martes, 31 de marzo de 2009

El amor a contraluz

En los senderos del amor, tarde o temprano aflora la ternura, aun cuando esté revestida por los más extraños matices. Hace unos meses, en una charla intermitente con la voz de ese espacio entrañable que es el Lugar de olvido, Gustavo me describía algunas sensaciones experimentadas durante la lectura de El grito silencioso, de Kenzaburo Oé. A mi vez, yo le hablé precisamente de una insólita escena de amor que encontré hace años en la primera novela que escribió Kenzaburo: Arrancad las semillas, fusildad a los niños (al menos así se llama en la traducción de Anagrama), la cual contenía al mismo tiempo tanto una insensata violencia como una dosis insoslayable de ternura:

Dentro de mí nació un sentimiento nuevo, que de repente se extendió por todo mi ser y provocó una especie de impacto en mi cabeza. Cogí a la niña bruscamente por los sobacos y la levanté. No me fijé en la expresión de su cara, vuelta hacia mí. La abracé como una gallina acorralada y muerta de miedo y la llevé corriendo al interior del oscuro almacén.
Entramos sin descalzarnos en el almacén, sumido en la penumbra, y, en silencio, me bajé los pantalones a toda prisa, le subí la falda y me tumbé sobre ella. El pene, erecto como un grueso espárrago, se me enredó en los calzoncillos y se torció violentamente, por lo que solté un chillido de dolor. Después lo introduje en su sexo, frío, seco y áspero como el papel, sentí unas cuantas sacudidas espasmódicas y lo retiré. Suspiré profundamente.
Eso fue todo. Me puse en pie, me ajusté los pantalones como pude, a tientas, y salí sin decirle nada a la niña, que respiraba entrecortadamente. Fuera, el frío era intenso, y la luz de la luna caía sobre los árboles y los adoquines con dureza mineral. Todavía estaba locamente furioso y tenía la boca llena de murmullos violentos, pero una intensa sensación, llena de dulzura, iba creciendo en lo más hondo de mi ser. Subí la cuesta corriendo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo visajes para que no me corrieran por las mejillas.[1]


Es necesario tomar en cuenta que los protagonistas de la escena son unos niños que apenas se aproximan a la adolescencia, y que él acaba de arriesgar su vida con tal de sacar a la niña del bloqueo a que los tienen sometidos los habitantes de una montaña por la sospecha de un brote de peste. Después de este climax doloroso y feliz, la novela se precipitará a un terrible abismo; sin embargo, este momento permanecerá latente en la novela como uno de esos recuerdos obstinados que inexplicablemente se suelen colar como preludio a las tragedias.
En fin, la deuda está abonada para el olvido.

[1] Kenzaburo Oé, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999. Traducción de Miguel Wandenbergh, p. 114.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Crónica de un viaje absurdo (2)


Definitivamente aún era largo el camino. La noche se metía por todas las ventanas del autobús, un paso fugaz e inexplicable a través de Córdoba (después constaté en un mapa que dimos una vuelta enorme para ir a Lisboa), carretera, luces, incapacidad para dormir a pesar de no haber pegado el ojo desde hacía más de 24 horas, hambre, el incansable sonido del motor... En algún momento, después de un sueño que apenas pendía de un hilo, asomé la vista por la ventana: los letreros comenzaban a estar en portugués; no supe a qué hora habíamos cruzado la frontera, pero extrañamente eso me tranquilizó. De hecho hubo un poblado en particular, cuyo nombre me quedé saboreando un rato, como si fuera un dulce: Mourao. Seguramente llegaríamos a Lisboa después de que el sol hubiera salido, quizá la mejor hora para conseguir una habitación e intentar descansar del incesante ajetreo que habíamos experimentado.
Pero nuevamente fallaron mis predicciones. De golpe llegamos a una Lisboa adormecida, aún bajo una noche cerrada. Sin más explicación bajamos del autobús, y de inmediato nos invadió esa sensación excitante y angustiosa al mismo tiempo que suele invadir al viajero cuando llega a una ciudad desconocida. Sin embargo, esa sensación se potenció aún más debido a lo inhóspito de la hora y a que en el Youth Hostel al que acudimos un negro gigante nos cerró la puerta en las narices gracias a mi torpeza: de la perilla colgaba un letrero que decía con grandes caracteres, trazados con un plumón, Não empurrar. Y sin embargo, lo primero que hice fue empujarla provocando un sonido chillón. Entonces salió este sujeto con las ventanas de la nariz hinchadas y antes de que pudiera preguntarle si tenía camas disponibles, me descerrajó en el rostro un terrible "No" y de un azotón volvió a cerrar la puerta. Ella estuvo a punto de dejarse arrastrar por la desesperación y me dijo cosas que prefiero no repetir. Así que debimos esperar a que el metro abriera sus puertas para llegar al centro, en donde suponía que encontraríamos albergue con más facilidad. Nos quedamos con las enormes mochilas bajo la luz amarilla de una farola, seguramente dibujando una extraña escena debido a todo lo que nos rodeaba: la noche, la quietud, algún auto que cruzaba la calle a exceso de velocidad. De pronto miré el rostro de ella, y una ternura me desgarró por dentro cuando me di cuenta de que tenía una nueva arruga, nacida en ese par de noches que pasamos casi en blanco. No se lo hice saber sino hasta que nos instalamos en un mísero hotel ubicado en el perímetro de la Praça Dom Pedro IV, después de que tomamos un baño benéfico y nos recostamos para dormir por fin en una cama cuya estructura de madera no paraba de crujir maliciosamente. Entonces, tan cerca de su rostro que sus ojos bailoteaban entre los míos, le hablé acerca de su nueva arruga, de cómo brotaba del párpado inferior de su ojo derecho y se prolongaba oblicuamente con dirección a su pómulo, y de que sería la forma más eficaz de recordar los trabajos padecidos durante ese trayecto. Pero ella no sólo no lo creyó, sino que descubrí alarma en su semblante pese al cansancio que nos invadía. De inmediato corrió a mirarse al espejo turbio que daba una falsa impresión de espacio extra en el minúsculo cuarto. Se acercó hasta que parecía besar su propio reflejo, y no paraba de soltar quejas que me incendiaron la imaginación. Reímos, aunque ella más bien parecía estar próxima al llanto.
Aún antes de hundirnos en el sueño, sentí que la cama tenía una inclinación casi imperceptible, de unos dos o tres grados, y los crujidos de la madera, acompasados por nuestra propia respiración, me parecieron como los que se escuchan en los barcos durante las noches silenciosas del mediterráneo...

viernes, 6 de marzo de 2009

Crónica de un viaje absurdo (1)


Transcribo algunos apuntes de un diario que llevé en 2004, durante un prolongado viaje por Europa, Marruecos y Turquía. Estos textos sólo se refieren a un pequeño viaje que formó parte de aquél otro mucho más extenso.

[...] Llegar a Lisboa fue un tormento. De alguna manera creímos que podíamos aprovechar el tiempo si nos seguíamos de largo desde Marrakech, en donde tomamos el tren nocturno con rumbo a Tanger, y continuábamos sin parar hasta Portugal sin pernoctar en Algeciras o Sevilla, o en cualquier otra ciudad española. De hecho, en el tren mismo comenzó la pesadilla: una cabina oscura en la que cada tanto se percibían movimientos rápidos y sigilosos, y que entonces, cuando prendíamos la luz, constatábamos, no sin una mezcla de consternación y repugnancia, que en algún lugar se albergaba una colonia de cucarachas de la que no dejaban de emerger solitarios exploradores que algunas veces buscaban algún hueco debajo de las piernas, o que de plano trepaban por el pantalón o la chamarra de los viajeros. Acaso por eso dormité de forma febril, teniendo constantes entresueños de los que siempre despertaba sobresaltado, y en los que solía haber una clase de absurda persecución, como antes de pasar por Casablanca, cuando estaba seguro de que una horda de inspectores italianos con los ojos chispeantes y llenos de asombro, nos seguían los pasos con la cantinela que habíamos escuchado a cada rato en Bologna: I biglietti, per favore, Grazie!, y que en mis ensoñaciones parecía entonada por un barítono en la nave de un templo. Entonces ella me despertó de una sacudida debido a que una cucaracha había conseguido trepar por mi pantalón a una velocidad inconcebible, y tenía visos de dirigirse a mi boca entreabierta. La tiré de un manotazo cuando me cruzaba por el cuello, no sin un estremecimiento, y en eso el tren se detuvo y mucha gente se movilizó para subir o bajar. Era la estación de Casablanca. Entonces la cabina del tren se llenó de un grupo de jóvenes que no dejaban de desprender energía y movimientos hoscos, se hablaban a gritos y soltaban risotadas que bien podrían espantar a las aves posadas en un árbol. Por supuesto, no entendíamos nada de lo que decían, pero a mí me pareció notar en varios momentos algunas miradas de soslayo, seguidas de ligeras sonrisas que desaparecían enseguida, dejando apenas huellas fantasmales en sus rostros. Entre ellos hablaban árabe, y sólo se expresaban en francés cuando se dirigían a los extranjeros, como en las repetidas ocasiones en las que, debido a la excitación de su charla, uno de ellos me soltaba vagos y risueños excuse moi, después de que me llenaba las costillas de involuntarios codazos. Para el amanecer aún faltaban horas llenas del traqueteo del tren, de más risotadas y angustiosas ensoñaciones.
Cuando al fin emergió un sol rosáceo, como por arte de magia todo se disolvió: las cucarachas, las risotadas, los gritos, las ensoñaciones, incluso los viajeros, que descendieron poco antes del alba. Llegamos finalmente a Tanger, y enseguida, sin desayunar, abordamos un precario barquito con rumbo a Algeciras, de donde partiríamos a Sevilla una vez terminado el grasiento almuerzo. En Sevilla aún esperaríamos la llegada de la noche para seguir el trayecto hacia una Lisboa cada vez más deseada. [...]