lunes, 28 de diciembre de 2009

El tiempo y sus ciclos

Según Henry Bergson, el tiempo sólo puede tener significado a partir del movimiento, pues si existiera un solo segundo de universal estatismo, el tiempo perdería de inmediato su razón de ser, o al menos esa que solemos achacarle. Además, con el tiempo viene la duración, ese lapso en el que algo consigue tener percepciones sensibles hasta que finalmente regresa al interminable reciclaje de la materia inanimada. Es por ello que la eternidad resulta tan difícil de concebir para nuestras imperfectas imaginaciones humanas, pues al carecer de principio y fin, puede representar un ejemplo asaz terrorífico del estatismo, y de ahí las más alocadas teorías acerca del “principio y fin” del universo, como la muy conocida del Big Bang, que si acaso alguien me pregunta, está tanto o más fumada que pensar en la idea de un Creador.

No trato de generar polémicas inútiles con respecto a la religión o la ciencia, sino que hoy, al despertar con este nuevo ciclo encima de mi cabeza, recordé ciertos momentos que han sido de mucha o nula trascendencia en mi vida, cosas que he dejado pasar, felicitándome o arrepintiéndome después, o algunas otras que agarré al vuelo, si se me permite semejante expresión. Los amores que he podido padecer y disfrutar, y aquellos otros que miro como si por siempre me separara de ellos un grueso cristal ciego, como esos un tanto narcisistas que no permiten mirar hacia afuera. Pienso en lo que nunca lograré, más que nada por no despertarme un interés real, y en los sueños que, gracias a una necedad que fácilmente se confunde con la voluntad, he conseguido con rabiosa satisfacción. En fin, pienso que en la duración que ha tenido mi vida hasta el momento puedo sonreír, a veces hasta la carcajada, con varios episodios, y con otros se me taponea la garganta al punto de convertir mis ojos en temblorosos pozos de agua.

Hoy por la mañana puse a todo volumen Time de Pink Floyd (por supuesto la canté a grito pelado), y creo que nunca había sentido con tanta intensidad las estrofas de esta rolita, pese a que desde hace bastantes años es una de mis favoritas de todos los tiempos. The sun is the same in a relative way but you're older… dice en algún momento Roger Waters, y con semejante frase veo que los sueños no cumplidos están en ese punto en el que consiguen amargar a ciertas personas o las instalan definitivamente en la conformidad.

¿Qué podría seguir en adelante? ¿La mediocridad? ¿El despegue definitivo de ese destino que desde hace tiempo acaricio con manos, por decirlo así, crispadas? Y de ser así, ¿hasta cuándo durará? ¿Tendrán realmente algún sentido estos instantes que tarde o temprano se perderán como gotas en el mar? Mejor dejo ahí las preguntas, antes de dejarme llevar nuevamente por las vanas posibilidades que aún se vislumbran en este camino…


* Imagen: La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí (1931)


viernes, 27 de noviembre de 2009

Obstinaciones de la memoria


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Si hubiera sabido que nuca más la olvidaría, quién sabe si se habría atrevido a conocerla. Aunque en realidad fue uno de esos acontecimientos que nunca le piden a nadie su aquiescencia. Cosas que suelen suceder dentro de la cotidianidad más pedestre, si bien es cierto que con una pizca de casualidades. El entusiasmado regreso a las aulas después de varios años de destierro voluntario, un miércoles de agosto que encajaba sin sobresaltos en el abanico de los días, la calma de saber por fin el camino por el que habría de discurrir en adelante.
Así, jaloneado por palabras que escapaban de diversas bocas, de pronto la vio llegar, envuelta en una afectada indiferencia por todo aquello que la rodeaba. Se abría paso, y eso lo impresionó, con una mirada en la que cabían lo mismo los colores de las aguas del Caribe que las difuminadas siluetas de varios amantes. Y cuando escogió una butaca, justo la que estaba al lado de él, derramó un silencio de esos que preludian las tormentas, junto con un olor sutil que a él le pareció desconocido y anhelado al mismo tiempo, y que se le enterró muy cerca del alma, con lo que por poco se desmenuzó en un tosco sollozo de orfandad. En fin, quizá debió sospechar, pero nada le hizo prever que las imágenes de los breves encuentros que sostendrían antes de separarse indefinidamente se mantendrían inamovibles en su mente, a pesar de que en las calles que se vislumbraban desde su ventana varias veces tiraron los árboles sus hojas, hasta quedar en el puro esqueleto de sus ramas, y varias veces se volvieron a llenar de retoños.
Y acarició tan minuciosamente esas imágenes, así como todas las posibles respuestas que pudo haberle dado, y no lo que en verdad le dijo, que muchas noches provocó involuntariamente en ella, que desgastaba sus días en una vida inimaginable para él, sueños constantes y varias veces inconfesables, sueños llenos de dudas, de molestas elucubraciones, de escenas en las que atravesaban tierras nunca antes vistas con el más completo sosiego, y de esta forma les apareció un día una especie de espina que se fue clavando con vesánica profundidad en ambos al mismo tiempo, de tal suerte que si él intentaba sacársela con mil trabajos, a ella se le enterraba hasta el llanto.
Y por supuesto, también viceversa…

sábado, 7 de noviembre de 2009

El tesoro de Moctezuma


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El tesoro de Moctezuma *

Eran los días últimos de Tenochtitlan. Crepitaban las flechas y volaban de un oído a otro los augurios. Frente al teocalli alguien repetía lúgubremente: “Con esta triste suerte nos vimos angustiados”. Los cadáveres se ordenaban en túmulos piramidales, y el mismo Templo Mayor parecía un difunto de forma caprichosa. Axoyotzin, el más confiable de los leales al emperador Moctezuma, fiel como un cuchillo de pedernal, buscó a su amo. No era fácil hallarlo entre ruinas, incendios, ayes de incomprensión y dolor, y gente que corría sin cesar, en círculos. Los arcabuces y la peste diezmaban.

Guiado por el instinto, en la madrugada teñida de sangre, Axoyotzin encontró al emperador: “Señor, os suplico. Sé de un sitio seguro para ocultar el tesoro, que jamás debe caer en manos extrañas. Es una cueva que nadie ha entrevisto siquiera, en el cerro que nunca se visitará. Confiad en mí. Llevemos el tesoro de inmediato”. Moctezuma, vacilante como era, pareció dudar pero se convenció ante el número de muertos y el sollozar de las mitologías. “Está bien. Vamos”.

La noche siguiente, unos cuantos acompañaron al monarca. El tesoro era, en efecto, portentoso, de un brillo perturbador, alucinante. En el largo viaje hacia el cerro, Axoyotzin observó la expresión acongojada de Moctezuma, su sensación de falta ante el pueblo. Luego, cuando mataron a sus acompañantes para certificar la discreción, Axoyotzin advirtió por vez primera en mucho tiempo una expresión de felicidad en el rostro del emperador. Contento, lo condujo de vuelta a la ciudad sitiada y a su palacio. Y escapó, para no compartir un destino que se anunciaba histórico.

En su pueblo, Axoyotzin no dio explicaciones de su regreso, y nadie se las solicitó porque en las épocas de cambio histórico la curiosidad se restringe. Trabajó la tierra, y sembró de referencias aciagas su conversación, y aun se dio tiempo para tener hijos. Y en las noches, o aun de mañana, un puñado de imágenes lo asaltaba: las joyas bellamente labradas, la caída de los tejos de oro a los que de inmediato cubría la tierra, Moctezuma ajeno a palabras y lágrimas, los enterradores desprevenidos que les mostraban la espalda, el rayo que acentuó la lividez de los semblantes al desaparecer la cueva de la vista más penetrante.

Desde ese día Axoyotzin sólo conoció un pensamiento: el tesoro costearía la resistencia armada y repondría en su sitial a los dioses.

Murió el emperador Cuauhtémoc y, un tanto a la fuerza, los vecinos y los familiares de Axoyotzin fueron traicionando los ritos de su pueblo. Él fingió, se arrodilló con lágrimas de furia, asistió a la Doctrina, y persistió en los sueños de revancha, en el día del exterminio de la falsa religión y sus enviados.

Un día, su hijo le anunció que en verdad creía en el dogma de los invasores, y que pensaba hacerse sacerdote. Angustiado, sin decir palabra, Axoyotzin sintió llegada la hora de extraer el tesoro y propiciar la vuelta de los suyos.

La noche del sábado, en la fiesta dedicada por su pueblo al santo recién impuesto, Axoyotzin, nervioso, desesperado, tomó pulque en demasía y bailó y pensó en todas las metáforas que las flores consienten. En la madrugada, harto del silencio, le confió a su interlocutor la cuantía del tesoro y le describió con minucia el sitio del ocultamiento.

En la tarde siguiente, cuando se despertó y en algo dominó el aturdimiento de su cráneo, Axoyotzin no consiguió recordar el nombre de su confidente. El pánico lo envolvió como la yerbas al rocío. ¿A quién le habría entregado el secreto de su pueblo? ¿Quién sería el delator o el avaricioso que segaría su vida? ¿Lo detendrían para torturarlo, o lo matarían al ir a extraer el tesoro? Y el pavor lo aturdió y lo enloqueció y no lo dejó comer. Se encerró sin ver a nadie y semanas después murió literalmente de hambre.

Y el desconocido, que no era tal, sino su hermano, se preguntó: “¿Qué me habrá contado Axoyotzin esa noche?” Porque él bebió tanto que no recordaba una sola palabra.


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* Carlos Monsiváis, Nuevo Catecismo para Indios Remisos, Editorial Era, México, 1996, pp. 93-95.

jueves, 29 de octubre de 2009

Marilludo

Nunca un marilludo aullará solo. Dependen tan morbosamente de la presencia de su pareja, que incluso en actividades propias de la más absoluta soledad, tal como sucede con las posturas que obliga a dibujar la inminencia de las deyecciones, el otro husmea sin cesar en los alrededores con los ojos torcidos por el soslayo. Y es que a pesar del semblante terrible, agresivo y viril que portan los machos de esta especie, si acaso están solos, huyen soltando gemidos apenas audibles al primer encuentro belicoso con animales de menor tamaño y envestidura. Sólo parecen adquirir algún valor cuando la hembra, de porte aún más viril, terrible y agresivo, deambula en las cercanías. Entonces sí, chillan y bufan y aúllan juntos y muestran sus colmillos, aunque guardando una sensata distancia frente a bestias que pudieran resultar peligrosas.

Son animales de abundante pelaje, pezuñas regordetas y delicadas, hocicos prolijos, vocecillas agudas y guturales, generosas carnes en lugares inútiles del cuerpo, ojos pequeños, inquietos, siempre listos para escudriñar lo que no existe, o acaso para inventarlo si es necesario. Además, emanan todo el tiempo un muy particular hedor, con lo que se cree que atraen tanto al sexo opuesto como a una gama inconmensurable de parásitos. Cuando no los atormenta alguna necesidad fisiológica, parecen profundamente cavilosos, proclives a fútiles introspecciones, y después intercambian curiosos gruñidos en diferentes tonos, tal como si charlaran con la mayor seriedad acerca de la trascendencia de la vida.

Para desgracia de muchos, pingües ejemplares de estas bestias suelen pulular alrededor de los focos de poder, por pequeños que éstos sean, tal como lo hacen las moscas en los desperdicios. Y si entreven algún posible provecho para sí mismos, no dudan en ejercer una profusa y viscosa zalamería. Según algunos eruditos, la cópula entre estos animales resulta especialmente inmunda y ruidosa, por lo que se cree que en la antigüedad se solían sacrificar a sus vástagos mediante concienzudas palizas al creerlos producto de horrendos aquelarres y otros tantos ritos diabólicos.

martes, 29 de septiembre de 2009

De los viajes sin retorno

Fue en los días más ardientes de aquella primavera. Cucarachas del tamaño de los ratones salían constantemente de las alcantarillas. Estaban tan enloquecidas por el calor que trepaban con una rapidez inaudita por las paredes y emitían un tenue y exasperante rechinido cuando sus patas resbalaban en los cristales.

Mientras tanto, ella agonizaba en su cama sin tregua desde hacía más de tres días, después de un vesánico e inútil viaje entre cadenas montañosas y brumosos calores, en el que la absurda esperanza de retrasar lo más posible eso que ya era inevitable bañaba cada uno de nuestros pensamientos. La muerte rondaba dejando una sombra cansina en el césped del jardín, sin decidirse a terminar de una buena vez con su tarea. Estábamos atontados de tanto gemir y pensar en lo irreal de aquellos momentos. Gemir y pensar, gemir y pensar. Teníamos las mejillas llenas de senderos salitrosos, residuos de lágrimas antiguas que no podían más que guiar a las nuevas hacia el final del rostro, desecándolo en forzadas y angustiosas arrugas. Y en medio de aquella espera estancada, de pronto se me ocurrió la atroz idea de recordar en voz alta los sufrimientos sin sentido de Job, quizá pensando en pasar el tiempo, o al menos mi tiempo, con un poco más de facilidad.

Mas como si fuera una señal, al llegar al punto de la apuesta divino-diabólica, ella se sacudió en un espasmo que me hizo tragarme completos los siguientes versículos. La muerte, acaso fastidiada por fin del triste carnaval, decidía terminar con aquel alargue que sería cada vez menos llevadero. Con una ronca exhalación, eso que la hacía ser ella se dirigía a no se sabe dónde. Escuché mi propio lamento, arropado entre otros gemidos más agudos y ruidosos, y de inmediato comenzaron los monótonos oleajes de los rezos.

En esas andábamos cuando de pronto el día se nubló durante unos segundos, los suficientes, sin embargo, para que con el nuevo rayo de sol que enseguida lo iluminó todo –y que se presentó con más vigor que antes–, las cosas parecieran adquirir un engañoso aire de novedad: la casa cada vez más arruinada, los muebles, los ruidos de la calle, el burdo paisaje tras la ventana. Entonces pensé que era una lástima que los ojos secos de aquel cuerpo, otrora tan amado y sufrido, con su mueca petrificada para siempre a la mitad del camino entre un dolor y una sonrisa, desde ese momento ya fueran incapaces de notarlo…


miércoles, 16 de septiembre de 2009

Dirección múltiple

Sé que desvío su atención de cosas inimaginablemente más importantes, pero aún así, me atrevo a invitar a todo el que pueda tener un poco de tiempo libre el próximo lunes a las inhóspitas 12:00 pm (ese instante crucial conocido también como mediodía), para que se decidan a ir a las Salas A y B de la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria, con el fin de recetarse algunas charlas cafeteras a propósito del entrañable Walter Benjamin.
Por supuesto, debo decir que habrá mucho tráfico en los pasillos de la facultad, olores y gente de todo tipo, y acaso varios experimentarán irresistibles deseos de estar en otro lugar más reconfortante y olvidarse de toda esa locura. Pero quizá valga la pena ausentarse un poco de la sencillez de la vida para escuchar acerca de una de las mentes más extravagantes que deambuló por las primeras décadas del siglo XX. Y si alguno de ustedes no vive en la Ciudad de México, o simplemente decide que no es verdad eso de la sencillez de la vida, tan sólo espero que me dediquen un parpadeo cuando lean estas líneas, lo cual entenderé como una señal de mudo asentimiento...

martes, 1 de septiembre de 2009

Presagio del fuego


A los cambios de viento se les mira siempre con recelo


Y con toda razón:

son heraldos de catástrofes mundanas

Los miedos se revuelven

llenos de miedo

y levantan el vuelo a la menor señal de movimiento


Y así tus pasos, mujer

fundados en inciertas esperanzas

impávidos

desdeñando la ostentación de las mareas

como si de insomnes zumbidos se tratara

y es que pasabas un pie tras otro

sobre apenas un hilito de luz


Eran tiempos sin nubes en los ojos


Apaciguados los contornos que rasguñan la mirada

era posible enumerar los senderos

que serpeaban bajo la palma de la mano

En tu boca jugaban las mariposas como sonrisas

sin necesidad de posarse en ninguna flor

Las ensoñaciones llovían en tu lecho de equilibrista

y por doquier brotaban anhelos relucientes

como barcos que atravesaran el cielo


Y entonces bastaba una palabra

magma que poco a poco se petrifica

y los días me mostraban

su eterno revés de telarañas


Un dibujo incoloro:

la mueca trágica de un falso deseo de distancia

las repugnantes soledades nocturnas

repetitivas como horas

dejando viscosas estelas en los caminos


¿Cuántas veces el lago se rompió en mil cielos?


La penumbra se miraba los pies

siempre con lentitud

como queriendo saborear los minutos

y escupir después el hueso con desdén

Y en el frío racional de aquel peñasco elegido

¿se veían rebotar los ecos moribundos?

¿Tenían memoria y sonrisa las sangrantes despedidas del sol?


El aliento, teñido de voz

elevó sus fervores

y entonces el aire azul se trocó en torpe canto

en desaliñada estridencia que roía

con irritante lentitud

los bloques últimos de tus palabras


¿Cuántas veces quise devorar tu sombra derramada en las calles?


Así atisbaba entre tus miradas perdidas

y buscaba reflejarme en las mismas ventanas

si bien remotamente

para no enredarme entre la música invisible

Quería encontrarte inesperadamente

como los pájaros encuentran la muerte en los cristales

Habría ensayado la sonrisa accidental

la farsa que todo lo calla y todo lo dice

con mis manos aleteando a lo largo de tu silueta

y la nariz hinchada en busca del verdor

La provocación de la risa fácil

cantarina y huera como el agua del vaso


Los minutos deambulaban en fila

con sus pequeñas sombras arrastrando por las aceras

¿Cómo hacen para no detenerse nunca?

¿Acaso existe una madriguera donde acumulen el tiempo

previniendo los inviernos difíciles?

Arrojé la mirada a la distancia

una piedra siempre seca por dentro

y se hundió a los pies de un día que coloreaba monedas en el suelo

Aún de espaldas leí sus signos

y fue como si escudriñara entre los cabellos del destino

porque las palabras se resistían y mostraban los dientes

acaso temerosas de su propio sentido


Entreví las futuras agonías

las jornadas de rojo vino en que recorreríamos los desiertos de la piel

Te vislumbré a ti, mujer

haciendo muda simetría de mis pasos

estirando cada tanto el mismo brazo

barriendo con los ojos el mismo papel…

lunes, 17 de agosto de 2009

El sentido de la existencia



Alguna vez pensé en preguntarle a mi padre cuál era el sentido de la existencia, aunque no exactamente con esas palabras, embarradas ya de cierta entonación telenovelesca. Eso fue en la niñez, después de que despertara de una pesadilla en la que asombrosamente era capaz de voltearme a mí mismo de adentro hacia afuera, tal como se hace con los guantes. Desperté, digo, con una honda exhalación, la cual en mi sueño había comenzado con un sordo alarido. Y horas después, mientras daba los primeros pedalazos a una bicicleta con tres ruedas en la parte trasera, mi propia conciencia eclosionaba ante mis ojos en forma de un par de preguntas llenas de vértigo y vacío: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?

Cierto es que mi padre no estaba en condiciones de responder a semejantes preguntas, de hecho, estoy seguro de que si se me hubiera ocurrido planteárselas, me habría sacado un curioso sonido de la cabeza a través de un tosco manotazo. Sin embargo, creo que fue a causa de esas preguntas que comencé a interesarme en los libros (aunque esto haya sucedido más de diez años después): entre tantas historias y teorías hechas durante tantos siglos, quizá habría alguien que ya las hubiera contestado satisfactoriamente. De alguna forma estaba seguro de que eran preguntas obligatorias para toda la humanidad. Y creo que no me equivocaba del todo. He leído, como se suele decir, “casi todo lo que ha caído en mis manos”, y de inmediato me di cuenta de que las dos clases de textos que trataban de responder a esas preguntas eran los de superación personal (de una manera bastante convencional y descafeinada), y algunos de religión y filosofía, que sólo creen ser capaces de comprender unos cuantos "iniciados".

Los de poesía y literatura no sólo no respondían a esas preguntas, sino que además las multiplicaban ad infinitum, de tal suerte que la cabeza comenzaba a darme vueltas alrededor de un mismo eje con varias caras: lo inefable, el absurdo, la perversidad, la inocencia, Dios, el vacío, la enfermedad, mi propia imagen devuelta, no sin sorna, por el espejo, y una serie de interminables y minúsculos detalles que aparecen en el momento menos esperado, como cuando uno encuentra una rajadura en un zapato nuevo.

¿Y las preguntas? Siguen allí, por supuesto, envueltas aún en su aura de impenetrabilidad, agazapadas detrás de los acontecimientos más nimios o de ciertos sueños que ya no esperaba tener conforme el tiempo sigue desgastando mi vida. No sé más acerca de mí mismo de lo que sabía entonces, pero por lo menos ahora en mi cabeza hay un abanico de palabras con las que intento ocultar inútilmente ese temido resplandor. Y así seguiré, estoy seguro, tratando de mantenerlo en las sombras hasta que llegue el momento fatal e inevitable en el que ya no necesite de ningún tipo de respuesta…

jueves, 30 de julio de 2009

Grosopótamo

De talla colosal, tal como lo sugiere su nombre, el grosopótamo es uno de los animales más sedentarios que se conocen en las zonas cálidas del planeta. Sin embargo, se tienen registros de que su especie tuvo origen allende los mares de oriente, lo que desconcierta a los eruditos, quienes no logran hacer coincidir su natural pereza con los colosales esfuerzos que se requieren para cruzar de un continente a otro. De hecho, todo en esta criatura es colosal: su pereza, su tamaño, su apetito, sus heces, sus ridículas ínfulas ante otros animales, y es que además tiene la ingenua convicción de que todos tendrían que brindarle los más absurdos y colosales favores. Es así que fastidia a las megeracas para que los alimenten mientras ellos permanecen interminables minutos con el hocico abierto; cuando un día entre los días deciden desplazar su colosal trasero, no tardan en gruñir amistosamente a los chahuelames para que les abran camino entre las ramas de frondosos bosques, mientras que aquellos rezongan su impotencia en voz baja, con sonrisas zalameras y la cola entre las patas. Asimismo, los grosopótamos suelen provocar la ilusión de poseer una colosal fuerza de voluntad, debido al dramatismo con el que rugen mientras se acomodan entre el barro con el fin de refrescarse y desterrar de entre los innumerables pliegues de su piel a los cosquilleantes y molestos parásitos, sin embargo es lo cierto que confían el correr de los días al soplo del viento más propicio.

En cuanto a sus costumbres de apareamiento, nadie ha podido verlo con su propios ojos, lo cual generó una curiosa controversia hace varias décadas entre los más eminentes zoólogos de aquel entonces, ya que cierto grupo de estudiosos sostenía la aventurada tesis de que estas formidables bestias eran asexuadas, debido a que poseen un minúsculo miembro viril que se pensaba era un rabo cuya utilidad había dejado de ser vigente desde épocas prehistóricas.

miércoles, 15 de julio de 2009

El soundtrack de un viaje

Durante los viajes son ineludibles ciertas imágenes pertenecientes al lugar del que se ha partido. Eso por supuesto guarda una estrecha relación con las circunstancias previas al emprendimiento de dicho viaje: placer, negocios, huidas, comenzar una nueva vida, etcétera. Sin embargo es también frecuente la asociación entre un viaje y cierta música o incluso cierta canción. Todo el Ok Computer, de Radiohead, se incrustó en un par de años de mi vida con tal intensidad, que ya me era imposible recordar ciertas cosas ocurridas en aquellos tiempos sin que tuvieran a "Airbag" o "Exit" como música de fondo. Después de una extraña aventura por el desierto de San Luis Potosí, ese que se abre desde Estación Catorce hasta el infinito, ya no pude quitar el Anime Salve, de Fabrizio de André, de las evocaciones de aquella fulgurante caminata; y cuando salí de México hacia tierras en las que rara vez se hablaba el español, se me fue quedando de forma involuntaria, sobre todo una melodía de Yendo al cine solo, de José Manuel Aguilera. Lo curioso era que en cuanto pensaba en ese concepto abstracto que es “México”, de inmediato surgían las notas de “Como si fuera tolteca”:



Y así sucedió que mientras caminaba por las gélidas calles de Munich, mi mente comenzaba a reproducir la rola automáticamente, y justo antes de dormir en aquella Florencia llena de implacables vientos, allí estaba también el sonido, y mientras cruzaba un mar nocturno con rumbo a Igoumenitsa, también aparecía de la nada la canción número cinco del disco. No eran tan populares los iPod en ese entonces, y nunca me sentí cómodo cargando los horrendos Discman, así que sobra decir que la canción se fue tiñendo con los colores pardos de la nostalgia, del terruño que, se quiera o no, siempre espera nuestro regreso. Ya se sabe: una de esas trampas que suele tender la memoria.
Justo he terminado de escribir lo anterior y me pongo a pensar en el soundtrack de ciertos libros (como la obsesión que tuve con la sinfonía inconclusa de Schubert mientras pasaba las páginas de Rojo y negro), pero supongo que eso sería materia para otra entrada.

jueves, 2 de julio de 2009

Goces del pasado


Un tema delicado, sin duda, éste de la vejez, sobre todo porque pertenece a la jurisdicción de lo que debe ser tratado de una forma “políticamente correcta”. Sin embargo, hace unos cuantos meses, y esto lo recordé después de haber escrito la entrada anterior, me encontré con que Sergio Pitol habla de ella en un pequeño apartado de El mago de Viena, o mejor dicho, la desacraliza desde sus propios cimientos (y además, con conocimiento de causa) de una forma tan estrafalaria, que mejor dejaré que el lector juzgue con sus propios ojos:

“Recuerdo un banquete celebrado en honor de un ilustre escritor extranjero, un auténtico sabio, en un palacio elegantísimo de Roma. Alguien mencionó el tema de la vejez, me parece que refiriéndose a Berenson, y el homenajeado escandalizó entonces a los concurrentes al decir, con una voz estruendosa que acalló las otras conversaciones, que había momentos en que recordaba con ternura una enfermedad venérea contraída en la adolescencia en un barco y las rudas curaciones que requería, sobre todo si se la comparaba con los repugnantes males que aquejan a los viejos y terminan convirtiéndose en su Némesis: los de la vejiga, la próstata, la ciática, las urticarias del cuero cabelludo, los escalofríos, la debilidad de los esfínteres, la amnesia, el temblor de las manos, y en ese momento los elegantes invitados, viejos en su enorme mayoría, levantaron con estruendo la voz y al unísono declararon que ellos y ellas no sentían para nada la vejez, que ni siquiera la advertían, que nunca se habían sentido en mejor forma, que la capacidad de creación se les había ampliado, que su último manejo del lenguaje era en verdad suntuoso, profundo, ático, o barroco, que cada uno escribía mejor que los demás, mientras el viejo priápico oía hablar, en tonos enfáticos, acalorados, histéricos, a esa tribu negadora de la vejez, con los ojos semicerrados, como si disfrutara ausentarse del presente y se hundiera en los goces del pasado: las hazañas de su pene incontinente, las manchas como condecoraciones descubiertas en su ropa interior. Su única manifestación de vida era una sonrisa de sorna dedicada a la concurrencia”.[1]

[1] Sergio Pitol, El mago de Viena, Fondo de Cultura Económica, México 2006, pp. 82-83.

miércoles, 24 de junio de 2009

Mirar la vejez

Recuerdo los días en Florencia como un continuo roce de vientos. Desgastábamos los días caminando todo el tiempo por delante de esas escenografías tan apreciadas por los turistas, pero también por detrás de ellas, por barrios llenos de hombres desembarcados, a saber de cuántos años, desde diversos océanos. Los camiones, uno tras otro, más o menos justo a la hora que marcaban los letreros en el parabús. El río casi siempre generoso con sus reflejos, retratando a todo el mundo y a su vez dejándose retratar.
Ese día decidimos sensatamente que después de varias semanas juntos, no nos vendría mal un poco de tiempo a solas, y durante un puñado de horas trazamos garabatos distintos en el mapa de la ciudad. Me entretuve en una extraña librería ubicada en un sótano, crucé el Arno tres o cuatro veces, pero sólo una por el Ponte Vecchio; me perdí entre las callejuelas que se tejen detrás de Santa Croce y seguí caminando y caminando y caminando. Cuando mis pies al fin estaban hechos trizas, ya era noche cerrada, aunque apenas pasaban de las 6. Regresé a casa y ella ya estaba ahí, con los pies igual de destrozados que los míos, pero con una cámara en la que se apretujaba una cantidad inconcebible de imágenes. Entre lo que nos contamos mientras preparábamos la cena, de pronto dijo algo fundamental sin darse cuenta, como si sólo fuera una compra rutinaria de zapatos: "Por la mañana que subí al autobús, me llamó la atención un olor raro. Ya sabes que siempre me fijo en los olores. Entonces miré a mi alrededor, y me di cuenta de que estaba lleno de ancianos. Fue muy extraño, porque me sentí algo así como “inusual” en ese momento. No sé si me explico: era demasiada la vejez reunida en un solo sitio. Hasta me dio un escalofrío. De pronto me parecían máscaras grotescas que escondían algo que se estaba pudriendo en alguna parte…"
Ella continuó hablando de otra cosa, pero yo la miré y recorrí su cuerpo con la mirada: manos, pelo, piel, senos, piernas… y entonces metí de lleno un pie, por decirlo así, en el gélido río del tiempo. En ese momento supe que tendríamos que envejecer, ramificarnos de arrugas como árboles. Vi su culo, que por supuesto yo adoraba, y vi cómo se dirigía con una lentitud inexpugnable hacia el polvo, hacia la nada. Es decir, la vi como si ya no fuera, con una absoluta desolación de saber que serían apenas unos cuantos años de discurrir, bien o mal, por esta tierra.
Apenas una ráfaga.
Y no obstante, me dejó un residuo para la cotidianidad, porque ya no puedo contemplar a ninguna persona sin ver una vida alterna y fugaz al mismo tiempo: si son viejos no tardo en descubrir sus posibles rasgos en la niñez, en la adolescencia, la manera en que llegaron a tener el rostro de hoy; pero también me sucede al revés, y de esa forma veo en un niño los posibles rasgos que tendrá en el futuro, su avance hacia la madurez; en fin, infinidad de detalles que trascurren en unos segundos y que se disuelven y renacen con cada parpadeo.
Lo curioso es que con mi propio rostro no me pasa igual. Y es que voy entendiendo, no sin un vago sentimiento de terror, que cada vez se parece más al de mi padre...


martes, 9 de junio de 2009

Se escapa el tiempo

Se escapa el tiempo
y mis pies ya no caben en las huellas que ayer dejé.
Si abro los brazos para medir los días y las muertes,
las uñas se extienden como lunas húmedas,
sonrisas escarchadas
en las que a duras penas escurre el placer.

Se escapa el tiempo mientras estoy sentado,
mientras miro el deslucido color de las soledades,
registrando el sonido parpadeante de un agua reducida a gotas.
Mil reflejos sombríos me azuzan,
acarrean fatuas vanidades,
me esconden al fin de mí.

Se escapa el tiempo y estoy deseando la quietud,
un minuto fijo,
clavado como roca entre el fluir de los momentos imparables.
–Desaparecer.
El hastío contaminando el suelo con sus sombras:
plaga sórdida.
–Cenizo el amanecer.

viernes, 29 de mayo de 2009

Trabajos de un lector


No logro engancharme con Lobo Antunes. O mejor dicho: con Esplendor de Portugal, su décimo libro, de 1997. La historia, oculta tras un deslumbrante derroche formal, se va diluyendo poco a poco, atosigada por las enumeraciones ambientales, por los monólogos interminables que suelen hablar del dolor de una familia en decadencia, del racismo que trasmina entre varios de sus integrantes, otrora radicados en Angola. Y pese a las posibilidades de semejante historia, nada de ello alcanza a revelarme ningún asombro fuera de la propia forma, la cual deslumbra sobre todo de entrada, porque al poco tiempo uno se acostumbra a las acotaciones perfectamente esquematizadas, al vaivén de los tiempos narrativos en los que se anclan los monólogos, a que todo vaya a ras de suelo, si se me permite decirlo así. Incluso me da la impresión de que alguien (el autor, por supuesto) hubiera soltado interminables luces de artificio sin que se supiera a ciencia cierta por qué, o tal vez sólo por el afán de ver el crepitar de las luces. Y no puedo señalar que eso me alegre, antes bien me resulta especialmente penoso, porque es el primer libro que emprendo de Lobo Antunes, instigado por esa intachable fama que ya desde hace años lo va precediendo. Me refiero a que esperaba algo quizá más intenso de esta novela, aunque no podría explicar exactamente qué. Digamos que el título me llevaba por desconocidas y resplandecientes ilusiones. Y además ahora, por extensión (lo siento, es inevitable), comienzo a recordar una serie de libros que, acaso por necedad, me dediqué a terminar sin el menor entusiasmo, sólo por culpa de ese inexplicable prurito que me obliga a terminar cualquier libro que comienzo, sin importar la interminable serie de bostezos que sus líneas me susciten: ahí está el Ulises, de Joyce, uno de los mayores tormentos que he conocido en mi vida, El libro de Manuel, de Cortazar, La ratesa, de Günter Grass, y una lista que prefiero recortar con un simple etcétera. Y ahora, hace su flamante entrada en el nefando grupo Esplendor de Portugal, el cual por cierto, no he podido concluir, y creo que no hay nadie que lo lamente más que yo. Pero aguarden, antes de que comiencen a afilar las poderosas puntas de sus botas, debo decir que albergo la esperanza de que simplemente haya errado la puerta de acceso a Lobo Antunes. En mi librero está Manual de inquisidores, del cual he escuchado maravillas (aunque será mejor que me reserve cualquier expectativa) y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo; y quién sabe, quizá esta forma tan cansina de pasar las páginas sólo la recuerde como uno de esos accidentes que sirven para examinar desde varios ángulos la obra de un escritor, tal como me sucedió con el propio Cortázar.
Lo curioso es que con esto recuerdo aquello de lo que hablé en El fracaso de la belleza, la minúscula reflexión que germinó a partir de un ensayo de Gombrowicz. Es decir, el implacable aburrimiento que puede generar el exceso de perfección, en el dado caso de que realmente sea ésta una obra perfecta. Pero basta ya, podría extenderme con interminables y afligidas digresiones, y sólo se seguiría sacando en claro que no, nomás no he logrado engancharme con Esplendor de Portugal.

martes, 19 de mayo de 2009

Megeraca

Durante mucho tiempo se creyó que este animal consagrado a la rapiña se había extinguido por fin de las tierras conocidas. Sin embargo, ha evolucionado de tal modo, que hoy se le ve revoloteando trabajosamente en sitios llenos de cotidianidad. Su plumaje, por lo general de tintes oscuros, aunque también los hay de gran colorido, es proclive a las pigmentaciones malsanas, lo cual le suele dar la apariencia de ser presa constante de las enfermedades. Tiene un hocico comparable al de los cerdos y orejas puntiagudas, con las que detecta cualquier cuchicheo que deambule a varios centenares de metros a la redonda. Detesta los días lluviosos, y cuando llega a encontrarse de frente con otro ejemplar de su misma especie, lo mira de la cabeza a las garras con indescriptible insolencia. Tiene la fea costumbre de graznar desagradablemente cuando otros animales, sobre todo aquellos a los que considera de menor linaje, le ofrecen la espalda, con lo cual más de un estudioso lo ha colocado en la categoría de animales felones; aunque también es cierto que muestra una fingida sumisión ante animales como el grosopótamo o la buharza. Además, cuando le llega el lóbrego aroma de un difunto, dilata las narices con vehemencia y acude de inmediato al velorio para sobrevolar en círculos por encima del lugar. Y no tarda en emitir desgarradores chillidos, semejantes a los que arrojan las plañideras a sueldo, con lo que provoca un hondo malestar en los invitados a las exequias. La explicación que han ofrecido los estudiosos ante tan extraño comportamiento es que la megeraca padece de un apetito insaciable de protagonismo.
Los primeros registros que se tienen de la megeraca nacieron de una curiosa equivocación, pues se sabe que cuando está de buen talante emite graznidos muy similares a los que popularmente se asocian con las risotadas de las brujas, lo que causaba terror entre los pueblos de la antigüedad, y no tardaron en dar pie a la elaboración de imaginativas historias y terribles leyendas.

lunes, 11 de mayo de 2009

Benjaminiana


He aquí una paradoja bastante curiosa, tal como, por otra parte, suelen ser las paradojas: en todos aquellos que estudian el pensamiento de Walter Benjamin, la tentación es siempre acechar en sus textos desde una perspectiva que no había sido notada hasta ese momento, una especie de sugestión que hace estar al pendiente del cabo de cualquier hilo negro que pudiera asomar. Bueno, al menos así me ha ocurrido a mí: las lecturas deben realizarse a contrapelo, el análisis será mejor si se emprende a contrapelo, incluso la vida puede tener más sentido si se la vive a contrapelo; es decir, todo tendría que ser a contrapelo, y tanto es así, que incluso este término se ha convertido en una piedra preciosa que ciertos sociólogos contemporáneos (y disculpen que no otorgue nombres, pero también es cierto que esto no es ninguna cacería de brujas) se cuelgan al cuello y lo utilizan sin el menor empacho para nombrar sus artículos, o bien, lo que resulta aún más dramático, para titular sus exhaustivos libros. Y así, con tal de no caer en el lugar común de una lectura superficial, caemos en el (cada vez más) lugar común de vislumbrar hilos negros por doquier, algo semejante a lo que a veces ocurre con las lecturas de Shakespeare, en las que no pocos entusiastas, suelen hacer majestuosas montañas a partir de los guijarros más pedestres de sus textos.
Y si se me permite que haga oídos sordos a ciertas exclamaciones, aún lanzaría un par de preguntas más: ¿qué pasaría si se hiciera una lectura más hedonista, digamos, de sus escritos? ¿Sería posible que la paradoja se anulara a sí misma merced a esa especie de "contrapelo" del contrapelo? La respuesta es más abismal de lo que parece ya que nunca se ha visto que una serpiente o un perro se muerdan más allá de la cola. No se comerían su propio cuerpo, no por desafío a una serie de ineludibles leyes naturales, sino porque simplemente el hambre no da para tanto. Pero también eso es lo que creo en este momento.
Después ya no lo sé. Y más valdría no preguntar.

jueves, 30 de abril de 2009

Riesgo de contagio


Con esto de la pandemia en ciernes (palabra que eriza los cabellos de más de uno) y después del inevitable escepticismo inicial, me he quedado pensando en la psicosis que se puede generar con un bombardeo perpetuo a través de todos los medios de comunicación en apenas unos cuantos días. Es decir, además de lo que se habla por todas partes aquí en México, la tecnología permite, a cualquiera que así lo desee, examinar lo que se dice en periódicos como El país, The New York Times, Corriere della Sera, Le Monde, etc., en alguno de los cuales consideran, acaso con toda la razón de su parte, que dicha pandemia será controlable ya que tendrá un nivel de baja –casi risible– peligrosidad, puesto que la mayoría de los infectados europeos se recuperan sin mayores contratiempos. Incluso algunos se preguntan el por qué de la mortandad tan escandalosa que se ha suscitado sobre todo en México, en donde, según cifras oficiales, ha habido alrededor de 40 muertes directamente relacionadas con el VIP (nada de personas muy importantes, sino virus de influenza porcina) y con el kafkiano sistema se seguridad social que se ostenta por acá.
En fin, que un día cualquiera de esta misma semana, mientras estaba frente a la pantalla del ordenador, intentando extraerme de la cabeza algunas frases que pudieran venderse, de pronto sentí una especie de taquicardia, palpitaciones, ansiedad inexplicable; la frente se me llenó de incontables y diminutas gotas de sudor frío y, como se suele decir, buena parte de mi vida corrió como una cinta de película ante mis propios ojos. De inmediato recordé, no sé por qué, ese síntoma que se ha descrito hasta el cansancio en los medios de comunicación, y cuya principal característica es que llega de manera súbita: una especie de conciencia intuitiva de que se ha adquirido una enfermedad muy peligrosa. Recordé también, novelescamente por supuesto, la historia del pianista de La hermana, de Sándor Márai; es decir, el momento repentino en que se sabe un enfermo de insondable gravedad. Lo curioso es que después de sentir y recordar todo esto, la sensación se hizo casi insoportable, y ya no me cabía la menor duda de que finalmente entraba por la puerta grande en el mundo de las cifras, un caso más de contagio, un número más sin rostro, cuyo desenlace nadie sabría a menos de que cayera dentro de las sibilinas fauces de la muerte. Sin embargo, en cuanto llegué a casa, a este departamento en el que por las tardes puedo observar los sonrojos del sol, me permití la insensibilidad de olvidarme de todo este asunto. Me quedé en silencio, sin spots radiales que emitieran sus recomendaciones sanitarias, sin la televisión que reportara con esa voz ambigua los edictos de la OMS, sin esos patriotas de cartón que se indignan cuando alguien sugiere que se le llame la gripe mexicana para evitar, entre otras cosas, un grave menoscabo a la muchas veces insalubre industria porcina, en fin, sin nada que me recordara los nefandos tiempos que parecen querer instalarse en nuestro glorioso territorio nacional. Y casi por milagro me recuperé. O mejor dicho, recobré mi tranquilidad cotidiana, y entonces me reí de mí mismo, de mis temores inducidos, y también por supuesto, de todas las teorías que se fraguan alrededor de eventos semejantes a éste, desde aquellos que consideran que no es más que un preludio del fin del mundo, hasta aquellos otros que sospechan terribles y subterráneas intenciones políticas, complots, o una serie de interminables urdimbres cuajadas de espías de las más diversas calañas. Es cierto, no puedo explicar lo que ocurre con esta situación ni la manera difícil o alentadora en la que vaya a concluir (acaso todo quede en unos cuantos casos comprobados, en una alarma mundial en la que saldrán a relucir ciertos racismos que permanecen en estado latente, y claro, en muestras de hermandad entre diversos pueblos que ya han lidiado con problemas parecidos); no lo sé, lo repito, pero prefiero recordar, también novelescamente, la manera en que comienza El Decamerón, de Bocaccio, en el que mientras el mundo conocido era devastado por una peste implacable, un puñado de viajeros se reúne para intercambiar historias con el fin de mantener el miedo tras la puerta, y por qué no, también para derrochar un poco de ese tiempo condenado a permanecer fuera de cualquier clase de control, y es que ya lo dice un antiquísimo lugar común: Al final todo pasa...

miércoles, 22 de abril de 2009

Te dejo una botella en el mar


Es muy ingenuo creer que llegarás aquí por azar o equivocación, eso lo sé. Pero ahí está una pequeña esperanza, echada a navegar como se hace con las botellas que se arrojan al mar, las cuales llevan en sus entrañas enigmáticos mensajes que sólo la persona adecuada sería capaz de comprender. Y es que desde aquellos pocos momentos en que compartimos unas cuantas frases, cuando las horas huían como aves asustadas, acaso sabedoras de que serían irrepetibles, hubiera querido mostrarte el fondo de mí mismo, desgarrar esta cáscara irreverente que utilizo para revolcarme en la realidad y dedicarme a investigar si ya nos habíamos encontrado en otro tiempo o en otro espacio. Porque siempre tuve esa sensación cuando me dejaba invadir por tu voz: la certeza de que esos encuentros (y también los posteriores, risibles, desencuentros) trazaban alguna palabra o imagen que no podríamos aprehender en ese instante, pero que, en otro tiempo, no sé si lejano o cercano, sería motivo de evocaciones placenteras y minuciosas. Notarás que me acomete un poco la melancolía, y es también porque el número que alcanzas se parece a la sustancia del año en que se enredaron los colores tan distintos de nuestras miradas, aquella tarde en la que te obsequié un laberinto a cambio del inesperado roce de tus labios en mi piel. O acaso mis recuerdos se han desfasado ligeramente y en realidad es el número que acabas de abandonar. No lo sé, cada vez recuerdo menos cosas de ti. Sólo permanecen algunos elementos que aún me acechan cuando me interno en el follaje de ciertos sueños. Por supuesto, no podría enumerarlos sin desbarrancarme en enojosos lugares comunes. En fin, seguramente y a pesar de mí mismo, seguiré desperdiciando cápsulas de tiempo en la creación de posibilidades estériles, en jugar al demiurgo con los torpes ingredientes que aún es capaz de suministrarme la memoria. Y así hasta saber si troverai veramente a l’uomo…