miércoles, 29 de junio de 2011

Semillas para huracanes


Estornudé tres veces seguidas, sin parar, como un eco que, contrariamente a lo que sucede con los ecos, cada vez explotaba con mayor contundencia. No había signos de catarro ni de alergias. Simplemente fueron tres estornudos colosales y categóricos, desencadenados y anclados merced al mismo enigma. Entonces recordé la costumbre de estas tierras de asociar los estornudos de cierta persona al hecho de que alguien, en algún remoto lugar, habla acerca del que estornuda. “Alguien se acordó de mí”, se suele decir. Y entonces vemos con claridad la causa de ese efecto que es el estornudar.

Y lo curioso es que dicha costumbre se remonta a la antigüedad de estas tierras, cosa que pude comprobar cuando, por motivos que no vienen a cuento, revisé el quinto libro de los informantes de Sahagún, también conocido como Augurios y abusiones, y que está compilado en su Historia general de las cosas de la Nueva España. Allí dice lo siguiente acerca del estornudo:

«Antiguamente se decía cuando alguno estornudaba: “Alguien habla de mí, alguien me mienta.” […] O quizá decía: “Algunos discuten acerca de mí.” Dizque cuando estornudaban esto les demostraba, esto les daba a conocer que alguno, en lugar lejano, los mentaba.»

Más que deliberar acerca de la veracidad o falsedad de dicha creencia, me intriga el proceso de asociaciones que llevaron a los mesoamericanos, o al menos a los mexicas, a poner como causa de un estornudo el hecho de que alguien esté hablando de uno en un lugar remoto. Un fenómeno corporal que es efecto de un fenómeno más cercano a lo telepático. Si esa clase de relaciones existen en algo tan nimio, entonces no me sorprendería en nada que dichos estornudos, mediante un complejo y misterioso proceso, fueran a su vez las semillas de los huracanes y tifones que barren ciertas regiones del planeta.

miércoles, 22 de junio de 2011

Sentenciar y enjuiciar



Ya habrá oportunidad de comentarlo, pero mientras tanto dejo el siguiente fragmento, hallado en Masa y poder, de Elias Canetti:

Sentenciar y enjuiciar

Es recomendable partir de un fenómeno que nos es familiar a todos, el placer de enjuiciar. «Un libro malo», dice alguien, o «un cuadro malo», y aparenta tener algo objetivo que decir. De todos modos, la expresión de su rostro revela que lo dice con gusto. Pues la forma de la declaración engaña, y muy pronto adquiere un carácter personal. «Un mal escritor» o «un mal pintor», se oye enseguida, y suena como si se dijera «un mal hombre». Por todas partes tenemos ocasiones de sorprendernos a nosostros mismos, o conocidos y desconocidos, en este proceso de enjuiciar. El placer que produce el juicio negativo es siempre inconfundible.
Es un placer duro y cruel que no se deja turbar por nada. El juicio solo será un juicio si es emitido con una especie de seguridad inquietante. No conoce clemencia ni cautela alguna. Se emite con rapidez; y la falta de reflexión es lo más adecuado a su esencia. La pasión que revela se debe a su rapidez. El juicio rápido e incondicional es el que se dibuja como placer en el rostro del que enjuicia.
¿En qué consiste este placer? Apartamos algo de nosotros, relegándolo a un grupo inferior, lo cual presupone que nosotros mismos pertenecemos a uno superior. Al rebajar nos encumbramos. La existencia de esta dualidad, que representa valores contrapuestos, se considera algo natural y necesario. Sea lo que sea lo bueno, existe para que se distinga de lo malo. Nosostros mismos decidimos qué pertenece a lo uno y qué a lo otro.
Es el poder del juez el que nos arrogamos de esta manera. Porque solo en apariencia el juez está entre ambos campos, en el límite que separa lo bueno de lo malo. En cualquier caso, él se sitúa en el reino de lo bueno; la legitimación de su cargo se fundamenta, en gran parte, en su irrefregable pertenencia a este, como si hubiera nacido en él. Sentencia, por así decirlo, constantemente. Su sentencia es vinculante. Las cosas sobre las que debe pronunciarse son muy precisas, su extenso conocimiento de lo malo y lo bueno es fruto de una larga experiencia. Pero incluso aquellos que no son ni han sido designados jueces, y a los que nadie en su sano juicio desgnaría como tales, se permiten sentenciar siempre en todos los ámbitos. Para ello no se presupone ninguna competencia: los que se abstienen de sentenciar por pudor pueden contarse con los dedos de la mano.
La enfermedad de sentenciar es una de las más difundidas entre los hombres, y prácticamente todos se ven aquejados por ella. Intentemos sacar a la luz sus raíces.
El hombre siente la profunda necesidad de clasificar una y otra vez a toda la gente que pueda imaginarse. Al dividir el numero vago y amorfo de quienes lo rodean en dos grupos y enfrentarlos como tales, les confiere algo parecido a una densidad. Los concentra como si debieran luchar entre sí; los vuelve exclusivos y los carga de hostilidad. Tal como él se los imagina, tal como él los quiere, solo pueden estar unos contra otros. Sentenciar entre «buenos» y «malos» es el antiquísimo medio para efectuar una clasificación dualista, que, sin embargo, nunca es del todo conceptual ni enteramente pacífica. Lo importante es la tensión entre ellos, que el que enjuicia crea y renueva.
Este proceso tiene como base la tendencia a formar mutas hostiles, tendencia que, en última instancia, acabará por conducir a la muta de guerra. Al extenderse a todos los posibles ámbitos y actividades de la vida, se va diluyendo. Pero aunque se desarrolle pacíficamente, aunque parezca agotarse en una sentencia de una o dos palabras, la propensión a llevarla más lejos, hasta la hostilidad activa y sangrienta entre dos mutas, sigue estando siempre latente en ella.
Toda persona inmersa en las mil relaciones de su vida, pertenece así a innumerables grupos de «buenos» que se oponen a un número exactamente igual de grupos de «malos». El que uno u otro de estos grupos se convierta en una muta exacerbada y se abalance contra su muta enemiga antes de que esta se le adelante dependerá de una simple ocasión.
Las sentencias en apariencia pacíficas acaban por ser luego sentencias de muerte contra el enemigo. Los límites de los buenos quedan entonces perfectamente definidos, ¡y pobre del malo que los traspase! Nada tiene que buscar entre los buenos y deberá ser aniquilado.

miércoles, 15 de junio de 2011

Del amor


Suelo buscar explicaciones a los sueños que no me dejan en paz a través de símbolos que han estado con la humanidad desde sus inicios. Para ello ocupo el Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot. Y en esas andaba hace unos días, cuando de pronto, gracias a un súbito aironazo, perdí la página. Cayó en la 79, y ahí leí lo siguiente:

Amor

Los símbolos tradicionales del amor son siempre símbolos de un estado todavía escindido, pero en mutua compenetración de sus dos elementos antagonistas, cual el lingam de la India, el símbolo de Yang-Yin de China, la misma cruz formada por el poste vertical del eje del mundo y el travesaño horizontal de la manifestación, es decir, símbolos de conjunción, o bien expresan la meta final del amor verdadero: la destrucción del dualismo, de la separación, la convergencia en una combinación que, per se, origina el «centro» místico, el «medio invariable» de los filósofos del Extremo Oriente. La rosa, la flor de loto, el corazón, el punto irradiante son los símbolos más universales de ese centro escindido, que no es lugar, aunque se imagine como tal, sino un estado, precisamente producido, como decíamos, por la aniquilación de la separación. El mismo acto de amor, en lo biológico, expresa ese anhelo de morir en lo anhelado, de disolverse en lo disuelto. Según el Libro de Baruk, «El deseo amoroso y su satisfacción, tal es la clave del origen del mundo. Las desilusiones del amor y la venganza que las sigue, tal es el secreto de todo mal y del egoísmo que existe en la tierra. La historia entera es obra del amor. Los seres se buscan, se encuentran, se separan, se atormentan; finalmente, ante un dolor más agudo, se renuncia». Maya y Lilith, ilusión y serpiente.

Sobra decir que de inmediato busqué dicho párrafo en el Libro de Baruk que, aunque ya había tenido oportunidad de leerlo hace años, no recordaba nada semejante. No lo encontré. No al menos en el bíblico, y sinceramente no conozco otro. No sé si Cirlot cayó en el embrujo (poeta al fin) de crear un pequeño, incandescente texto, sin querer plasmar su firma, o si acaso era poseedor de alguna joyita llena de misteriosa sabiduría. Lo cierto es que el amor, descrito con la sencillez de unas cuantas líneas, de pronto alumbra como una estrella que aparece inesperadamente en el cielo...

martes, 7 de junio de 2011

Sus alas me abrazaron...


Ahí estaba mi sobrino, un niño de sonrisa fácil y naturaleza fluida, semejante a una ardilla corriendo por las ramas de los árboles. Y es que reíamos sin que ahora recuerde exactamente de qué. De pronto escuchamos un ruido en el estudio, algo así como los aleteos de un ave enjaulada. Y en efecto, un pájaro se había metido sin saber cómo, y ahora volaba cerca del techo sin encontrar la salida. En cuanto me acerqué, revoloteó frenéticamente en mi cabeza, entre mis cabellos, como las creencias populares nos aseguran que lo hacen los murciélagos. Traté de espantarlo con las manos, pero entonces hizo algo sumamente extraño: se aferró a mi brazo derecho y lo rodeó con sus alas, como si lo abrazara. Sorprendido y todo, pero así me dirigí a la ventana para sacar el brazo y que él se echara a volar, cosa que en efecto hizo como lo que era: un pájaro libre que disfruta de los oleajes del viento. Y entonces, presa de una extraña, insoportable felicidad, le pregunté a mi sobrino si había visto todo el singular episodio, a lo que él solamente sonreía sin dejar de mirar hacia la ventana...