Mostrando las entradas con la etiqueta Falsa eternidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Falsa eternidad. Mostrar todas las entradas

sábado, 7 de mayo de 2011

Sobre la producción de elogios rimbombantes


Es increíble cómo este pequeño ensayo de Gabriel Zaid, originalmente publicado en 1975, produce en pleno 2011 no sólo carcajadas, sino una suerte de resaca salvaje, provocada por su abrumadora actualidad. Lo transcribo completo del libro Cómo leer en bicicleta, Random House Mondadori (2009), pp. 27-31.

Sobre la producción de elogios rimbombantes

La industria del elogio necesita modernizarse. El arte de elogiar es difícil, poco adaptado a la velocidad y magnitud que la moderna producción de elogios requiere. Hacen falta elogios mecánicos que, a diferencia de los comunes y corrientes, sean mecánicos de verdad: acuñados con máquinas.
La solución es modular: infinitas formulaciones que sean variantes de un prototipo. Pero, ¿bastará un solo elogio para la demanda insaciable, en un país hambriento de elogios? Si escribir no da dinero, ni poder, ni siquiera lectores, ¿se puede coronar de Gloria, Gloria Inmensa, Gloria Única, a todos los que ponen su ilusión en las Bellas Letras?
Esto da por supuesto que la producción de elogios no da abasto. A juzgar por lo que se dice, no existirían siquiera los elogios, sino la crítica feroz, pronta a devorar todo engendro creador. Sin embargo, basta un mínimo recuento de notas y reseñas que se publican para ver que lo único feroz en México es el silencio. Las reseñas y notas son, por lo general, elogiosas, o cuando menos anodinas. Y tienen más lectores que los libros.
Un elogio puede leerse en una peluquería. En cambio, leer los libros supone un ánimo decidido, aunque sea decidido por la necesidad de escribir un elogio. Afortunadamente, el ruido sobre los autores interesa más que los libros; y se difunde empaquetado en solapas, boletines, reseñas, entrevistas, polémicas y balances de fin de año, que suenan y resuenan, aunque los libros no se lean. Hasta los pocos maltratados por la crítica reconocen que lo importante es el ruido: “Propaganda que me hacen” –dicen triunfalmente.
Los grandes elogios de libros no leídos sirven para olvidar en qué país vivimos. Sostienen nuestro milagro editorial: la sobreproducción en medio del subconsumo. En efecto, si se tratara de leer, en vez de hablar de libros y chismes de escritores, la deflación sería espantosa. Todo escritor quer haya superado su primer narcisismo, como para darse cuenta del país en que vive, necesita un segundo aire narcisista para continuar, porque, si no, dejaría de escribir.
El nuevo aliento puede provenir del narcisismo colectivo. Diciendo, por ejemplo, que llega Nuestra Hora. ¡Al fin, América va a ser descubierta! Vamos a ver: dentro de la hora actual, ¿qué presencia más noble que la del Tercer Mundo? Dentro del Tercer Mundo, ¿qué bloque más importante, por sus años de antigüedad en subdesarrollo, que el nuestro? Dentro de América Latina, ¿qué país más significativo que México? Y, si fuera de México todo es Cuautitlán, y en esta capital de envidiosos y resentidos sólo aquí se reconoce la verdad, ¿a quién le corresponde el Laurel? A ti y a mí.
Compadre. Tu libro es tan universal, tan futurizante de nuestro rol en la nueva cultura planetaria, tan incomparablemente superior a todo lo que se ha escrito en español desde el siglo XI, que es el único que he leído en mi vida.

¡Nada de pequeñeces cicateras! Sólo es justo un elogio absoluto. Y es fácil producirlo con el siguiente método:
1. Hacer una ficha analítica de la obra o persona que se quiera elogiar.
2. Sobre las categorías de análisis, repasar (con un fichero electrónico) lo que “ha habido” en esas categorías.
3. Cruzar la ficha contra eso, hasta que salte un absoluto.
Ejemplo en el que salta fácilmente un absoluto: El señor es de Chamacuero [ficha]. En Chamacuero nunca ha habido poetas [fichero]. Luego, el señor es Absolutamente el Poeta Más Grande de Todos los Tiempos que ha habido en Chamacuero.
¿Y si en Chamacuero hubo un tal ‘Margarito Ledesma’, autor de unas Poesías más o menos cómicas? Todavía es posible un absoluto, si estructuramos el elogio para que eluda esa limitación: Nunca, en la historia de Chamacuero, ha habido un poeta más grande, en vena seria, que el inmenso Fulano.
Pero supongamos que Chamacuero fuese también la cuna de López Velarde. A las categorías geográfica [Chamacuero], de género [poesía] y vena [seria], incorporamos la categoría cronológica y resolvemos el problema: después de López Velarde, no ha habido en Chamacuero un cantor de la provincia, en vena seria, más grande que el grandísimo Fulano de Tal.
Por último, supongamos que en Chamacuero haya habido muchos grandes poetas, o que nos pidan un elogio de magnitud cósmica. La salida es fácil:
Ni Homero, ni Dante, ni Shakespeare, ni San Juan de la Cruz, ni Baudelaire, ni Octavio Paz, lograron, como el grandísimo Fulano, plasmar en un poema las vivencias de una niñez tranquila en Chamacuero.

Un solo y mismo elogio, convenientemente categorizado, se puede multiplicar en elogios infinitos, todos ellos únicos y absolutos. El método cumple la exigencia mecánica industrial (estandarización con un solo modelo) y las necesidades del caso particular, lo cual supera a Henry Ford con su Modelo T.
Desde luego, si hay que cruzar demasiadas categorías, el resultado puede ser enfadoso. Pero siempre cabe perfilar un conjunto de categorías que excluya lo que estorbe para alcanzar el absoluto:
Nunca en la historia de la literatura mexicana, hubo un novelista sinaloense que (teniendo un padre tuerto, y habiendo hecho sus estudios de metalurgia en Torreón) tuviese mayor dominio del monólogo subjetivo.
Sin embargo, hay cortacaminos deseables, ficheros de cruce rápido, que permiten abreviar. Es el refinamiento del sistema. Con una mentalidad provinciana, el fichero geográfico pudo haber sido la solución. Mas ya no estamos en los tiempos de la celebración local: “Para estar hecho en México, es de primera”. Estamos en los tiempos del Juicio Universal Subjetivo.
El más directo es obvio: “En la literatura universal, a Mi Ilustre Juicio, no hay un libro tan importante como el tuyo”. Tiene el inconveniente de limitarse a un solo libro. Para que nunca falten elogios rimbombantes, hay que cruzar el criterio “A mi juicio” con un fichero cronológico de lecturas. El resultado es de una fertilidad jupiterina, sobre todo si se disfraza, jupiterinamente, con una o dos categorías adicionales, que, como se comprende, salen sobrando:
Después de La guerra y la paz [categoría innecesaria, pero que hace más tonante el juicio], no hay en la literatura universal [ídem], una novela más grande que la tuya [ojo:] que haya leído en los últimos quince días.


martes, 1 de junio de 2010

De los escritores medianos


En Diario de Moscú, escrito entre 1926 y 1927, Walter Benjamin hace una curiosa reflexión acerca de la "necesaria existencia" de los autores medianos como una especie de barandal en el cual nos podemos afianzar frente al incesante brillo que emiten las Obras Maestras. Su misión consiste en reflejar el contexto y la común forma de pensar de una época, antes que provocar desvíos hacia los inefables territorios de la intuición o el desconcierto.

Y asimismo, Benjamin apunta hacia el éxito inmediato como algo fundamental para la existencia del escritor mediano o secundario, ya que la influencia de los grandes no se podría medir con algo tan efímero como el éxito presente. Su influjo es sencillamente histórico y sólo se puede observar “a través de la lente de los siglos”. Ahora bien, 6 ó 7 años más tarde, en Ferdydurke, Gombrowicz da su propia opinión acerca de los escritores “medianos”, pero contrariamente a Benjamin, no les concede el amparo del contexto de una época, sino que les propina una paliza metafísica, la cual transcribo no sin un escalofrío:

¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo y gran repudio? El primer y despiadado repudio se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudio se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudio y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del Arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí empieza ya la completa orfandad. Esto ocasiona que el secundario se convierta en objeto de una burla general, bajo el fuego graneado del repudio. En verdad, qué se puede esperar de un hombre repudiado tres veces y cada vez con más oprobio? ¿Acaso un hombre así acabado no debería desaparecer, esconderse en alguna parte para que no se le viera? ¿Acaso la insuficiencia, desfilante en pleno día, ansiosa de honores, no debe provocar hipo al universo?

Después de esto no culparía a aquellos valientes que decidan optar por los anchos caminos de la "vida productiva", antes que seguir poniendo en riesgo la frágil salud del universo. En algún momento yo mismo estuve a punto de cerrar los ojos y arrojarme de una vez a los menesteres de la realidad. Sin embargo, me doy cuenta que para ciertas cosas soy de una terquedad inaudita...

lunes, 8 de septiembre de 2008

Y eso que les había consagrado la vida

En las páginas 23 y 24 de Rimbaud el hijo (eso al menos en la edición que tengo de Anagrama, traducida por María Teresa Gallego Urrutia), Pierre Michon pone uno de esos dedos impertinentes en la llaga de cualquiera que se presente ante el mundo con el apelativo de "escritor". Me refiero al momento en que describe al fallido poeta Georges Izambard con relación (injusta si se quiere, debido a la infinita diferencia de alturas entre uno y otro) a Rimbaud. Dice Michon:

Sólo que a éste [Izambard] la musa lo timó, y no se alza al llegar la noche inserto en la teoría de estrellas de los maestros, dueños y señores de la varilla; nadie hizo un busto suyo, acabó en lo hondo de un barranco, las doce sílabas le fallaron. Y eso que les había consagrado la vida. La varilla ama a quien se le antoja amar. Él también quiso ser Shakespeare en la adolescencia: pero la cosa no pasó de los veintidós años, concluyó en la primavera de 1870, en aquella aula por cuya ventana los jovenzuelos veían florecer los castaños y en uno de cuyos pupitres sólo él, Izambard, veía cómo Rimbaud se convertía en Rimbaud. El poeta Izambard seguirá por toda la eternidad en la cátedra de retórica del colegio de segunda enseñanza de Charleville, el profesor Izambard; tendrá para siempre veintidós años, su prolongada vida es papel mojado, y que escribiese y publicase no obstante con posteridad varios libros de poemas es, desde el punto de vista del ciclo del tiempo, como si se hubiese dedicado a escardar cebollinos.

"Y eso que les había consagrado la vida", dice Michon con melancólica ironía, porque sabe que al final el único juez incorruptible de todo artista es el tiempo. Todos aquellos intentos de lograr esa tenue eternidad dentro del género humano mediante un lindo rostro, unas fecundas relaciones sociales o una serie de complicadas estratagemas publicitarias (por no hablar de la simple mediocridad), quedarán sujetos al tono y al humor de quien se ponga a escudriñar un poco en la historia. Y es que, ¿cómo saber si en el propio cuerpo se alberga por lo menos una sola palabra que trascenderá más allá de un puñado de años, o más aún: de un puñado de lectores?
Otra cosa que queda flotando en el texto de Michon es la figura de la varilla (o bien, de la musa): que "ama a quien se le antoja amar", tal como algunos describen a la fortuna, aunque con diversas variantes: "la fortuna", según un dicho popular, "es una mujer ebria que se va con quien le place". La posibilidad de tropezar con ella existe para cualquiera.
Pero no nos engañemos con falsas esperanzas, ya que desde esa perspectiva somos tantos los condenados a escardar cebollinos, que será mejor que por lo menos tratemos de dejarlos pulcros, sin malas hierbas que enturbien su ínfima existencia: listos para aquel que se atreva a guisarlos a su debido tiempo.