viernes, 25 de mayo de 2012

Los mitos de la verdad


Ya es imposible de soslayar. Ante las próximas elecciones presidenciales en México, los universitarios, y poco a poco el resto de la sociedad, están mostrando su descontento por las evidencias de una prensa poco fiable. Y para ello, las redes sociales se han vuelto una herramienta clave. ¿A alguien le sorprende? Pues resulta que sí. A quienes han detentado un poder no menos ostentoso que el político: a las cadenas de televisión, diversos diarios y estaciones de radio. Con los medios de comunicación se han aliado los gobiernos en todo el mundo cuando notaron su gran influencia en la sociedad. Allí se depositaron “verdades indiscutibles” –parchadas no pocas veces con abundantes mentiras– que servían para desnutrir a la masa. Pero, como reza el lugar común, los tiempos cambian. E Internet no sólo ha hecho la vida más cómoda en muchos sentidos, sino que ha sido tierra fértil para la proliferación de las redes sociales, cuyo primer objetivo, seamos claros, nunca fue hacer que las muchedumbres tomaran acciones políticas, sino la explotación más salvaje del narcisismo, ése que todos, en mayor o menor medida, escondemos en alguna parte de nosotros mismos.

Y sin embargo así ha sucedido. En muchas partes del planeta, la gente, condenada al individualismo estéril por buena parte de los sociólogos del siglo XX, se ha dado cuenta, quizás al principio con cierta incredulidad, de que hay un poder acorde con ese individualismo: la manifestación social a tan solo un clic de distancia, sentados cómodamente en una silla o incluso entregados a la pereza en una cama.

En algún momento, durante las sesiones acerca del México contemporáneo que tuve con una caterva de universitarios inquietos, salió a relucir que ya prácticamente ninguno de ellos (nacidos a finales los 80 y a principios de los 90) había sido educado a través de la televisión, como había sucedido con sus padres. Casi todos pasaban más horas frente a una pantalla de computadora que aletargados frente a los cursis y torpes programas de nuestra televisión abierta, sí, esa misma que aún es el refugio favorito de varias generaciones más añejas. Es decir, las generaciones que vienen ya cambiaron en algo mucho más sutil que el simple registro de las fechas de nacimiento. Ahora pueden conocer de primera mano lo que otros piensan, tanto en el propio país como en varios otros puntos del planeta, fuera de la aceda autocensura de los medios tradicionales.

En estos días estamos viendo el resultado de esos factores que se conjugaron y que eran impensables apenas hace seis años, cuando, valiéndose de la comprobada eficacia de la televisión, la radio y la prensa escrita, algunos se empeñaron en sembrar el miedo mediante campañas sucias. Muchas personas, a falta de otras versiones que corroboraran o contradijeran las acusaciones del famoso “peligro para México”, en muchos casos se dejaron arrastrar por una inercia perfectamente planeada. Hoy esa herramienta narcisista que son las redes sociales, está siendo utilizada para mostrar un hartazgo que resultó más masivo de lo pensado frente a las “verdades” que los poderosos consideran las más adecuadas para nuestra sociedad. Y como en todo fenómeno nuevo, no saben cómo reaccionar frente a él. De inmediato se intentaron las viejas prácticas del sistema: ignorar las voces, a veces reprimiendo, casi siempre tergiversando los hechos hacia un sendero más adecuado a sus intereses, y olvidan, con proverbial estupidez, que hoy se pueden conocer muchas versiones del mismo suceso en tiempo real. Y el tiro les está saliendo por la culata. Los tradicionales acarreados se ven burdos en las redes sociales, donde el cuestionamiento es directo hacia el político, antes intocable salvo por la suave caricia de la televisión. El lenguaje hueco que tan bien parece funcionar en muchos mítines, en las redes sociales se vuelve de inmediato objeto de burla. En un mundo como Twitter, esencialmente hecho de palabras, la jerga politiquera, harto conocida por su incesante reiteración, queda expuesta en toda su vaciedad. Si el político parece muy hábil en ambientes controlados, ante la gente común y corriente puede volverse pequeñito y tartamudeante, dependiendo del tamaño de la cola que le pisen. Pero ojo, no todo ha quedado en las redes sociales. El punto clave de estos días ha sido el abandono de la comodidad del “activista de un clic”, el hecho de que finalmente los jóvenes se han decidido a tomar las calles y expresar a grito pelado aquello que ya hervía en las redes sociales. Un acto mucho más llamativo que la queja virtual: no es de desdeñar la cobertura de algunos medios internacionales a La #MarchaYoSoy132.

Por supuesto, no creo que todo lo que se dice en las redes sociales sea necesariamente la “verdad”, esa cosa inaprensible de la que todos hablan y que prácticamente nadie conoce a cabalidad. De hecho, la sobreabundancia de información en Internet a veces genera mitologías monstruosas o prístinas de una misma persona. Y entonces hay que tener cuidado también con la idolatría ciega hacia ciertos iluminados. Sé también que estamos aún en los primeros pasos: más de la mitad de la gente en México no tiene acceso a Internet. No obstante, será interesante comprobar hasta dónde desembocará esta inesperada (¿o tal vez no?) puesta en marcha de la voluntad social. Ahora que es más fácil cotejar las perspectivas y encontrar a los tergiversadores más evidentes, me pregunto cómo reaccionarán los políticos de la vieja escuela, la televisión y algunos otros medios. Si ajustan sus criterios a los tiempos que ya llegaron, podrán acaso sobrevivir y prosperar. Si se empeñan en creer en las viejas máximas del ganado político y la estupidez de las masas, su caída será lenta pero estrepitosa. O mejor aún, saludable.
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Imagen: La Jornada Michoacán

viernes, 18 de mayo de 2012

Ajuste de cuentas con el infinito


En la novela Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, de László Krasznahorkai, hay un momento en que el príncipe Genji llega a una casa vacía, es decir, vacía de seres humanos, porque en realidad está atiborrada de cosas revueltas, entre ellas un pesado libro de unas dos mil páginas, el cual ostenta el colérico título de Ajuste de cuentas con el infinito.

Por más posibles aventuras que uno trate de imaginar en la trama de ese libro, por fortuna inexistente (no podemos negar que el título alberga ciertos tintes borgianos), contiene sólo dos cosas: un prólogo agrio e indecoroso, escrito casi seguramente por el propio autor, un tal Sir Wilford Stanley Gilmore, residente del Instituto de Investigaciones Matemáticas Gilmore-Grothendieck-Nelson, en el que se burla con horribles insultos y no poca amargura del posible lector, pues está convencido de que será incapaz de comprender ese libro –la obra a la que dedicó su vida–, y aún más: que acaso jamás habrá nadie en la historia de la humanidad que pueda leerlo hasta la última página, aunque en él se demuestre de manera inequívoca que el infinito no existe en la realidad, ya que la realidad por sí misma es finita. Por otra parte, está el cuerpo del libro, en el que sin más transición emprende la vesánica tarea de contar literalmente, es decir, partiendo del uno, dos, tres, diez, cien, mil, cien mil, un millón, etcétera, hasta donde la razón humana aún es capaz de otorgar nombres a los números, o bien, para ser exactos, hasta el centillón, al cual se llega tras leer la retahíla de los mil doscientos nueves que conforman la friolera de novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintanonillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, después de la cual, según Sir Wilford Stanley Gilmore, el lenguaje humano se ve rebasado, y por tanto, no puede referirse ya a las cosas visibles.

Pero más allá de las obviedades y la burla hacia la ciencia (la cual es capaz de asegurar que el «origen» del universo se dio hace entre 13 500 y 15 000 millones de años, como si 1 500 millones de años no fueran más que un insignificante «margen de error») que hace Krasznahorkai en ese pequeño episodio, lo que me parece destacable es la corrosiva sátira a la manía científica de querer explicarlo todo mediante abstracciones que unifican lo heterogéneo por definición, como es la realidad, con tal de crear explicaciones que muchas veces han demostrado ser más fantasiosas que la fábula más inverosímil, o como en este risible caso: querer demostrar que no existe algo como el infinito sólo porque es incomprensible para la mente humana, sobre todo a partir de la ingente cantidad de números expresados en la obra de Sir Wilford Stanley Gilmore.

Y es que por más gigantesco que sea un número, al final no será más que una barca echada a navegar desamparadamente en las inmutables aguas del infinito. Y que no nos sorprenda que ese imponente trasatlántico de cifras zozobre en algún momento de su travesía: ya el Titanic nos ha enseñado que, más que el mar en sí mismo, a veces sólo basta un pequeño iceberg para ponernos a naufragar.

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Publicado originalmente en La Hoja de Arena 

martes, 1 de mayo de 2012

"Un esqueleto", relato de Marcel Schwob



Un esqueleto

Una vez dormí en una casa encantada. No me atrevo mucho a contar esta historia, porque estoy convencido de que nadie la creerá. Clarísimamente aquella casa estaba encantada, pero allí nada ocurría como en las casa encantadas. No era un castillo medio derruido en lo alto de una colina poblada de árboles al borde de una tenebroso precipicio. No llevaba varios siglos abandonada. Su último propietario no había muerto de forma misteriosa. Los campesinos no se santiguaban espantados cuando pasaban por delante de ella. Ninguna macilenta luz aparecía en las ventanas en ruinas cuando en el campanario del pueblo sonaba la media noche. Los árboles del parque no eran tejos, y los niños asustadizos no acudían a acechar a través del seto por si surgían sombras blancas al atardecer. No llegué a una hospedería en la que todas las habitaciones estaban reservadas. El posadero no se rascó durante un largo rato la cabeza, con un candelabro en la mano, ni acabó por proponerme titubeando la posibilidad de disponer una cama en la sala baja del torreón. No añadió con gesto aterrado que de todos los viajeros que habían dormido allí ninguno había regresado para contar su terrible final. No me habló de ruidos diabólicos que se oían por la noche en la vieja mansión. No experimenté un sentimiento íntimo de valentía que me empujara a intentar la aventura. Y no se me ocurrió la ingeniosa idea de proporcionarme un par de candelabros y una pistola. Tampoco tomé la firme resolución de permanecer despierto hasta medianoche leyendo un volumen desparejado de Swedenborg, y no sentí hacia las doce menos tres minutos que un sueño de plomo se abatía sobre mis párpados.

No, nada de lo que siempre ocurre en las terroríficas historias de casas encantadas ocurrió. Bajé del tren y me dirigí al Hotel Trois Pigeons; tenía mucha hambre y devoré tres rodajas de carne asada, pollo frito con una excelente ensalada; bebí una botella de Burdeos. Después, cogí la palmatoria y subí a mi habitación. La vela no se apagó, y encontré mi ponche sobre la chimenea sin que fantasma alguno hubiera mojado en él sus espectrales labios.

Pero cuando estaba a punto de acostarme e iba a coger el vaso de ponche para ponerlo en la mesita de noche, me sorprendió un poco encontrar a Tom Bobbins al amor de la lumbre. Me pareció que había adelgazado mucho; había conservado el sombrero de copa y llevaba una levita muy aceptable, pero los perniles del pantalón flotaban de un modo enormemente desagradable. No le había visto desde hacía más de un año, así que me dirigí a estrecharle la mano y le dije: «¿Cómo estás, Tom?» con mucho interés. Extendió la manga y me ofreció para estrechar algo que al principio tomé por un cascanueces; y cuando iba a expresarle mi descontento por aquella estúpida farsa, volvió la cara hacia mí, y vi que su sombrero descansaba sobre un cráneo vacío. Me quedé enormemente sorprendido de encontrar en él la cabeza de un muerto, sobre todo porque le había reconocido inmediatamente por su forma de guiñar el ojo izquierdo. Me pregunté qué terrible enfermedad había podido desfigurarle hasta ese punto; no tenía un solo cabello; las órbitas estaban endiabladamente huecas, y lo que le quedaba de nariz no valía la pena ni hablar de ello. Realmente, sentí una especie de malestar cuando empecé a hacerle preguntas. pero él se puso a charlar con toda familiaridad, y me preguntó por las últimas cotizaciones del Stock-Exchange, tras lo cual expresó su sorpresa por no haber recibido mi tarjeta de respuesta a su esquela de defunción. Le dije que no había recibido carta alguna, pero me aseguró que me había incluido en la lista y que había ido expresamente a casa del contratista de pompas fúnebres.

Entonces me di cuenta de que estaba hablando con el esqueleto de Tom Bobbins. No me abalancé a sus rodillas, ni exclamé: «¡Atrás, fantasma, quienquiera que seas, alma turbada en tu descanso, que sin duda expías un crimen cometido en la tierra, no vengas a atormentarme!». No, pero examiné a mi pobre amigo Bobbins más de cerca, y vi que estaba muy decaído; tenía sobre todo un gesto melancólico que me oprimió el corazón; y su voz se parecía terriblemente al silbido triste de un tubo que gotea. Creí poder animarle ofreciéndole un cigarro, pero se disculpó por el mal estado de sus dientes, que sufrían enormemente con la humedad de su cavidad. Naturalmente me informé con solicitud de su ataúd, y me respondió que era de buen pino, pero que se le colaba un vientecillo que estaba empezando a producirle reuma en el cuello. Le aconsejé que se pusiera ropa de franela y le prometí que mi mujer le mandaría un chaleco de lana.

Un instante después, el esqueleto Tom Bobbins y yo habíamos apoyado los pies en la base de la chimenea y charlábamos del modo más confortable del mundo. Lo único que me disgustaba era que Tom Bobbins seguía empeñado en guiñar el ojo izquierdo, aunque no tuviera ojo alguno. Pero me tranquilicé al recordar que mi otro amigo Colliwobles, el banquero, tenía la costumbre de dar su palabra de honor, aunque tuviera tan poca como ojo izquierdo Bobbins. 

Después de unos minutos, Tom Bobbins empezó una especie de soliloquio mirando al fuego. Dijo: «No conozco una raza más depreciada que nosotros, los pobres esqueletos. Los fabricantes de ataúdes nos instalan espantosamente mal. Nos visten con lo más legero que tenemos, un traje de gala o de fiesta: yo no tuve más remedio que ir a pedir prestado el que llevo a mi ordenanza. Y luego hay un montón de poetas y otros farsantes que hablan de nuestro poder sobrenatural, del modo fantástico en que planeamos por los aires y de los aquelarres a los que nos entregamos en las noches de tormenta. Una vez me entraron ganas de coger mi fémur y dar un golpecito en la cabeza de uno de ellos para que se enterara del aquelarre del que hablaba. Sin olvidar que nos hacen arrastrar cadenas que chirrían con un ruido infernal. Quisiera saber cómo el vigilante del cementerio nos iba a dejar salir con semejantes trastos. Además, vienen a buscarnos a tugurios inmundos, a las guaridas de los búhos, a los agujeros cubiertos de ortigas y maleza, y van a gritar por todas partes historias de fantasmas que aterrorizan al pobre mundo lanzando los gritos de los condenados. Realmente no veo que tengamos nada de terrorífico. Lo que estamos es muy desprotegidos y ya no podemos dar órdenes a la Bolsa. Si nos vistieran convenientemente, podríamos perfectamente cumplir alguna misión en el mundo. He visto hombres aún más desplumados que yo hacer bellas conquistas. Pero con nuestro alojamiento y nuestros sastres está claro que no conseguimos nada». Y Tom Bobbins se miró una de las tibias con gesto de desánimo.

Entonces me eché a llorar por la suerte de aquellos pobres y viejos esqueletos. Imaginé sus sufrimientos mientras enmohecían en cajas cerradas con clavos y sus piernas se consumían después de un scottish o un baile. Y regalé a Bobbins un par de viejos guantes forrados y un chaleco de flores que precisamente me estaba demasiado estrecho.

Me dio las gracias con frialdad, y advertí que se iba convirtiendo en un depravado a medida que entraba en calor. En un momento reconocí totalmente a Tom Bobbins. Y soltamos la más alegre carcajada que pudiera ser posible entre esqueletos. Los huesos de Bobbins tintineaban como cascabeles de un modo enormemente divertido. En medio de aquella excesiva hilaridad advertí que volvía a ser humano, y empecé a tener miedo. Tom Bobbins era inigualable para endosar a cualquiera un fajo de acciones para una explotación de las Minas de Guano Coloreado de Rostocostolados cuando estaba vivo. Y media docena de acciones semejantes no mostraban dificultad alguna en gastarse las ganancias obtenidas. También tenía un modo particular de embaucar a la gente en una honrada partida de cartas y de desplumarla al rubicón. En el póker despojaba a las personas de sus luises con una gracia suave y elegante. Si alguien no estaba contento, no le importaba tirarle de la nariz y procedía después a su progresivo corte por medio de su bowie-knife.

Observé el fenómeno extraño y contrario a todas las anodinas historias de fantasmas de que tenía miedo al ver que Tom Bobbins, el esqueleto, se convertía en un ser vivo. Porque recordé haber participado en una reunión. Y porque mi amigo Tom Bobbins de la vieja época poseía una probada destreza en la lucha a cuchillo. Porque de hecho, en un momento de distracción, me hizo un corte en la parte posterior de mi muslo derecho. Y cuando vi que Tom Bobbins era Tom Bobbins, y ya no parecía un esqueleto en absoluto, me empezó a latir el pulso tan deprisa que se convirtió en un solo latido; me invadió un espanto general, y ya no tuve valor para decir una sola palabra.

Tom Bobbins clavó su bowie-knife en la mesa, según su costumbre, y me propuso una partida de ecarté. Accedí humildemente a sus deseos. Se puso a jugar y a ganar con el ímpetu de un ahorcado. Sin embargo no creo que Tom se haya balanceado jamás en un patíbulo, porque era demasiado astuto para eso. Y al revés que en los espeluznantes relatos de espectros, el oro que gané a Tom Bobbins no se transformó en hojas de roble ni en brasas apagadas, porque precisamente no le gané absolutamente nada y fue él quien me saqueó lo que llevaba en el bolsillo. Después, empezó a jurar como un condenado; me contó historias terroríficas y corrompió toda la inocencia que me quedaba. Extendió la mano hacia el ponche y se lo tragó hasta la última gota; no me atreví a hacer ni un solo gesto para detenerle. Porque sabía que un instante después hubiera tenido su cuchillo en el vientre. Después me pidió noticias de mi mujer con un gesto terriblemente obsceno, y por un instante me entraron ganas de aplastarle lo que aún le quedaba de nariz. Contuve aquel deplorable instinto, pero decidí interiormente que mi mujer no le enviaría un chaleco tejido por ella. Luego cogió mi correspondencia de los bolsillos de mi abrigo y se puso a leer las cartas de mis amigos, haciendo diversos comentarios irónicos y desagradables. Realmente Tom Bobbins el esqueleto era muy soportable, pero, Dios mío, el Bobbins de carne y hueso era absolutamente terrorífico.

Cuando hubo terminado la lectura, le advertí suavemente que eran las cuatro de la mañana, y le pregunté si no temía llegar tarde. Me respondió de un modo absolutamente humano que si el vigilante del cementerio se atrevía a decirle la menor cosa, «tendría que vérselas con él». Luego contempló mi reloj con mirada libidinosa, guiñó el ojo izquierdo, me lo pidió, y se lo metió tranquilamente en el bolsillo del chaleco. Inmediatamente después dijo que tenía «asuntos en la ciudad» y se despidió. Antes de irse, se metió dos candelabros en el bolsillo, desatornilló fríamente el pomo de mi bastón y me preguntó sin la menor sombra de remordimiento si podía prestarle uno o dos luises. Le respondí que desgraciadamente no llevaba nada encima, pero que sería un gran honor para mí enviárselos. Me dio su dirección, pero era tal mezcla de rejas, tumbas, cruces y panteones que la olvidé completamente. También hizo un intento con el reloj de pared, pero el reloj de pared era demasiado pesado para él. Cuando me hizo saber a continuación que su deseo era irse por la chimenea, me sentí tan feliz de ver que volvía a sus verdaderos modales de esqueleto que no hice un solo gesto para retenerle. Le oí patalear y trepar por el tubo con alegre tranquilidad. Solamente me pusieron en la cuenta la cantidad de hollín que Tom Bobbins había consumido al subir al tejado.

Estoy asqueado de la sociedad de los esqueletos. Tienen algo humano que me repugna profundamente. La próxima vez que venga Tom Bobbins, me habré bebido el ponche, no dispondré de un céntimo, apagaré la vela y el fuego. Seguramente de ese modo volverá a las auténticas costumbres de los fantasmas, agitando las cadenas y gritando imprecaciones satánicas. Entonces, ya veremos.