martes, 29 de enero de 2008

Insomnio o de la venganza



Anoche no pude conciliar el sueño. Cuando al fin recargué el perfil en la cama, después de un día minuciosamente sórdido, un olor sutil me forzó a encender la luz. Miré la almohada, la inhalé con vehemencia y entonces comprendí el castigo: me habías dejado tu olor en ella para conocer el significado del abandono.
Me levanté de un salto y olfateé todo lo que apareció ante mi vista: la bufanda de lana, mi zapato izquierdo, el cocodrilo de mimbre que colgaba de la pared… Tardé dos eternidades, pero ahora todas las cosas culpables de poseer tu aroma duermen en la oscuridad del armario. He decidido que allí se quedarán el tiempo necesario para que tu olor envejezca, para que se marchite y se pudra. Entonces, cuando no sea más que un pordiosero miserable, le abriré las puertas del armario y lo obligaré, a punta de empujones, a salir a la luz del sol. Y vagará lastimosamente por el mundo hasta el día en que por fin lo encuentres.
Sólo así sabrás que conmigo no se juega…

jueves, 24 de enero de 2008

Vanas iluminaciones

Definitivamente una frase memorable de Walser, además de un manual contra el desconcierto:

[...] De golpe entiendo la entrañable especifidad de las mujeres. Sus coqueterías me divierten y descubro un sentido profundo en sus triviales ademanes y modismos. Si no las entendemos cuando se llevan una taza a los labios o se levantan la falda, no las entenderemos nunca. Sus almas discurren al mismo pasito trotón que sus deliciosos botines de tacón alto, y su sonrisa es dos cosas a la vez: una costumbre insensata y un fragmento de historia universal. Su arrogancia y escaso entendimiento resultan fascinantes, más fascinantes que las obras de los clásicos. Sus vicios suelen ser lo más virtuoso que existe bajo el sol, ¿y cuando montan en cólera y se enojan? Sólo las mujeres saben enojarse. Aunque ¡silencio! Pienso en mamá. ¡Qué sagrado es para mí el recuerdo de los instantes en que se enfadaba! [...]

Robert Walser, Jakob Von Gunten.

martes, 22 de enero de 2008

Los laberintos de Fez



En abril de 2004 llegamos en tren a Fez desde el puerto de Tanger, de donde escapábamos de un dealer de hachís que se había ofrecido como guía de turistas... En esa ciudad, que aún conserva un aire medieval basante pronunciado, compramos contra nuestra voluntad un par de magníficas alfombras bere-bere, cada persona quería (y casi siempre conseguía) arrancarnos algo del poco dinero que llevábamos encima, dormimos en un hotel de escasa categoría en donde compartíamos un baño lúgubre con el resto de cuartos del piso y un taxista nos miró sombríamente cuando nos negamos a darle más dinero del que habíamos pactado en un principio.

Una ciudad bella, antigua, frenética, con algo de deslumbrante y amenazador al mismo tiempo, con los olores más exquisitos y más asquerosos conviviendo en un sólo metro cuadrado, algo bastante familiar con ciertos lugares de México. Nos advirtieron, no sé si justificadamente, que no tomáramos fotos del lugar, ya que es una práctica que molesta sobremanera a la gente. Así que las imágenes que comparto en este espacio tienen la característica en común de haber sido tomadas sin enfocar, de manera azarosa; y en muchas de ellas, por supuesto que se nota...












La cámara a la altura del estómago













Se veían pasar las sombras













Husmeando en la mezquita
aljama Qarawiyin

lunes, 21 de enero de 2008

Amor al Oficio

Me gusta observarte desde detrás de los árboles.
Ni siquiera lo sospechas, pero te contemplo, acecho cada uno de tus ángulos, los memorizo y más tarde los dibujo con agonía bajo la soledad de mis sábanas… No obstante, después del final, las preguntas de siempre retumban contra tu eterno mutismo: ¿qué eres? ¿Quién fuiste? ¿Acaso aquél que te creó pudo descansar sus manos sobre tus cúpulas y gozarlas impunemente, hasta llegar a la saciedad, a la perfección? Lo maldigo y lo envidio, porque él consiguió imaginarte así: emergiendo para siempre de esa concha, sobre las olas de un mar inmóvil. Se deleitó con la promesa que ofrecías cuando aún estabas atrapada en la deformidad del mármol.
Sin embargo, ahora él ya no importa. Sólo yo te gozo. Y por eso bendigo a las aves que se posan en tus hombros, en tu pelo, en tus manos, a pesar de que sé muy bien que te habrán de dejar inundada de mierda.
Mejor.
Mañana seré el primero en limpiarte, meticulosamente.

viernes, 18 de enero de 2008

Del momento en que se necesita un rifle

(Publicado en la revista Tinta Seca, Agosto 2006)

Despierto. La luz de mi vecino nuevamente sobre el rostro. ¿Por qué demonios no la apaga nunca? Aún debe ser de madrugada a juzgar por el silencio casi sólido que envuelve el ambiente. Cierro los ojos fastidiado: manchas ocres y amarillas ardiendo en la oscuridad de los párpados. Me revuelvo en la cama, respiro profundo, intento dejar de pensar. Es inútil, ya no conseguiré dormir lo que resta de la noche. Maldita luz. Busco a tientas mis zapatos bajo la cama y tropiezo con una caterva de texturas repelentes para el tacto: papeles, basura, pelusas, algún calcetín olvidado allí desde tiempos remotos… y al final los encuentro: indiferentes, toscos, rasposos, con las agujetas derramadas en desorden. Me dirijo a la cocina envuelto en una cobija y cuando prendo la luz, no me sorprende ver un súbito motín de cucarachas huyendo hacia sus escondrijos. Aplasto con la uña del pulgar unas cuantas que han quedado rezagadas mientras pongo a calentar agua para café. Sin quererlo, mis ojos chocan con un reflejo sombrío de mí mismo en la ventana de la cocina; me inspecciono con atención: insípido, soso, con una falta absoluta de carisma. Comprendo por qué las mujeres nunca me han dedicado la más mínima atención. Mis ojos oblicuos, un poco más abiertos de lo normal, emanan una mirada cansina, de locura mediocre, incapaz de augurar ninguna hazaña digna de mención.
No soporto más mi reflejo ni mucho menos los pensamientos que me provoca. Apago la luz después de soplar la taza humeante y me arropo otra vez en el silencio. Algunos ladridos lejanos, el zumbido del refrigerador… ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Para qué existir en un mundo donde hay que despertar, dormir, comer, cagar, masturbarse, caminar…? Lleno nuevamente la taza y comienzo a sentir el frenesí de mi sangre corriendo a todo galope por las venas, llegando a cada uno de mis miembros, aflojándolos, dejándolos livianos, casi etéreos. Salgo al minúsculo patio aún envuelto en la cobija y siento el viento frío golpearme la cara. La luz sucia y amarillenta de los faroles en la calle no deja ver las estrellas. Creo que no recuerdo haber visto un cielo estrellado desde que era niño: mi padre llevándome en vilo hacia el huerto de la abuela en plena madrugada para poder orinar. Levanté la vista soñoliento mientras el delgado torrente refulgía con la luna. Incontables estrellas picoteaban el cielo, dando la impresión de hacerlo vibrar. El universo con su extensión atroz, interminable.
Comienzan a escucharse algunos pájaros, sus gorjeos intermitentes cayendo desde la negrura de los árboles. El horizonte va descubriendo lentamente un color de durazno. Decido meterme para dejar de tiritar.
La luz del vecino sigue encendida. Infeliz. Si tan sólo tuviera un rifle.