojarlos muy, muy lejos, y la imposibilidad (o necedad) que tenemos muchos para llevarlo a cabo. Superar ese obstáculo a mí me hace, al menos ante mis propios ojos, una especie de héroe romántico. Como si dijéramos que al terminar un libro malo algún poder supremo me autoriza para hacerlo trizas o tundirlo con todo el peso de mi sarcasmo, precisamente por haber logrado leer hasta la última de sus páginas, de sus escalofriantes frases… Y si además pensamos que todas las situaciones dramáticas por las que puede atravesar la humanidad existen ya en los libros, descubriremos que en realidad ya todo estaba escrito, incluso aquello que más nos hará sufrir y gozar en esta vida. No, buenas gentes, los libros no fallan. Eso nos lo dejan a nosotros, que rara vez somos capaces ver las cosas con una mirada carente de sentimentalismos. Y por ello lo mejor que podemos hacer es leer, leer y leer. Hasta que esas historias colectivas nos hablen de nuestras propias miserias y alegrías, o bien, hasta comprobar por nosotros mismos que no, que los libros no fallan…

miércoles, 12 de febrero de 2014

Dos instantáneas de Walter Benjamin sobre el «flâneur»


Libro de los Pasajes de Walter Benjamin, página 422. Me encuentro con estos dos fragmentos a propósito del vagabundeo. Disfrútenlos:

«La calle conduce al flâneur a un tiempo desaparecido. Para él, todas las calles descienden, si no hasta las madres, en todo caso sí hasta un pasado que puede ser tanto más fascinante cuanto que no es su propio pasado privado. Con todo, la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia. Pero ¿por qué la de su vida vivida? En el asfalto por el que camina, sus pasos despiertan una asombrosa resonancia. La luz de gas, que desciende iluminando las losetas, arroja una luz ambigua sobre este doble suelo».

[M 1, 2]

«La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta. Su marcha gana con cada paso una violencia creciente; la tentación que suponen tiendas, bares y mujeres sonrientes disminuye cada vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina, de una masa de follaje a lo lejos, del nombre de una calle. Entonces llega el hambre. Él no quiere saber nada de los cientos de posibilidades que hay para calmarla. Como un animal ascético, deambula por barrios desconocidos hasta que, totalmente exhausto, se derrumba en su cuarto, que le recibe fríamente en medio de su extrañeza».

[M 1, 3]

viernes, 31 de enero de 2014

Pereza

Pensaba en la pereza. Esa regordeta y soñolienta actitud que me hace evitar los esfuerzos, sortearlos mientras permanezco en la seguridad de un sillón, acaso adormilando mi cerebro con alguna baratija televisiva, o entre los pliegues que forman las cobijas de mi cama. La posición supina y la manera en que a veces me entrego a la inactividad, bien sea a través de la contemplación obcecada y meticulosa de grietas en los techos, de manchas en las paredes, de los patrones en la diminuta textura de mis manos, o bien con la finalidad de perderme entre los múltiples sonidos que pueblan el día a día de una ciudad como ésta. Todo siempre realizado en aparente calma, como si nada importara demasiado, como si la vida me pudiera esperar hasta que me dé la gana (si es que eso sucede) para levantarme y decidirme a actuar más pragmáticamente. Holgazanear sin remilgos y sin remordimientos, devorando los minutos que se convierten en horas y quizás hasta en días enteros… Pero, ¡ah, cuidado! El abuso de la pereza esconde trampas terribles, porque en ellas subyace la inercia del aburrimiento, ese estado espiritual que los antiguos asociaban con lo diabólico, con la imaginación estéril e infructuosa de cuyas ramas cuelgan redondos y lozanos los vicios. Nada más sórdido que una idea nacida de un océano de pereza. Nada más vano. Y si no me creen inténtenlo: durante dos o más días observen la misma grieta en el techo, hagan teorías acerca de sus posibles significados, elaboren juegos simbólicos de acuerdo a la dirección que señale, o incluso, hagan el ejercicio de entregarse a la pereza teniendo una finalidad moralmente “superior”, igual que el joven que intenta desenmascarar al mundo usando la holgazanería como su principal arma en Un hombre que duerme, de Perec; o quizás esperando que todos los problemas se resuelvan mágicamente, como ocurre en Oblómov, de Goncharov. Así verán que una infinidad de locuras brotarán como géiseres de su mente, imágenes que nada tendrán que ver con la realidad o con cosas asequibles en este mundo. Locuras de todos tipos y colores, inconfesables muchas de ellas, sobre todo si se pierden en laberintos eróticos o en idílicas representaciones de ustedes mismos… ¡Sí, buenas gentes, todos esos espejismos fulgurantes y huecos serán obra de su propia pereza!

domingo, 5 de enero de 2014

Necedad


A veces a mí mismo me sorprende mi necedad. Ignoro si es una virtud o un defecto –supongo que depende de las circunstancias–, pero lo cierto es que me acompaña siempre, a todas partes, en todo momento. Cuando, por ejemplo, estoy en compañía de amigos y de litros de cerveza, mi necedad se vuelve una carga difícil de sobrellevar, sobre todo si alguien aborda un tema que, por casualidad, he tratado de cerca. Si entonces esa persona se pone a decir sandeces o lugares comunes, algo sucede en mí, como si se activara una especie de sensor. Me revuelvo en mi silla, espero a que termine de hablar (aunque también es cierto que a veces interrumpo dando grandes voces, como todo un imbécil) y entonces lo abrumo con una mezcla de conocimientos y sarcasmo, sin piedad, hasta que el pobre sella sus labios con su tarro de cerveza o con alguna palabra que ya no logro escuchar, o de plano me da por mi lado con gesto de fastidio. Por supuesto, cuanto más alcohol fluye por mis venas, la necedad se vuelve cada vez más protagónica, hasta que finalmente siento a lo lejos algo que se acerca con inexorable paso de tortuga: un cansancio viscoso y definitivo de toda aquella maldita situación, y entonces guardo un silencio que los demás no dudan en agradecer.

Pero la necedad también me ha hecho perseguir, hasta conseguirlos, los pocos sueños que tengo. Por ella he hecho viajes delirantes, he estudiado aquello que más me apasiona –aun cuando en un principio fuera de forma autodidacta– y me ha conducido a conquistar, a base de incansable espera, a algunas mujeres con las que experimenté todo lo que un hombre puede experimentar con una mujer. Es decir, mi naturaleza terca me impide abandonar un camino o un objetivo, por más irrealizable que parezca, incluso cuando mi razón opina lo contrario. Esa misma necedad me hace buscar, si no la perfección, algo que llegue muy cerca de ella (al menos eso creo), tanto en el trabajo como en mis proyectos personales. Es una cosa que me azuza en casi todo momento, y que los más optimistas no dudan en llamar “perseverancia”, bonita palabra que, sin embargo, esconde las tristezas que fustigan a la necedad: a pesar de los continuos y a veces humillantes fracasos, suelo empeñarme, contra toda lógica, en conseguir aquello que anhelo, y aún más: a veces tengo la inconfesable convicción de que ese algo un día habrá de venir a mí por su propio pie, debido a la cantidad de voluntad y tiempo que he invertido en conseguirlo, y entonces mis manos, como las garras de un ave rapaz, estarán listas para sujetarlo con fuerza e impedir todo intento de huida…

Estoy consciente de la vana pretensión que subyace en semejantes certezas, pero así funciono, adivinen por qué. Exacto, por pura y simple necedad.