lunes, 24 de noviembre de 2008

Rostros de la felicidad



El Holocausto Judío y la Segunda Guerra Mundial, han sido temas muy tratados en la literatura y el cine (a veces hasta la exasperación, como suele suceder cuando un tema obsesiona a los "creativos" guionistas de Hollywood) durante los últimos sesenta años. Las palabras que más se han utilizado cuando se habla de esa experiencia, son "horror", "infierno", "maldad", "calamidad", etc. E inevitablemente, uno se contagia de la oscura perspectiva que generan semejantes palabras; en el imaginario, al menos en el mío, ese acontecimiento siempre había sido la sima más profunda a la que puede llevar la delirante estupidez de una idea. Una especie de arquetipo moderno de la maldad racional, a pesar de que no ha sido el único en la decena de miles de años que conforman la historia humana; o por lo menos en aquella que cuenta con registros, porque es casi seguro que desde que el homo sapiens empezó a propagarse por la tierra, ha habido un sin fin de sucesos llenos de injusticias y esclavitudes.
Creo que por eso fue tan profundo el desconcierto que experimenté al leer Sin destino, de Imre Kertész. Me explico: nunca antes había encontrado a alguien que hablara de sus días en un campo de concentración Nazi como de una época dorada, como de algo parecido a la felicidad. En especial porque todo se narra en primera persona, desde la perspectiva de una "víctima". Por supuesto, está latente la posibilidad de que Kertész estuviera jugando a espantar al lector desprevenido, a escandalizar a todos aquellos que suelen hacer lecturas que sólo remueven el polvo de la superficie. Y sin embargo, no creo que sea exactamente una provocación. La novela (que según él mismo aclaró: no es una autobiografía) se desarrolla al más puro estilo de las Bildungsroman: está presente el viaje, el descenso a los infiernos, la ausencia, la memoria (si bien siempre trasminada por la duda); es decir, el protagonista es apenas un adolescente cuando de pronto se ve envuelto por acontecimientos que quizá nunca comprenderá, pero que constituyen su etapa de crecimiento.
La prosa, fría como piedra, carece de los previsibles patetismos ante las terribles escenas que se describen. Y termina siendo una especie de piquete en el culo de cualquier moraleja que se pudiera inferir al final de la novela. Es sólo un montón de cosas que suceden antes del inevitable retorno a casa. ¿Y después? Kertész hace ver que no queda más remedio que seguir adelante con la vida, en donde acaso también otra clase de felicidad esperará en cualquier recodo del camino, como si fuera una trampa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Ay de ti que duermes navegando



Apenas comienzo a leer los primeros versos de Mirándola dormir y por un momento puedo imaginar que estoy dentro del escenario bosquejado por el poeta: la habitación, desteñida por una oscuridad parda, en la que los únicos indicios de luz son de color ceniza y provienen de una “T” formada por dos líneas, ambas producto de las gruesas cortinas entrecerradas que bloquean la visión del exterior. Es como si todo el mundo se redujera a aquel espacio delimitado por cuatro paredes. Resulta imposible saber si ese instante está ubicado antes del nacimiento del día, o si por el contrario, se encuentra en una breve extensión de tiempo que avanza lentamente hacia la noche, lo mismo que una barca que cruzara un lago. Mas no tardo en advertir que eso en realidad carece de importancia: el lugar puede armonizarse con cualquier disposición imaginativa.
Conforme progreso en la lectura, me siento capaz de agregar detalles que el poeta nunca determina, y es que me doy cuenta de que tal vez estoy cayendo en el embrujo de elaborar mi propia ambientación, como si fuera presa de una especie de contagio de la palabra: puedo palpar la imagen de un cuarto lleno del rasguñado silencio de un bosque de edificios; incluso, si se presta un poco de atención, es posible escuchar hasta el agudo y lúgubre sonido que producen cuando el viento roza los espacios existentes entre uno y otro. Y en medio de ese engañoso mutismo, de pronto comienza una lluvia ligera, más parecida al espumoso sonido del orvallo que al convulsivo desencadenamiento de un aguacero. El rumor del agua despierta al hombre que yace junto a la mujer. O quizá no lo despierta, solamente lo obliga a levantarse, presa de esa necesidad inexplicable que a veces nos hace huir de los momentos de infinita calma.
El hombre pudo haber encendido un cigarrillo, pudo haberse dirigido al baño para aliviar sus necesidades inmediatas, o tal vez sólo quiso reconocer la ceguera exterior de la ventana; en cualquier caso, es muy probable que haya reproducido un gesto automático sin, obviamente, percatarse de ello. Empero, es justo allí donde nace la revelación: con el rumor de la lluvia llenando los poros del silencio y los ojos ya acostumbrados a la tibia oscuridad de la alcoba. El hombre logra discernir la silueta de la mujer dormida, completamente fatigada de amor, abandonada en la cama con los brazos abiertos en cruz, "como un Cristo femenino". Y con ello, imperceptiblemente, comienza la observación minuciosa, la avalancha de vertiginosas cavilaciones.
Comienza a fraguarse el poema:

Ay de ti que duermes navegando.
Como el pájaro que duerme con los ojos abiertos.
Con la imperfecta serenidad de la que irradia perfectamente trastornada.
Con las manos tensas y el mentón altivo; los ojos un poco inclinados hacia dentro, un poco de soslayo, un poco a la manera del que mira sin mirar.
Con los senos de fuego altisonantes.
Con los poros de la ternura violentada, activos resoplando.
Y los dedos sobre extensiones carnales y perdidas, en pulcritudes domésticas y bárbaras, sobre juegos de azar y de certeza.
Con el instante un poco a la deriva, en el parpadeo de su órgano nupcial.
Con el parpadeo fabuloso de la creación que se celebra en la pura filigrana del amor.
Recostada plácidamente, si tu placidez no es aquel subterfugio del dibujo lácteo que denuncia al mar, del dibujo etéreo que describe a una mujer arrodillada ante algo indescifrable.
Recostada y soñando con la fauna al cuello, con pretensiones de ola sin memoria, con tu más hermoso sentimiento, casi en el ahogamiento, en las clemencias deleznables.
Sumergida con Dios a la mitad de la sombra y con el Diablo a la mitad de la luz, como si se cohabitara largamente con el arcaísmo... [1]

[1] Homero Aridjis, Mirándola Dormir/Perséfone, Lecturas Mexicanas. CONACULTA. México, 2003, p. 15.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Pasos furtivos


Hoy he comprendido tus pasos furtivos.

Intentas escapar de los sueños del poeta,
y además,
llevarte todo a cuestas:
el vértigo lleno de rocío de tus ojos,
el lenguaje perturbador de tu piel,
la zona exacta donde la voz se convierte en caricia…

Pero el poeta no te abandonará tan fácilmente.
Te seguirá soñando con polvo de luna en la silueta,
y pese a tus infantiles rabietas,
quizá lo encuentres algún día
acosándote otra vez con la mirada,
siguiendo el sinuoso vaho de tus colores,
pendiente de cualquier humor
que arrojes a las calles desiertas.

Ya sabes:
tendiendo puentes llenos de árboles y poemas.