martes, 21 de julio de 2015

El cuerpo de Dios


De pronto tuve una certeza: el universo es el cuerpo de Dios. Cada estrella que refulge en su propia soledad es uno de los átomos que lo componen; cada galaxia, una célula. El inicio de los tiempos no es más que ese momento de lucidez que tuvo luego de un lento y resacoso despertar...
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Imagen: Adam Kadmon, de Hildegard von Bingen

sábado, 2 de mayo de 2015

La maldad de la tierra



Una de las explicaciones más desconcertantes que he encontrado acerca del origen de la maldad que aqueja a los seres humanos está en el Libro de las Maravillas, de Marco Polo. Allí se habla de cómo el rey de Cherman hace una prueba que hoy podría ser estudiada desde la filosofía, la moral, la geopolítica e incluso la química. Pero más allá de la veracidad científica o moral de semejante afirmación, me interesan las posibilidades que se vislumbran en caso de que todo fuera cierto: si acaso el origen de nuestra maldad estuviera dramáticamente ligado a la tierra por la que discurrimos día con día…

«Os contaré cierta prueba que hicieron en el reino de Cherman. El pueblo de Cherman es bueno, humilde y pacífico, y se ayudan unos a otros cuanto pueden. Por lo cual el rey de Cherman dijo a los magistrados que estaban en su presencia:

»—Señores, me asombro mucho de no saber la razón de todo esto; en los reinos de Persia que están cerca del nuestro hay gentes tan malvadas y malhechoras que siempre se matan entre sí, mientras que entre nosotros, que somos como quien dice de ellos, casi nunca ocurre agravio ni crimen.

»Y los magistrados respondieron que la razón se encontraba en el suelo mismo. Entonces el rey envía a distintas partes de Persia y sobre todo al reino de Ispahán citado anteriormente, cuyos habitantes sobrepasan a los demás en toda clase de fechorías, y allí, siguiendo el consejo de sus magistrados, hace cargar de tierra siete naves y traerlas a su reino. Una vez que la trajeron, la hizo desparramar por ciertos mercados como si fuera pez, y luego mandó extender tapices encima para que no se ensuciasen quienes la pisaran, tan delicadas eran sus costumbres. Y cuando ocuparon su sitio en aquellos mercados para comer, inmediatamente después de la comida empezaron a reñir unos con otros con palabras y gestos insultantes y a herirse mutuamente. Entonces dijo el rey que la tierra era realmente la causa.»*

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*Marco Polo, Libro de las Maravillas, Ediciones Bailén, Bercelona, 1997. pp. 79-80


Imagen tomada de aquí

martes, 31 de marzo de 2015

El abrazo de la Muerte


Esas cosas inefables que sólo pueden provenir del mundo onírico.
A este tipo lo vi dos o tres veces antes de enterarme de que, mientras viajaba con su hijo a bordo de una motocicleta por la carretera a Cuernavaca, ambos fueron embestidos por un tráiler. A juzgar por los relatos que escuché, sus cuerpos quedaron casi irreconocibles. Pero, si soy sincero, más allá de la impresión que puede generar una muerte semejante, este sujeto no dejó en mi ánimo la menor huella. Repito: solamente lo vi dos o tres veces, y eso por cuestiones de trabajo. Nada más. Sin embargo, hace algunos días, es decir, varios meses después de su muerte, se me apareció en un sueño. Lo veía y, curiosamente, me alegraba de que «estuviera bien», al grado de que nos dábamos un abrazo fuerte, cordial... Y justo en ese momento me desperté. 

Nada particular, ¿cierto? Pero entonces, ¿cómo podía explicar esa inquietud que se anidó en un lugar profundo e inaccesible de mí mismo? Los siguientes días revisé, no sin frenesí, diccionarios de símbolos y textos que, si tuviera que confesarlo ante un juzgado literario, me causarían una profunda vergüenza. El caso es que poco a poco fui encontrando pistas del porqué de mi inquietud, ya que, según algunas interpretaciones, bien podría ser algo así como un anticipo de mi destino: se supone que si una persona muerta te abraza (el requisito es que no sea ningún familiar), significa que pronto morirás tú mismo; pero —y aquí la ambigüedad se convierte en un pozo sin fondo—, si es uno quien abraza al muerto, esa acción vaticinaría una extrema y acaso innecesaria longevidad. No tengo pudor en confesar que peiné mi memoria hasta casi enloquecer, y que hasta este momento no logro recordar quién fue el que abrazó a quién. Bonito lío para un obseso de los símbolos, ¿no? Pero supongo que si estas interpretaciones son ciertas, no pasará mucho tiempo antes de que me entere de la «verdad».

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* Imagen: detalle de El triunfo de la muerte (1562) de Pieter Brueghel el Viejo.

domingo, 15 de marzo de 2015

El olor y la verdad



Pensaba en los olores, en su importancia no sólo en la vida cotidiana, sino especialmente en las horas del amor. ¿Realmente podemos compartir la cama con cualquier persona sólo azuzados por el deseo? A muchos les gusta creer que sí (sobre todo si son hombres), que apenas es necesario sentir alguna excitación corporal —sí, justamente ésa—, y que el resto vendrá como una consecuencia natural de un cuerpo que a primera vista nos resulte apetecible. Sin embargo, luego de hacer un rápido recuento de mis propias experiencias, me doy cuenta de que, al menos en mi caso, eso es falso, o por lo menos no es del todo cierto. La fragancia natural de una mujer —y aquí me refiero a ese olor característico de cada persona, ése que sobresale sin importar la cantidad de perfume que se le eche encima— puede ser tan importante para mi mecánica del deseo que, si por desgracia no me resulta del todo apetecible, o incluso me choca, lo más seguro es que ese minúsculo aunque fundamental detalle amargue toda la experiencia que está por venir o que incluso la interrumpa enmascarado tras uno o más pretextos.

Y entonces vienen los problemas de índole existencial, porque, ¿cómo decirle a una mujer, sin herirla, que su olor no me resulta agradable para un acoplamiento sexual? ¿Cómo explicarle que, aunque su cuerpo bien pudiera ser voluptuosamente soberbio, su olor no me dejará en la memoria más que los posos de una mísera tristeza o de un irremediable desamparo? ¿Es lícito decirlo como quien habla de por qué ama u odia los días nublados?

En cambio, un aroma que se conjuga mágicamente con el mío siempre me dejará con hambre de más, y si por alguna razón no consigo disfrutarlo, se convertirá —por desgracia ya me ha pasado— en el centro de un vacío que se me anidará en el alma, igual que un parásito. Los más profundos enamoramientos que he tenido en mi vida se han debido, más que a los efectos visuales de una beldad sin parangón, a un aroma que me resulta inolvidable, algo que, pese a ser desconocido con anterioridad, se vuelve anhelado casi en cuanto lo percibo. Como si el olor fuera una suerte de lenguaje subterráneo y fundamental que transita entre las miradas y las palabras, una frase emanada del cuerpo que sólo podrá ser «escuchada» por una nariz sensible a sus mensajes…

Estoy consciente de que este fenómeno que describo seguramente ha sucedido y seguirá sucediendo en sentido inverso, cuando alguien se topa con las frases que despide mi cuerpo en forma de olor. ¿Cuántos de esos rechazos que siempre me parecieron inexplicables habrán tenido su origen en la incompatibilidad que alguna mujer sintió con mi olor, y que, como suele suceder, no pudo expresar más que con un descorazonador “te quiero como amigo”? Al final, tras releer estas líneas, me doy cuenta de que no soy más que un sentimental que, de una u otra manera, busca explicaciones que hagan más llevaderos esos episodios —quizás «espinas» sería un término más adecuado— que se le han clavado en diversos momentos de su vida.

miércoles, 21 de enero de 2015

La manzana de Newton


La anécdota —extraída de las notas de 1727 de John Conduitt, quien fuera ayudante de Isaac Newton, y más recientemente también encontrada como una alusión en un manuscrito de aquellas épocas del físico William Stickley— asegura que una tarde, mientras Isaac Newton dormitaba recargado en el tronco de un árbol, una manzana supuestamente habría caído en su cabeza, y él, poseedor de una mente sin par, habría intuido el misterioso mecanismo que opera en la atracción gravitatoria mediante ese golpecillo inesperado. La escena, un tanto ñoña, si bien no del todo carente de encanto, es reinterpretada de una manera sorprendente por Danilo Kiš en un fragmento de El reloj de arena (Peščanik), novela de 1972 que, aunque mantiene el ambiente bucólico de la anécdota, agrega un elemento que muy pocos admitirían como fuente de inspiración, o más aún, como detonante epifánico para el entendimiento de una ley universal:

«Me inclino a pensar que Newton descubrió la ley de la gravitación universal gracias a los excrementos: de cuclillas en la hierba, debajo de un manzano, al anochecer, cuando las primeras estrellas se iluminan, ocultándolo la penumbra de los ojos indiscretos, porque la oscuridad era lo bastante espesa como para esconderlo, las estrellas no lo bastante brillantes para alumbrarlo, y la luna todavía estaba detrás del horizonte; así que en este momento de silencio, cuando croan las primeras ranas y se despiertan los intestinos perezosos por la emoción lírica que provoca la belleza del paisaje y de la creación divina, porque el nervio simpático transmite las emociones intelectuales a los intestinos e influye sobre el funcionamiento del metabolismo, en medio de todas estas emociones, Newton, al intuir la revelación de esta ley tan sencilla, pero fundamental para el futuro de la ciencia, acuclillado aún bajo el manzano y sumido en la contemplación de las estrellas (las manzanas no se veían en absoluto en la oscuridad, porque no había manzanas, sino que del árbol colgaban estrellas, pues las manzanas ya habían sido recogidas dos días antes bajo su propia vigilancia, y no había, por tanto, ningún peligro de que alguna pudiera caerle en la cabeza mientras estaba de cuclillas bajo este nuevo árbol de la ciencia; de lo contrario, no se hubiera acuclillado debajo de él, sino que hubiese buscado un lugar más seguro), Newton, pues, sintió sus heces deslizar por sus intestinos removidos, fácilmente y sin esfuerzo, a pesar de una constipación crónica que no era sino consecuencia de haber estado largo tiempo sentado ante los libros; y al mismo tiempo que se sintió feliz por este descubrimiento que de repente iluminó su mente, es decir, que la fuerza de gravedad terrestre confiere a todos los cuerpos la misma aceleración de 981 cm/s2, incluso a la mierda, y que esta atracción disminuye proporcionalmente al cuadrado de la distancia del cuerpo al centro de la Tierra, al mismo tiempo que tomó conciencia de la importancia de este descubrimiento, segundo de una nueva evacuación de sus intestinos, tuvo un pensamiento terriblemente humillante: que esta ley tan importante y de tanto alcance para el futuro de la humanidad la había descubierto gracias a la caída libre de sus propios excrementos, acuclillado, al anochecer, debajo de un manzano… No cabe duda de que la conciencia de ello le hizo subir los colores a la cara y preguntarse si iba a revelarle a la humanidad su descubrimiento, tan humillante en su esencia, en el que, al parecer, estaba implicado el propio diablo. Pero, todavía de cuclillas bajo el manzano de la ciencia, otra vez constipado, Newton concibió su gran mentira histórica y trocó su mierda por una manzana, y de este modo la humanidad nunca supo la auténtica verdad y le atribuyó a la manzana el mérito de este descubrimiento, porque ésta ya tenía su pedigrí edénico y también su pasado mítico desde la elección de Paris, y no resultaba, pues, desconocida, lo que el propio Newton ignoraba. Es así como desde este día las manzanas caen siguiendo una nueva ley, la Ley de Newton, mientras que la mierda sigue arrojándose en el mayor de los anonimatos, fuera de la ley, por así decirlo, ¡incluso como si las leyes gravitacionales y de la aceleración de 981 cm/s2 no le concernieran!»