miércoles, 24 de junio de 2009

Mirar la vejez

Recuerdo los días en Florencia como un continuo roce de vientos. Desgastábamos los días caminando todo el tiempo por delante de esas escenografías tan apreciadas por los turistas, pero también por detrás de ellas, por barrios llenos de hombres desembarcados, a saber de cuántos años, desde diversos océanos. Los camiones, uno tras otro, más o menos justo a la hora que marcaban los letreros en el parabús. El río casi siempre generoso con sus reflejos, retratando a todo el mundo y a su vez dejándose retratar.
Ese día decidimos sensatamente que después de varias semanas juntos, no nos vendría mal un poco de tiempo a solas, y durante un puñado de horas trazamos garabatos distintos en el mapa de la ciudad. Me entretuve en una extraña librería ubicada en un sótano, crucé el Arno tres o cuatro veces, pero sólo una por el Ponte Vecchio; me perdí entre las callejuelas que se tejen detrás de Santa Croce y seguí caminando y caminando y caminando. Cuando mis pies al fin estaban hechos trizas, ya era noche cerrada, aunque apenas pasaban de las 6. Regresé a casa y ella ya estaba ahí, con los pies igual de destrozados que los míos, pero con una cámara en la que se apretujaba una cantidad inconcebible de imágenes. Entre lo que nos contamos mientras preparábamos la cena, de pronto dijo algo fundamental sin darse cuenta, como si sólo fuera una compra rutinaria de zapatos: "Por la mañana que subí al autobús, me llamó la atención un olor raro. Ya sabes que siempre me fijo en los olores. Entonces miré a mi alrededor, y me di cuenta de que estaba lleno de ancianos. Fue muy extraño, porque me sentí algo así como “inusual” en ese momento. No sé si me explico: era demasiada la vejez reunida en un solo sitio. Hasta me dio un escalofrío. De pronto me parecían máscaras grotescas que escondían algo que se estaba pudriendo en alguna parte…"
Ella continuó hablando de otra cosa, pero yo la miré y recorrí su cuerpo con la mirada: manos, pelo, piel, senos, piernas… y entonces metí de lleno un pie, por decirlo así, en el gélido río del tiempo. En ese momento supe que tendríamos que envejecer, ramificarnos de arrugas como árboles. Vi su culo, que por supuesto yo adoraba, y vi cómo se dirigía con una lentitud inexpugnable hacia el polvo, hacia la nada. Es decir, la vi como si ya no fuera, con una absoluta desolación de saber que serían apenas unos cuantos años de discurrir, bien o mal, por esta tierra.
Apenas una ráfaga.
Y no obstante, me dejó un residuo para la cotidianidad, porque ya no puedo contemplar a ninguna persona sin ver una vida alterna y fugaz al mismo tiempo: si son viejos no tardo en descubrir sus posibles rasgos en la niñez, en la adolescencia, la manera en que llegaron a tener el rostro de hoy; pero también me sucede al revés, y de esa forma veo en un niño los posibles rasgos que tendrá en el futuro, su avance hacia la madurez; en fin, infinidad de detalles que trascurren en unos segundos y que se disuelven y renacen con cada parpadeo.
Lo curioso es que con mi propio rostro no me pasa igual. Y es que voy entendiendo, no sin un vago sentimiento de terror, que cada vez se parece más al de mi padre...


martes, 9 de junio de 2009

Se escapa el tiempo

Se escapa el tiempo
y mis pies ya no caben en las huellas que ayer dejé.
Si abro los brazos para medir los días y las muertes,
las uñas se extienden como lunas húmedas,
sonrisas escarchadas
en las que a duras penas escurre el placer.

Se escapa el tiempo mientras estoy sentado,
mientras miro el deslucido color de las soledades,
registrando el sonido parpadeante de un agua reducida a gotas.
Mil reflejos sombríos me azuzan,
acarrean fatuas vanidades,
me esconden al fin de mí.

Se escapa el tiempo y estoy deseando la quietud,
un minuto fijo,
clavado como roca entre el fluir de los momentos imparables.
–Desaparecer.
El hastío contaminando el suelo con sus sombras:
plaga sórdida.
–Cenizo el amanecer.