jueves, 27 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 5 de 5)

–Apúrate, Rómulo, que ya me quiero largar –dice Fermín con impaciencia mientras se abotona la camisa.
–Espérame, voy a echar una firma –dice Rómulo dirigiéndose al baño, deja abierta la puerta para seguir platicando–. ¿Ya no hay nadie más en el andén?
–Sólo los de siempre y acaban de llegar los de mantenimiento hace como cinco minutos.
Se escucha un chorro de agua que golpetea con un sonido ramificado, débil, en la porcelana del escusado.
–Fíjate que se me hizo largo el día –dice Rómulo–, ha de ser tanta lluvia. Oye, ¿entonces dices que encontraste un muerto en un vagón?
–Híjole, mano, así se hacen los chismes –refunfuña Fermín exasperado, le fastidia el sonido de los orines cayendo en el retrete–, te dije que encontré a un chavo que estaba tirado en el piso, desmayado. Le eché algo de agua en la cara y se despertó de un brinco. Lo hubieras visto, andaba todo madreado, con los pantalones hasta los tobillos y las nalgas todas rojas y llenas de sangre seca. Tenía una peste extraña que recordaba al moho. Ni siquiera se había dado cuenta de cómo andaba, porque intentó levantarse y caminar y se puso un madrazo tal, que casi se desmaya otra vez.
– ¡Ugh!, ¡se lo cogieron los pinches maricas!
–Seguro, pero a ver, ¿qué andaba haciendo a estas horas en los vagones de atrás? A mí se me hace que a él también le gusta la… –en eso Fermín mira el reloj y su exasperación aumenta de pronto–, oye, Rómulo, ya córtale, no quiero estar aquí toda la noche escuchándote mear.
–Ya casi, no te me desesperes, sólo unas gotitas más. Esos güeyes siempre se buscan como a estas horas en el último vagón, ¿verdad? –Rómulo se sacude, jala de la cadena, escupe– ¡Ahh!, ya estuvo, vámonos.
–Me cae que no los entiendo.
–¿A quienes, a los...?
–Pues sí, a quién más... Chin, sigue lloviendo, carajo, lleva como tres o cuatro días seguiditos. Deja saco la sombrilla.
–Pero por qué no los entiendes.
–Es que, caray, tan sabrosas que son las viejas, con ese olor particular cuando están recién bañaditas, su pelo, las nalgas que te arriman cuando ya es la hora de dormir, grandes y suavecitas, no sé, todo eso.
–Pero a ver Fermín, aquí entre nos, hablando de hombre a hombre, ¿a poco a ti nunca te han dado ganas de…? –pregunta Rómulo con cara de coyote.
– ¿De qué, cabrón? No chingues, Rómulo, ora me vas a salir con que tú también... ¡y a tus años!
–Si me das un beso te digo la verdad.
–¡Sáquese a la chingada!.
–Je, je, je, oye, ¿y entonces qué pasó con el chavo?.
–Nada, se fue medio apendejado, la verdad me dio algo de lástima porque se buscó en los bolsillos y me dijo con espanto, casi llorando, que lo habían dejado sin un sólo centavo, ni siquiera para regresarse a su casa. Así que le di veinte pesos para que llegara sin problemas, aunque después me quedé pensando en cuántos cabrones no hemos visto igual que ése y no creas, me dolieron mis veinte pesitos, total, con ellos hubiera podido comprarme unos Delicados. Porque seamos claros, si no se lo cogieron contra su voluntad, seguro que entonces trabaja para “ellos” y ya sabes cómo suelen arreglar sus deudas. Pero bueno, a mi qué carajo me importa.
–No pos eso sí. Ni para qué meterse en cosas que uno no conoce. Oye, mañana juegan tus poderosas águilas, ¿verdad? Qué, ahora sí nos aventamos una apuesta o te vas a volver a rajar...
Los viejos se alejan lentamente de la boca del metro, un hoyo luminoso en el piso, en la noche, y al alejarse se convierten en sombras con bordes brillantes de lluvia.
El cielo está denso, impenetrable. Abajo, en ese agujero lleno de luz suenan algunos silbidos apagados, gritos, el zumbar de varias máquinas, martillazos, voces.
Innumerables voces.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 4 de 5)

Nueve cuadras corriendo y la lluvia sigue allí, hormigueando impasiblemente en los charcos. Miras de vez en cuando hacia atrás, los ojos perturbados, como de animal perseguido, cada vez menos aire en los pulmones. Jadeas y la respiración se te atraganta. Cuando escuchas el lamento lejano de una sirena te estremeces, un escalofrío te recorre la nuca, la espalda, los brazos, se te inserta en las entrañas; después, nuevamente tus pasos: ecos chapoteantes, al mismo tiempo amplificados y apagados por la lluvia. Casi llegas. Ahí se ve la entrada del metro y las escaleras pardas, las primeras todavía mojadas, las últimas con huellas resecas de lodo. Decides bajar con más lentitud, sabes que debes aparentar que es un escape normal de esa lluvia que ya parece eterna; respiras intentando no hacer mucho ruido, pero sientes el brincoteo de tu corazón no sólo en el pecho sino por todas partes: la cabeza, los dedos, el estómago… Buscas el boleto en tu bolsillo. Lo sientes húmedo, adherido con los otros tres que te sobran. Extraño: estás mojado, traes puesta tan sólo una camisa de franela y no tienes frío, en cambio en el auto no te podías controlar, eso sí, el tequila ayudó, pero de qué sirvió si al final todo se fue al carajo. Hasta el Morro, en los apuros de la escapada cometió un error de principiante, de pronto escuchaste la voz aguda, irreconocible, del Juanis cuando gritó ¡cuidado Morro!, y enseguida el golpe, el poste ladeado, los gritos del Morro, ¡ya valió verga, ya valió verga, ya valió verga! Puta, esta madre ya no arranca. Pinche Muelas, para qué mataste a la vieja, chingada madre, ya ni siquiera nos la pudimos coger. ¡Putísima…!, vámonos de aquí, esta madre de plano ya no quiso. Cada quien váyase por su lado y tranquilos ¿eh, cabrones?, porque ya saben lo que pasa con los chivatos, ¿oíste, Muelas? Sí, Morro, por mí ni siquiera lo digas. Más te vale que así sea. Nos vemos en un par de semanas en mi casa, dejen que esto se ventile un poco.
Y los tres se dispersaron corriendo.
Sigues allí, frenéticamente tranquilo, intentando colocar el boleto en el torniquete. Van dos veces que la máquina lo regresa pero no te rindes, debes hacerlo todo con calma. Escuchas una voz, es el policía... ¿descubierto? No, te dice que lo rompas y te pases, no sospecha nada. Está fastidiado, lleva mucho tiempo allí de pie. Expulsas aire y bajas la nueva ronda de escalones grises, pronto llegas a las cuevas que se unen con el andén. No te das cuenta a qué hora, pero de pronto, un grupo de niños mugrientos te rodea, todos te piden dinero atropellándose uno al otro, te empujan y te obligan a oler la fetidez de sus ropas renegridas, andrajosas. Los apartas de ti con las manos, como si espantaras una parvada de cuervos; les dices histéricamente que no tienes dinero. Ves con alivio que se alejan a la misma velocidad con que llegaron, dejando un rumor de pasos apresurados que se va apagando poco a poco, hasta que de pronto, en el andén de enfrente, cruzando la hendidura de las vías, observas a tres ciegos que caminan en fila india hacia a las escaleras. Antes de subir, el que camina hasta atrás se detiene, parece olfatear algo porque resopla como un viejo sabueso. Lenta, muy lentamente, dirige sus ojos inútiles hacia ti, parece como si te mirase. Con un nuevo escalofrío te das cuenta de que sonríe con toda la cara, haciendo de sus órbitas vacías unas rendijas oscuras, mientras que con la mano libre aprieta unas teclas del acordeón que carga al pecho, produciendo un sonido agudo, rayado, árido, que llena durante interminables segundos el andén. Se aleja riendo a carcajadas y el eco de su risa resuena en tus oídos como vidrios cayendo en un pozo. Tienes ganas de matarlo pero sabes que no lo harás. No esta noche. Aún así quieres tocar tu pistola, un poco de seguridad. Sin embargo, tu mano crispada no la encuentra, no está, ¿se cayó sin que lo notaras? Es casi imposible, ¿dónde...? Los pinches escuincles, dices con voz chillona y es una suerte que no haya nadie en el andén, porque habrían volteado a verte con desconfianza. Miras como un demente en todas direcciones, ¿hacia dónde se fueron?, pinches ratillas de mierda. Otra vez agitado, como en el auto. Te sientes frágil, vulnerable. No sabes qué hacer y estás dando grandes pasos a lo largo del andén. Te detienes repentinamente. Qué es ese ruido... suena... suena como una gigantesca exhalación... Estás temblando. Es extraño, no tienes frío pero estás temblando, ese ruido oscuro te asfixia como si fuera algo que inevitablemente habrá de llegar a ti. Se acerca, se acerca, y de pronto se transforma ante tus ojos en una mancha naranja ante la cual apenas alcanzas a sofocar un grito. Pero ya recuerdas: es el metro, gimes aliviado, y de pronto te parece que estás a punto de cruzar a la oscura frontera del anonimato, de perderte en la protección de esa gente que regresa a casa a tan altas horas de la noche.
El tren se detiene y las puertas se abren mostrándote un vagón desnudo, sucio; entras y te recuestas enseguida en un asiento doble. Entonces recuerdas los ojos del tipo que se colgó en el auto, parecen gotas en la oscuridad. Y la mujer, era casi una niña y ahora no es más que un cuerpo sanguinolento con la cabeza destrozada, ¿por qué se atravesó? Los dos muertos, descomposición que regresa a la tierra en forma de gusanos repugnantes. Las manos te apestan a muerte. Cada poro, cada pelo, la voz incluso te huele a muerte, un hálito verdoso, ondulante, se desperdiga y llega a todas partes. Despiertas sobresaltado, ¿dónde? El metro, es cierto. Una risa, ¿el ciego de nuevo? No, esta es una risa más aguda, exageradamente aguda y además suena muy cercana. A tu lado hay alguien, parece una mujer, ¿es hombre? Despiertas por completo y ves que hay más alrededor, muchas, muchos. Te quieres levantar, pero no, un relámpago te deslumbra y después, tinieblas.
¿Cuánto tiempo...? Dolor lacerante, es el culo, las entrañas invadidas, muchas manos apretándote las nalgas, abriéndote; risas estridentes, agudas; un trapo apretándote la boca, no puedes hablar. Algo te escurre por la frente, te nubla la vista y te deja con cierto ardor en los ojos, un chorro de color indefinido, ¿sudor?, ¿sangre?, o acaso… Demasiado dolor, otra vez las tinieblas.

viernes, 14 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 3 de 5)

En la habitación, sombras deformes bailotean sobre las paredes a consecuencia de la luz del televisor. La mujer está recostada en la cama, bajo las cobijas; mientras que el hombre, sentado en un sillón junto a la cama, con las manos detrás de la cabeza y los pies arropados en gruesas pantuflas, observa las imágnes de un tipo que lee algunas hojas, de calles encharcadas, de coches que atraviesan con lentitud las grises lagunas. Las imágenes se suceden con hipnótica rapidez en la pantalla. En algún momento, la mujer levanta la cabeza de la almohada, mira el reloj encima del buró. Voltea hacia el hombre, al fin le dice:
–Ya se tardaron, ¿no?
–¿Qué hora es?
–Pasan ya de las once. ¡Esa niña, ya le he dicho tantas veces que no llegue tan tarde! Pero ve el caso que me hace. Por ejemplo, ahorita que está lloviendo, ¿qué tal si se le descompone el carro a Julián? Y luego a esta hora... deberías decirle algo tú también, caray, porque a mí no me hace caso.
–Dijo que llegaba a las diez ¿verdad?
–¡A las diez, a las diez, condenada escuincla! Pero a la siguiente que vuelva a ver a ese muchacho le voy a decir un par de cosas que… Ya llegaron ¿no? Se escucha un motor. ¿Te asomas, Gabriel?
–Sí, son ellos –dice él ya con calma después de levantar un borde de la cortina y mirar hacia la calle; casi de inmediato regresa la vista a la televisión–, es el carro de Julián, iba a darse vuelta en la esquina. A ver si encuentra lugar en el parque. Pero mira nomás qué feo canta esa muchacha, en verdad que no entiendo por qué las pasan en la tele.
–Así son las modas de hoy: aullar como si los estuvieran apaleando. Por ejemplo, Rosalba Fuentes, la que cantó antes de que empezara la telenovela de las nueve... ¿Qué es eso Gabriel? Parece que están gritando en la calle. ¿Oíste o no?
–Sssh, ¡cállate...! No se ve nada desde aquí. Voy afuera.
El hombre sale de la casa sintiendo enseguida la frialdad de un pie anegado hasta el tobillo en un charco, y justo cuando está por alcanzar la banqueta, después de haber sacudido la pantufla, escucha un acelerón ronco, profundo. Se apresura a la calle sintiendo la vista algo empañada, la cara picoteada de gotas de lluvia; y al llegar por fin, se niega a reconocer a su hija mientras es trasladada casi en vilo, por un tipo encapuchado, hacia un auto que ya espera con la puerta abierta, el motor gruñendo. Hay otro sujeto que apunta con una arma hacia la cara de Julián, lo amenaza con gritos insolentes; el muchacho está sentado al volante y llora aterrorizado. El tipo del arma retrocede hasta entrar en el otro auto y arrancan con estrépito.
Incrédulo, con punzadas agudas en el pecho, el hombre no sabe a qué hora echó a correr; tropieza, siente las piedras del pavimento a través de la delgada suela de las pantuflas, alcanza un costado del auto en marcha y consigue asirse de la chamarra de su hija antes de que puedan subir la ventanilla. Se aferra a ella como si estuviera a punto de ahogarse en el oceáno. La escucha llorar, gritar, la voz amortiguada por una bolsa de tela que le cubre la cabeza, las manos están atadas a la espalda. Y él grita también, sin poder decir palabra, como quien ha olvidado el lenguaje y sólo consigue gemir. Entonces, tan rápido y tan lento como en una ensoñación, escucha que un tipo, el que va al volante, aúlla mientras mira por el retrovisor, volteando a veces hacia atrás: “¡Dispárale, pinche Muelas, que nos lleva la chingada, dispárale!”. Ve que el tipo que va detrás, jaloneando a su hija, le apunta directamente al rostro con algo metálico, un cañón oscuro, un ojo severo; el hombre escucha una, dos explosiones, capta relámpagos amarillos. Todo es tan lento que ve con claridad que algo oscuro se atraviesa entre él y las balas, siente la cara salpicada de algo chicloso, tibio, con grumos. “Felicia, hija”, alcanza a pensar, hasta que otra explosión, un resplandor, de pronto lo ciega.

viernes, 7 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 2 de 5)

Ya no es de día pero tampoco es aún de noche, el color del cielo es de un azul impreciso, ambiguo, de ese que recuerda las flamas de una estufa. Cosa rara: el ambiente había estado sumamente caluroso durante varias semanas, casos de deshidratación y sequía por todas partes, hasta que de pronto, sin que nadie lo advirtiera, había comenzado a llover; claro, si es que a ese polvo de agua se le puede llamar realmente lluvia. El caso es que van tres días con sus noches que no para de llover y las inundaciones y desgajamientos de varios cerros comienzan a ser noticias frecuentes en cualquier espacio informativo.
Y como a todos afecta la lluvia, aquél auto también avanza con lentitud, sin llamar la atención, con el mismo andar cansino de los otros miles de autos que andan por la ciudad a esas horas. Los tres hombres que lo tripulan van silenciosos, tensos, como alambres estirados. Algunas veces, al tratar de discernir a través de la película blanquecina que se ha instalado en los cristales, cuajados por fuera por pequeños granos de agua, alguno de ellos usa el puño o la manga y traza círculos nítidos que al poco rato se ven cubiertos por una nueva capa blanquecina.
Por fin escapan de la avenida congestionada, están en una zona habitacional. Se detienen detrás de otro auto, junto a un jardín que abarca poco más de cuatro manzanas de longitud y que luce pardo y lúgubre gracias a la multitud de árboles que lo habitan. Los tres hombres encienden un cigarrillo al mismo tiempo, y al darse cuenta de la acción casi sonríen, pero la angustia que les estira las entrañas lo evita y sólo se miran de reojo. Los dos que van adelante ya han pasado muchas veces por algo así, sin embargo es inevitable la zozobra previa a la acción, porque nunca se sabe si algo, a pesar de todas las previsiones, saldrá mal. El que va atrás, ese sí no sabe qué hacerse, se llama Román pero le dicen el Muelas, gracias a la peculiar falta de higiene bucal que lo caracteriza y de la que a veces incluso alardea. Fuma el cigarrillo con rapidez, apenas aspirando un poco el humo para casi enseguida exhalarlo en una nube densa, azulosa; su pierna derecha se agita enajenadamente mientras talla todas las uñas de la mano con el pulgar, sintiendo la textura de cada una. Se le nota que tiene ganas de decir algo, cualquier cosa que se lleve el silencio que se vive dentro del auto y que gracias al humo parece más profundo. Va a hablar, pero no, mejor se decide a tocar la cacha de la pistola que le asoma por encima del cinturón. Para su fortuna, el Morro, detrás del volante con aquel rostro pétreo que tiene, rompe el silencio y pregunta al Juanis si está completamente seguro de que el bisne no tardará en llegar. Por el tono y la seguridad con que hace la pregunta, se ve que es el que manda allí, aparte de que ni siquiera se digna mirar al interrogado, quien por su parte contesta que la ha estudiado por casi dos meses y que se sabe sus movimientos de memoria. Un nuevo silencio se derrama dentro del auto y nuevos movimientos frenéticos agitan al Muelas, apenas visible entre las tinieblas de la humareda.
–Ya estate quieto, Muelas, que me estás sacando de quicio –dice el Morro tras un buen rato, mirándolo desde el retrovisor con sus inescrutables ojos negros, brillosos como manchas de tinta. Comienza a bajar la ventanilla de su puerta y el humo se escapa como en una olla hirviendo.
–Qué habrá pasado… –se le escapa en voz alta al Juanis después de varios minutos mientras baja también su vidrio–, ya se tardaron...
Ha pasado ya bastante rato y ninguno dio cuenta del momento en que se oscureció por completo. El frío que se mete por las ventanas ya les empezó a calar, cosa que no deja de afectar al Muelas, cubierto apenas con una camisa de franela, porque nuevamente se le agita el cuerpo en espasmos incontrolables, provocando movimientos en los sillones del auto.
– ¡Chingada madre, pinche Muelas! ¿No te puedes estar en paz? –brama el Morro con la voz ronca y los ojos saltones, los dientes le asoman bajo el tosco bigote.
–Es sin querer, Morro, es que tengo frío –casi chilla el Muelas, presa del pánico–; ¡chingada!, se me olvidó mi chamarra... oye, Juanis, ¿no tendrás algo de tequila por ahí? Para entrar en calorcito, porque pinche frío de perros, no es normal que esté lloviendo así…
–¡Dale el puto tequila y que se calle este pendejo de una buena vez, está para rajarle los güevos a cualquiera!
El Juanis, sin responder palabra y sin dejar de mirar hacia el final de la calle, saca una botella oculta debajo de su asiento. Da un trago generoso y hace un sonido desagradable cuando la separa de la boca; se la va a llevar nuevamente a los labios pero el Morro se la arrebata y bebe a su vez, interminablemente, tanto, que cuando el ansioso Muelas la recibe, apenas alcanza para enjuagarse la boca tres veces, las suficientes, sin embargo, para hacerlo toser una vez vaciada la botella.
–A ver si con eso ya te calmas –dice el Morro encendiendo un nuevo cigarro, le lanza una mirada fugaz por el retrovisor.
Este Morro no es tipo de arrepentimientos, o al menos no los confiesa, pero con ese nerviosismo del Muelas piensa que habría sido mejor traer al Gargajo, que aunque a veces más salvaje de lo necesario, por lo menos ya domina los nervios y no los anda contagiando a los demás. Nunca lo admitiría, pero trae un mal presentimiento de todo esto y ya estuvo a punto de proponer la retirada. Sin embargo, el trago lo ha tranquilizado y decide aguardar un poco más. Si hubiera hecho caso a ese instinto (tan molesto a veces pues fácilmente se confunde con el miedo) y hubiera decidido dejarlo todo para el día siguiente, no habrían tenido que esperar tanto tiempo y a esas horas ya andarían en el disfrute del negocio para el cual habían venido. De cualquier manera no es el único que se siente mejor después del trago, también el Muelas se ha sosegado y hasta parece que se va a quedar dormido en cualquier momento, como un bebé. Del Juanis no hay que hablar siquiera, un tipo tan parco de semblante aunque tan resuelto a la hora de la acción, suele infundir confianza, incluso en un jefe que se atreve a dudar.

sábado, 1 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 1 de 5)

La entrada del metro es un hoyo de luz en el piso. Llueve. En los charcos dispersos de la plaza, las gotas dejan fugaces círculos y algunas burbujas, como si el agua estuviera hirviendo. Hace algo de frío, pero ese no es obstáculo para que una figura vacilante se acerque al agujero luminoso y baje poco a poco, recargado en la pared, arrastrando entre los dientes puñados de palabras. Es tan fina la lluvia que parece mentira que alguien pudiera mojarse, pero lo cierto es que el hombre baja chorreando y dejando espejos de agua a lo largo de su camino, hasta que, ante la mirada ceñuda de un viejo encargado de la limpieza de los pisos y corredores de la estación, se sienta y cierra los ojos.
–Acabo de trapear allí, carajo –dice el viejo con voz áspera mientras empuña el trapeador con sus guantes de hule rojo y lo blande retadoramente. El tipo parece no escucharlo o quizá sólo finge, porque se pone a sacudir el agua de su ropa, casi impermeable de tan grasienta.
–¡Hey, hey, hey, te estoy hablando! –insiste el viejo con impaciencia al tiempo que le clava el trapeador en las costillas varias veces.
–Chale, pinche ruco, ya deja de joderme, chingá, ¿no ves que está lloviendo? Tu puta madre, ca...
–Y yo te estoy diciendo que ya limpié allí... ¡puuuta! No te me acerques tanto que apestas a madres, güey, y más vale que te largues, ya se va a cerrar el metro y bien sabes que aquí no es hotel.
–Tsk... ¡Chinga tu madre, pinche ruco! Ni que fuera tu casa, ¿qué no sabes que el metro es de todos...? Uuu que la chingada, ya viene el azul, así serás bueno, cabrón, pinches montoneros... y tú suéltame tirano, ¿qué no ves que ya me estoy yendo...? ¡Que me sueltes, chingá, o te voy a partir tu madre...! Si no tuvieras la fusca y esa pinche macanota meagarras, verías como te ponía... su puta madre, pinches ojetes... su puta madre...
La voz pastosa del hombre se va apagando conforme se aleja de la entrada, pero aun así, el viejo permanece un rato mirando las escaleras que suben al agujero nocturno. Otro viejo, también enfundado en el uniforme azul y los guantes de hule rojo, se acerca al policía con algunas palmadas amistosas en la espalda. Tiene un cráneo bruñido con unos pocos pelos blancos que se atoran en el aire filoso.
–Qué pasó, mi poli –dice dirigiéndose más al otro viejo que al policía– ¿otra vez se quería quedar a dormir el chente?
–Ya me tiene harto ese cabrón –dice el viejo con una mirada torva aún anclada en la superficie–, siempre lo mismo, a mi se me hace que ya nomás lo hace por chingar. Pero gracias a Dios que ya casi nos vamos.
–No te lo tomes tan a pecho, Fermín, además, aquí el buen poli te salvó de que te desfigurara la carota, ¿no? Je, igual y hasta te hubiera hecho un favor.
Fermín enrojece ante las risas del otro viejo y el policía, carraspea con un puño en la boca. Después dice:
–Si, cabrón, tu estarás muy bonito.
–Gracias, joven, favor que usted me hace je, je, je.
Sin hacer caso ya de las burlas, limpia nuevamente el lugar donde el vagabundo dejó sus charcos, pero el coraje no se le ha ido del todo y en un movimiento torpe, el trapeador se le resbala de las manos, produciendo un ruido seco al caer. “¡C-h-i-n-g-a-o!”, dice incrédulo con voz chillona y se inclina para recogerlo.
–Ora, así perdió Satanás –dice Rómulo mientras le pica el culo con el palo de su trapeador y estalla después en nuevas risas con el policía, quien tan sólo los mira, sin decir palabra, recargado en uno de los torniquetes. Lleva únicamente un día en esa estación y apenas sabe los nombres del par de viejos, pero ríe de buena gana. Y la risa se le convierte en carcajada cuando mira a Fermín, reaccionando como si lo hubieran quemado y diciendo, sonrojado e iracundo: “¡Chinga tu madre!”.