miércoles, 19 de diciembre de 2012

Pequeña biografía de Satanás


Si algo nos ha enseñado la literatura a través de los siglos, es que uno puede encontrarse con toda clase de personajes en los caminos de esta triste vida, y eso, naturalmente, va desde lo más sórdido hasta lo más angelical, pasando por una casi inconmensurable gama de matices y humores. Sin embargo, uno de los personajes que más ha aparecido en las grandes obras es el propio Príncipe de las Tinieblas, quien, según el narrador en turno, adquiere características más complejas que las que tradicionalmente les achaca nuestra superstición. En Diccionario jázaro, por ejemplo, Milorad Pavić nos asegura que cada una de las tres religiones monoteístas tiene a sus propios demonios, los cuales se rigen por reglas que no se parecen a las de las otras dos. Y con el fin de que no vayamos alegremente por ahí sin cuidarnos las espaldas, transcribo –con el entusiasmo de quien hace un servicio a la comunidad– un fragmento que describe a grandes rasgos las características del diablo cristiano:

«SEVASTO, NIKON (siglo XVII) – Según una leyenda, junto al río Morava, en la garganta de Ovčar, en los Balcanes, durante algún tiempo había vivido con ese nombre Satanás. Era muy bondadoso, llamaba a todos por su propio nombre y trabajaba como protocalígrafo en el monasterio de Nikolje. Donde se sentaba, sin embargo, dejaba la impresión de dos mejillas, y en el lugar de la cola tenía la nariz. Afirmaba que en su vida anterior había sido diablo en el infierno judío al servicio de Gueburah y Belial; sepultaba a los golems en los desvanes de las sinagogas, hasta que un otoño, cuando los excrementos de los pájaros se habían vuelto venenosos y quemaban las hojas y la hierba sobre las cuales caían, pagó a un hombre para que lo matara. Fue un modo de pasar del infierno judío al cristiano [...] Según otras leyendas, no necesitó morir para pasar de un infierno a otro, sino que le bastó dar a un perro un poco de su sangre, después de lo cual entró en la tumba de un turco, le cogió por las orejas, le desolló y se lo puso. Por eso en sus bellos ojos robados a aquel turco se entreveían ojos de cabra. Debía mantenerse alejado del pedernal, cenar después que los demás y robar cada año una piedra de sal. Se cree que de noche montaba los caballos del monasterio y de la aldea, y éstos realmente por la mañana estaban cubiertos de espuma, embarrados y con las crines trenzadas. Dicen que lo hacía para refrescarse el corazón, porque su corazón había sido cocido en vino hirviente [...] Se vestía ricamente, pintaba frescos con gran habilidad y, según la leyenda, ese talento se lo había dado el arcángel Gabriel. Sus frescos se conservan en las iglesias de la garganta de Ovčar con epígrafes que, si se leen de una pintura a otra en un orden determinado, forman un mensaje. Este será legible mientras existan los frescos. Nikon dejó ese mensaje para sí mismo, cuando vuelva a la vida trescientos años después, porque los demonios, como decía, nada recuerdan de la vida anterior y tienen que arreglárselas de esta manera».


@elReyMono

martes, 27 de noviembre de 2012

Desasosiegos


Página 392 del Libro del desasosiego. Doy de bruces con esto: “He llegado a ese punto en el que el tedio es ya una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo”. Siento como si una gota de agua helada me corriera por la espina. Más que una idea es una sensación. Lo mismo sentiría si alguien me hubiera visto en algún momento sumamente secreto, de esos que no quieres que cualquiera contemple. Si la vemos con calma, es una frase pequeña, menos de dos renglones en la edición que tengo. Pero al mismo tiempo podría ser una terrible patada en la tibia. Curioso: los poemas de Pessoa no son para mí tan definitivos. A veces incluso me da la impresión de que pecan de un exceso de melodía, como esas cancionsillas que se escuchan al azar y que sin embargo se pegan al pensamiento durante un buen rato, hasta el hartazgo. Pero el Libro del desasosiego es algo distinto, de una incandescencia salvaje, denso como puré, a pesar de ser una compilación de textos hasta cierto punto breves e inconexos. Según mi modo de ver, sería una locura querer leerlo desde el inicio hasta el final de un solo jalón. Es posible que eso causara una especie de indigestión mental. Por eso lo dejo reposando pacientemente en el librero, hasta que un buen día, sin importar la hora, lo cojo y lo abro al azar, como si fuera una bola de cristal o una tirada de cartas. Entonces leo uno o dos fragmentos –los primeros que se me atraviesan en la mirada– y de inmediato lo cierro. Raras veces ha dejado de sorprenderme. Por lo general quedo algunos instantes perturbado y receloso: ¿sería posible que un libro pudiera albergar secretos que lo «atañen a uno» de forma tan personal? Es algo que, de dejarlo crecer, seguramente engendraría insondables obsesiones. Tal vez por eso lo cierro de inmediato. Como si temiera adelantarme en cosas que aún no debería descubrir, o bien, como si pudiera aventurarme a leer mis propios pasos creyendo que se tratan de los de alguien más… Y eso, señoras y señores, además de grotesco, sería sin duda espeluznante.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Leer la mente



Desde niño he fantaseado con escuchar el pensamiento de los demás. ¿Cuántas cosas sorprendentes podrían albergar las mentes ajenas? Seguramente muchos secretos inconfesables, juegos de palabras casi siempre idiotas, sueños tan inverosímiles como desesperados, divagaciones que desembocarían en ningún lado o juegos que responderían a realidades más bien improbables. Así es: la absurda creencia de que todos tienen mentes como la mía. El prurito de saber “exactamente” lo que piensa alguien cercano a mí, siempre me ha llevado a fantasear hasta extremos inconcebibles, sobre todo desde que tengo esa manía de adjudicar posibles diálogos que sólo existen, al menos eso espero, en mi cabeza.

Esas fantasías perduran aún hoy, aunque con un agregado: creo poseer la capacidad de extraer hipotéticos pensamientos a partir de detalles quizás insignificantes, como la disposición de las arrugas u otros rasgos faciales en un rostro cualquiera. Si el sujeto de estudio tiene una serie de renglones extendidos y perfectamente delineados a lo largo de la frente, de inmediato veo frases o interjecciones que nacen del asombro; si por el contrario, la frente es atravesada verticalmente por un par de vigorosas arrugas, de inmediato apuesto a que de allí sólo podrán brotar pensamientos severos, nacidos ya sea de la ira o de una seriedad acartonada, refugio, por lo general, de profundidades tenebrosas; y si acaso adicionamos a ese par de arrugas verticales unas cejas con un cierto aire de desamparo, lo más probable es que estemos ante un libertino subyugado por intensas y vergonzosas aficiones.

Los pensamientos de alguien que me mira fijamente suelen ir muchas veces en direcciones distintas a las que toman las palabras. Merced a una mirada más o menos torva, uno puede ser capaz de quitarles verosimilitud a palabras pronunciadas con suavidad o cortesía. Incluso, si se es aventurado, podría uno atreverse a asegurar que los pensamientos de dicha persona van en una dirección totalmente opuesta, llena de sordidez y bellaquería, o por lo menos de corrompida oscuridad.

A veces, tal vez de una forma un tanto paranoica, me pongo a mirarme en el espejo, mas no para constatar una vanidad que sería risible en mí, sino para comprobar que mis palabras no exhibirán con tanta facilidad su doble o triple fondo, lo cual sería fatal dependiendo del contexto. Entonces trato de convertirme –por desgracia con poco éxito– en un maestro del disfraz verbal, una suerte de mago que, mediante las cercas espinosas de las palabras disfrazadas, impide al prójimo atisbar en los territorios más íntimos de mis pensamientos.

Al final, si dejamos de lado la interminable cadena de elucubraciones que me nacen cada vez que veo los rasgos de alguien, puedo afirmar que «leer» la mente de los demás me ha hecho una mejor persona. Bueno, en realidad no. Incluso quizás todo lo contrario. Pero mejor dejémoslo allí, no vaya a ser que comiencen a emerger desvaríos. Ya saben: de esos que después te persiguen en los momentos más inesperados…

viernes, 19 de octubre de 2012

El nacimiento de un mártir


En las primeras páginas de Un puente sobre el Drina, obra maestra de Ivo Andrić, hay una escena que logra perturbar al más flemático: el empalamiento, aún con vida, de Radislav, un campesino cristiano que veía la construcción del puente que uniría las dos orillas de Vichegrado (en Bosnia y Herzegovina) a mediados del siglo XVI, como una obra instigada por el mismísimo Satanás, y que por ello, con ayuda de un par de hombres, se da a la tarea de destrozar por las noches lo construido durante el día. Abidaga, a quien el gran visir había encomendado la expedita construcción del puente, es un pelirrojo carente del más mínimo sentido del humor, quien además se enorgullecía de la fama nefanda que lo precedía adonde quiera que llegaba como una especie de diabólico heraldo. Así, advierte ferozmente a todo el pueblo que cuando capture al responsable del boicot, lo empalará vivo para que sirva como escarmiento a cualquier otro «valiente» que quiera obstaculizar la piadosa obra del gran visir. Tras varias noches de tensión, por fin logran capturar al responsable, y después de torturarlo, colocándole gruesas cadenas al rojo vivo sobre el cuerpo para que confiese acerca de sus cómplices, llega el día del empalamiento. Andrić no nos ahorra detalles y el escabroso castigo es descrito con la frialdad y la precisión de un instrumento quirúrgico:

«Radislav inclinó aún más la cabeza, mientras los cíngaros se acercaban a él y le despojaban de la piel de cordero y de la camisa. Sobre su pecho, rojas y tumefactas, aparecieron las llagas producidas por las cadenas. Sin pronunciar una palabra más, el campesino se tumbó boca abajo, tal y como le habían ordenado. Los cíngaros se aproximaron y le ataron primero las manos a la espalda y después le ligaron una cuerda alrededor de los tobillos. Cada uno tiró hacia sí, separándole ampliamente las piernas. Entretanto, Merdjan colocaba el poste encima de dos trozos de madera cortos y cilíndricos, de modo que el extremo quedaba entre las piernas del campesino. A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores. Tan sólo pudieron apreciar el estremecimiento del cuerpo a causa del picotazo breve e imperceptible del cuchillo, y, luego, cómo se erguía a medias, cual si tratase de levantarse para volver a caer de pronto, golpeando sordamente el entarimado. No más hubo terminado, el cíngaro dio un ligero salto, tomó del suelo el mazo de madera y se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en el que el poste se iba introduciendo, y, después, a los cíngaros, exhortándoles a que tirasen con suavidad y sin sacudidas. El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

»El silencio era tal en las dos orillas [del río] que podía distinguirse con claridad el sonido que producía el mazo al golpear el poste y el eco que se repetía en algún lugar de la orilla escarpada. Los que estaban más cerca podían oír cómo Radislav golpeaba con la frente sobre las tablas y, además, otro ruido insólito que no era ni un gemido ni un lamento ni un estertor ni ningún sonido humano determinado. Aquel cuerpo torturado emitía una especie de chirrido y un crujido, como cuando se tira a patadas una empalizada o se derriba un árbol. El cíngaro, a cada dos martillazos, se dirigía al cuerpo tendido, se inclinaba, examinando si el poste avanzaba en buena dirección y, cuando se había cerciorado de que ningún órgano vital estaba herido, volvía a su sitio y continuaba su tarea. Todo aquello, desde la orilla, se oía débilmente y se veía aún más débilmente, pero no había quien no sintiese temblar sus piernas; los rostros palidecían, las manos se quedaban heladas.

»Durante un momento, cesaron los mazazos. Merdjan había observado que en el vértice del omoplato derecho los músculos se ponían tensos y la piel se levantaba. Se acercó rápidamente y, en aquel lugar, ligeramente hinchado, hizo una incisión en forma de cruz. Por el corte empezó a correr una sangre pálida, primero en pequeña cantidad, luego, a borbotones. Aún dio dos o tres mazazos, ligeros y prudentes, y por el sitio en el que acababa de hacer el corte, apareció la punta herrada del poste. Continuó todavía unos minutos martilleando hasta que la punta del palo alcanzó la altura de la oreja derecha.

»Radislav estaba empalado en el poste de igual modo que se ensarta un cordero en el asador, con la diferencia de que a él no le salía la punta por la boca, sino por la espalda, no habiendo interesado gravemente ni los intestinos ni el corazón ni los pulmones.»

El condenado permanecerá a la vista de todos en la parte más alta de la estructura del puente. Y una vez muerto, traerá el descanso a los pobladores –quienes no conseguían dejar de pensar en el sufrimiento del pobre desgraciado durante todas las horas que duró su horrible agonía– y será convertido en una especie de santo mártir entre los cristianos, quienes además lo insertarán entre las múltiples leyendas que aderezarán con los años al puente sobre el Drina.

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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Escuchando en la oscuridad


Hace unas cuantas noches, por la madrugada se empezaron a escuchar voces frenéticas afuera de mi departamento. Yo vivo en una falsa planta baja; es decir, a medio camino entre el nivel de la calle y el primer piso, así que la acera me queda en un ángulo oblicuo y puedo ver desde mis ventanas lo que pasa afuera con cierta facilidad, con la ventaja de que no es igual de fácil que se vea desde afuera lo que sucede adentro. Algo que puedo utilizar para mi beneficio, tal como sucedió en esa ocasión. Y es que en un principio pensé que era una riña de borrachos y, aunque me despertaron de golpe, traté de dormir de nuevo porque el siguiente día era laboral y, bueno, ustedes saben lo que es ir a trabajar con esa cara de cretino que suele poner uno cuando las horas dormidas resultaron insuficientes. Pero la curiosidad no me dejó en paz y me asomé: a dos o tres casas de mi edificio, un par de sujetos estaban trenzados en un extraño abrazo y se decían cosas con tal ferocidad que supuse que aquello no terminaría sino hasta que uno de los dos fuera incapaz de moverse. A los pocos minutos me acosté de nuevo e intenté dormir.

Fue inútil. La riña se trasladó de pronto justo bajo mi ventana, y entonces pude escuchar no sólo los golpes, sino cada una de las palabras que se arrojaban los contendientes, casi como si me las estuvieran diciendo a mí. Así comprendí que no era una riña vulgar de dos borrachos que dejan de ser amigos gracias a los vapores del alcohol, sino una “lección” que uno de ellos propinaba al otro “por haber abusado de la confianza que se te había dado, maldito perro”. Al parecer, uno de ellos era el marido de la hermana del otro, y había perpetrado un espantoso crimen familiar: había salido con la sobrina de la esposa (una adolescente, por lo que pude colegir) y, a juzgar por los desgarradores gritos de la esposa –que no tardó mucho en entrar en escena– estaba involucrado sentimentalmente con ella.

Sé que muchos de ustedes sólo han visto esos dramas en telenovelas baratas o en libritos libertinos, así que quizás no imaginen la risa absurda que me invadió ahí, recostado y sumergido en la oscuridad de mi habitación, cuando la mujer se puso a aullar “Te la estás cogiendo, ¿verdad, cabrón? ¡Responde! ¿Te la estás cogiendo? ¡¿Cómo pudiste hacerme esto a mí, hijo de tu PUTA madre?! ¡A mí, que he hecho tantos sacrificios por ti!”, mientras que cada tanto sonaba el disparo de una cachetada y algún escupitajo que supuse estaría siempre dirigido a su rostro. En cierto momento, tras lo que creí que ya era una buena paliza, el acusado comenzó a deshacerse en un tosco llanto, mientras juraba por todo lo que hay de sagrado que era un malentendido, que nada de lo que imaginaban era verdad, pero ninguno lo escuchaba: estaban demasiado ebrios de violencia y sólo podrían escucharlo cuando se hubieran hartado de golpearlo, injuriarlo y escupirlo. El episodio duró poco más de una hora, pero al final terminaron llorando los tres y sus alaridos se fueron convirtiendo en murmullos patéticos y desgarradores, hasta que por fin desaparecieron en la madrugada chilanga.

Cuando regresó el silencio, pensé que esta escena habría sido impensable en mi departamento anterior, ubicado en una zona caracterizada por una fría cortesía y porque los “escándalos” son minucias que provienen del aburrimiento y de un exceso de tranquilidad. Pensé también que estos episodios, tan cotidianos en los barrios populares, suelen ser material invaluable para los escritores, amantes de entrometerse en los asuntos ajenos evitando ser notados en la medida de lo posible. Finalmente me felicité por tener el sueño ligero y por haber encontrado el tema de este post casi sin esfuerzo. Y tan es así, que hasta siento como si hubiera hecho trampa.

Pero no se preocupen: ya se me pasará.
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lunes, 3 de septiembre de 2012

La vida nueva


Había olvidado todo lo que significa mudarse de departamento. En principio, la búsqueda, los lugares ideales pero inalcanzables, las caminatas interminables, los pies adoloridos, los días que se escapan en parvadas, hasta que por fin llega el lugar elegido, aunque esté lejos de haber sido el favorito. Y luego viene el embalaje de las pertenencias, siempre más numerosas de lo que parece a simple vista, el polvo que surge a raudales de los lugares más insospechados, y el día fijado, la estricta vigilancia para que los forzudos hombres que cargarán con esos objetos que de una u otra forma constituyen tu vida, no terminen destrozándolos en el primer recodo de las escaleras; el llegar y encontrarse con la perspectiva de tener que sacarlo todo de las cajas y comenzar la heróica misión de acomodarlo al nuevo sitio con el fin de hacerlo familiar, llevarlo hacia la cotidianidad con el fluir de los días. Pero no, será desde el siguiente día, porque en ese momento los ecos desnudos que manan sin cesar del espacio vacío te llevan hacia un sopor turbio, polvoriento, que sólo con un regaderazo helado (no tienes otra opción) te podrás sacudir. Entonces, entre los gruñidos de tu estómago desértico, viene la primera noche, casi siempre en blanco, porque irremediablemente te pones a naufragar en aquello que recién constituía tu espacio:  los olores que fueron imágenes y memoria, las vivencias, buenas y malas, y que ya sólo residirán ahí, en ciertas zonas de tu mente. Y en la oscuridad de la noche desconocida, entre un cansancio espeso como puré, los ruidos nuevos se vuelven protagonistas, las grietas en el techo y las paredes, la araña patona que ha estado en ese rincón quién sabe desde cuándo y que te mira con fría curiosidad, sin moverse, como si esperara a que tú des el primer paso hacia su muerte o hacia una extraña amistad. Mientras tanto en la calle todo continúa fluyendo en una rutina desconocida para ti, que tienes los ojos y los recuerdos cansados, pero que no puedes dejar de escuchar, de pensar, de planear; hasta que, sin apenas sentirlo, el sueño te va apresando en su puño cálido y, como despedida de la conciencia, aún dirás algo en un susurro, una o dos palabras que se despeñarán hacia el océano de silencio de tu propia soledad…
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viernes, 17 de agosto de 2012

Victoria pírrica

Soy un fanático del aire nocturno. Al salir de la oficina, suelo apresurarme para llegar a casa lo más rápido posible y mudar mis atavíos laborales por prendas con las que pueda hacer algo de ejercicio al aire libre. Pero no hay que confundirse: más que un atleta, soy apenas un tipo que pasa demasiadas horas sentado sobre su propio culo frente a una pantalla de computadora y que por ello mismo busca mantener exiliadas, en la medida de lo posible, las innumerables dolencias que provienen de una vida sedentaria. Por eso sería bueno aclarar que a la hora de correr, por ejemplo, no soy el más rápido, ni el que aguanta más, y mucho menos el que hace los movimientos más gráciles.

Si en una de esas noches resulta que me sorprende la lluvia, disfruto mucho sentir el picoteo del agua en el rostro, el viento húmedo, saltar los charcos en los que se reflejan las luces de los faroles (lo cual me da la posibilidad de creer que estoy en una aventura peligrosa del tipo Indiana Jones), y el olor de la tierra mojada… bueno, creo que no es necesario mencionar la frase común que todos conocemos al respecto. Además, seguro que más de uno ya entendió lo que quiero decir.

Y sin embargo, no todo es una costumbre idílica. Cuando voy a correr, cada tanto surgen retos de esos que nos hacen conocer nuestros alcances físicos. De pronto me ha sucedido que algún tipo hace bufidos o movimientos jactanciosos, y entonces, en cuanto me rebasa –es algo que no puedo controlar–,  comienzo a seguirlo a una distancia en la que pueda sentir mi presencia detrás suyo como una sombra desagradable que casi le respira en la nuca. Si es un verdadero atleta, no tardará en dejarme atrás sin ningún problema; pero si es apenas un fanfarrón, aquello se convertirá en una muda corretiza entre dos especímenes oficinescos que tratarán de averiguar quién es más inhábil que el otro.

Así me sucedió aquella noche. Iba en la tercera vuelta de las ocho que suelo dar en un conocido parque de la colonia Del Valle, cuando un tipo empezó a retar tácitamente a todos los corredores que pasaban a su lado. Lo que me fastidió en seguida fue la manera burlona en que resoplaba al rebasar a todos aquellos que seguían trabajosamente su rutina con ese aire de mártires que se dirigen al cadalso. A mí me hizo lo mismo, y yo también hice como si no hubiera notado su impertinencia, pero en la última vuelta de mi rutina lo alcancé, aunque me quedé a una distancia de unos cinco metros detrás suyo.

En la recta final de la última vuelta suelo hacer un sprint de unos 150 metros aproximadamente. Así que comencé a acelerar, y él, tal como lo esperaba, lo tomó como un reto. En un principio íbamos parejos, mas en seguida aceleró hasta adelantarme por un par de metros. Lo que él no esperaba es que yo no bajaría el ritmo en ningún momento, con lo que su ventaja disminuyó casi en seguida apenas cruzamos la mitad de la recta. Hacía muchos, muchos años que no corría de esa forma tan desenfrenada, pero me sentía bien, fuerte, incluso hermoso, como un guepardo correteando por la estepa. Entonces él puso su último esfuerzo, aunque en vano: comenzó a dar zancadas descompuestas, sin ritmo, hasta que finalmente se detuvo a boquear como pez fuera del agua, con las manos en las rodillas, ahora sí con bufidos sinceros, sin asomo de fanfarronería. Algo dijo, aunque ya no lo escuché, pues yo seguí a mi paso hasta el final de la recta, a la que arribé con el halo de gloria que suele rodear a los vencedores: el fanfarrón abandonó el reto cuando aún quedaba más de un tercio de la distancia por recorrer. No obstante, cuando aflojé el ritmo y me tocó el turno de jadear como un moribundo, aún con la satisfacción de haberle dado su merecido, desde un lugar remoto de mi pantorrilla derecha comenzaron los primeros temblorcillos de un calambre. Y aunque me senté sus buenos diez minutos en una banca del parque, el calambre no se fue, sino todo lo contrario: estaba ahí, acechando el menor movimiento que me dispusiera a hacer. No voy a relatar aquí la agonía que significó el regreso a mi departamento, ni tampoco el ridículo episodio con el semáforo cuando traté de cruzar una avenida muy transitada; baste con decir que los diez minutos que hago normalmente, se convirtieron en más de media hora de intenso sufrimiento cada vez que daba un paso.

Nada de eso me importaba en aquel momento. Le había arrancado una victoria (por pírrica que fuera) a este mundo tan plagado de injusticias y eso me tenía satisfecho. Gracias a eso, buenas gentes, aquella noche conseguí dormir el sueño de los justos. Y a final de cuentas, eso es lo único que de verdad importa, ¿o no?

viernes, 3 de agosto de 2012

De las separaciones

Ah, las separaciones. Tan indeseables como inevitables. Tan llenas de oscuridad y desesperanza cuando se imaginan, pero también tan necesarias en los momentos álgidos o tormentosos. Las separaciones suelen servir para efectuar exámenes de fragmentos o de la totalidad de una vida. Pero son mal vistas, incluso se les mira de soslayo, como si no debieran existir, o como si fueran una especie de error de la naturaleza, cuando en realidad son indispensables para la «evolución» en todas las acepciones posibles de la palabra. Unirse y separarse son los dos rostros del mismo movimiento primigenio. Y entonces, ¿por qué uno de ellos carga con el estigma de lo indeseable? ¿Por qué algunos se estremecen cuando se habla de la separación como un paso necesario, si es que en verdad se quiere seguir adelante? Sencillo: porque muchos ven a la separación como algo enteramente negativo, como una especie de producto exclusivo de la traición. Pero no seamos dramáticos: la separación nos acompaña desde el momento mismo de nuestro nacimiento, cuando nos separamos de la comodidad inconsciente de nuestro diminuto océano amniótico y entramos a un mundo extraño que, sí, señores, estará lleno de separaciones dolorosas en mayor o menor medida. Por eso el miedo a las separaciones tiene mucho de estéril e incluso de infantil, por lo inevitable de su esencia, me refiero. Y si no me creen, hagan el siguiente ejercicio mental: imaginen un barco lleno de oro que de pronto comienza a hundirse por el peso del precioso metal. ¿Qué sucederá si el capitán se resiste a separarse de semejante tesoro…? O quizás un ejemplo más cercano: imaginen que nunca padecieron una separación, la que ustedes prefieran, e imaginen también hacia dónde habría llegado ese «algo» que nunca se separó de ustedes. O mejor ustedes mismos, ¿a dónde habrían podido llegar si nunca hubieran experimentado esa separación que tanto les dolió? Exacto: a ninguna parte. Lo mismo que el agua cuando se estanca, comenzarían a desarrollar elementos nocivos, putrefactos, insalubres, con lo cual sus vidas se volverían espesas y malsanas como un pantano. La separación intercambia un bien perecedero y fugaz por un dolor, intenso muchas veces, pero igualmente perecedero y fugaz. Pero, cosa que no muchos ven, el dolor se irá tarde o temprano y se convertirá en tierra fértil para nuevos episodios buenos, malos e insustanciales, para seguir avanzando hacia las nuevas experiencias que nos esperan a la vuelta de la esquina. Y bueno, uno nunca sabe si lo que sobrevendrá era precisamente eso que tanto esperábamos o aquello que, sin saberlo, habrá de constituir nuestro futuro. Y es que, al parecer, así funciona la existencia. O eso dicen.

viernes, 29 de junio de 2012

Amor de hule




Amor de hule

La escuadra navega hacia Hawai, en orden de batalla. Fred Atkinson, segundo maquinista, y Joe Tuddy, el nostramo negro, se encuentran frente al armario de las muñecas, en el tercer puente de estribor de la nave almirante. Abren juntos los batientes: una sola muñeca en todo ese espacio: reluciente, risueña, desnuda, silenciosa como el amor.

Momento de tremendo pasmo.

Que el comandante conserve para sí la muñeca más bella, no se discute: es el comandante. Que una decena de muñecas muy selectas estén a exclusiva disposición de los oficiales, ni hablar. Pero sólo doce muñecas, y no de primera clase, ¡fíjense nada más! Sólo doce muñecas para los trescientos hombres de la tripulación, tres de ellas descompuestas y algunas ya viejas e inservibles, tras veinte días de navegación, en pleno verano y en el paralelo ecuatorial, lo hace a uno pensar en una sórdida voluntad de economía en los mandos supremos, en un escaso conocimiento de las necesidades fisiológicas del hombre, o en un premeditado fin de fomentar riñas y amotinamientos.

Atkinson fue el primero en amarrarla. El negro, fulmíneo, le detuvo el brazo. Su mano derecha se alzó y quedo suspendida sobre la cabeza del maquinista: empuñaba un cuchillo. Pero el negro, quién sabe por qué, cambió de idea. El arma no se abatió sobre el adversario, sino sobre la muñeca de hule, que, abierta en canal, cayó en dos pedazos a los pies de los litigantes.

Atkinson y Tuddy, como idiotizados, sin aliento, se le quedaron viendo a la asesinada.

El tajo negro, preciso, había dejado al descubierto las complicadas tuberías que proporcionaban la tibieza humana en aquel cuerpo insensible, pero procaz.

Dos gruesas lágrimas, como huevos de cristal, asomaron en los ojos del negro; otra resbalaron por las mejillas tiznadas del maquinista. Desesperados sollozos resonaron entre las paredes de acero. Se abrazaron frenéticos, se besaron, se mordieron, aullaron como hienas fustigadas.

Y  la sangre humana manchó a la mujer de goma.

La escuadra se detiene, espumante, en medio del océano rutilante de sol.

Abajo, en los sollados de la enfermería los dos culpables gimen como perros, se retuercen bajo las correas que los sujetan a las literas de hierro.

Cuatro hombres, los más distinguidos de la tripulación, transportan en el puente a la muñeca asesinada, y entre las salvas de los cañones y el saludo de las banderas la sepultan lentamente en el mar.

En ese mismo instante emerge galopando un caballo negro; se vuelca, y en medio del blanco de la gola aparece el enorme agujero de la boca dentada en forma de serrucho.

Pero antes de que el monstruo engulla a la trágica protagonista de ese drama de amor, para llevársela al silencio espectral de las grandes florestas submarinas, ella tiene tiempo de dirigir una mirada postrera a las naves, al océano, al cielo, con sus ojos brillantes y fijos, que no se cierran nunca, ni para dormir ni para morir.

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Alberto Savinio, "Amor de hule" en Aquiles enamorado, Sexto Piso, México, 2004.
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viernes, 22 de junio de 2012

Tlatelolco y la memoria


Gracias al asfixiante clima político que se vive en el país por estos días, y por supuesto, a mis constantes viajes por el metro de la ciudad de México, me he topado con algunas imágenes que los jóvenes del movimiento #YoSoy132 han colocado en diversos puntos con el fin de despertar la memoria reciente y la conciencia social de la población. Sin embargo, una de ellas me llamó la atención por ir más allá de lo que quizás pensaron ellos mismos: en varios vagones de la línea 3 del metro, que va de Ciudad Universitaria a Indios Verdes (o viceversa, dependiendo la perspectiva), hay una curiosa imagen sobrepuesta al conocidísimo icono de la Torre de Banobras, que representa a la estación “Tlatelolco”. Es un tanquecito militar, con dos cabezas de soldaditos manejándolo, y con el detalle de que las ruedas son al mismo tiempo unos aros olímpicos. La referencia simbólica es contundente, sí: la Matanza de Tlatelolco de 1968, uno de los peores abismos a los que fue capaz de llegar el autoritario gobierno del PRI en sus mejores épocas de poder. Pero también me hizo reflexionar sobre la notable vacuidad con la que se conoce, al menos en el metro, un lugar tan significativo como Tlatelolco.

Para empezar, junto con el Centro Histórico, es uno de los sitios más emblemáticos de la ciudad de México, quizás incluso del país, si nos vamos a las raíces de la identidad mexicana: ahí existió una ciudad hermana y rival de Tenochtitlan. Tlatelolco fue sumamente próspera, contaba con el que quizás haya sido el mercado más grande del planeta en aquellos tiempos. Una vez que Cortés logró tomar Tenochtitlan durante la guerra de Conquista, en Tlatelolco se libraron las batallas de resistencia más sangrientas contra las huestes españolas y sus aliados tlaxcaltecas; incluso, a unos pasos de ahí, en lo que hoy es el barrio de Tepito, se rindió Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica. Ahí también se marginaron a los indígenas que sobrevivieron a la Conquista (el Centro quedó a completa disposición de los Españoles, que instalaron allí su gobierno y trazaron sus barrios en las cenizas de los anteriores); además, se instauró el Colegio de la Santa Cruz, en donde fray Bernardino de Sahagún, ayudado por innumerables indígenas, se dio a la exótica tarea de recuperar visos de la cultura de los perdedores de la guerra, sin lo cual los informes acerca de las costumbres y cosmovisión de la cultura nahua, se habrían perdido quizás para siempre; ahí también hubo una prisión que albergó, entre otros muchos, a personajes como Pancho Villa, que logró escapar y ser pieza clave durante la revolución mexicana. Por supuesto, está la propia matanza de 1968 o aquél episodio no menos dramático de la horrenda destrucción por el sismo de 1985. El caso es que al final de todo eso me quedó una comezón que transcribiría de la siguiente manera: ¿por qué, ante toda esa montaña de historia, se les ocurrió iconizar la Torre de Banobras, cuyos mayores méritos son quizás tener un carillón en la punta y tener la capacidad de resistir, al menos en teoría, un sismo de hasta 8.5 grados en la escala de Richter?

No sé, es sólo una pregunta.

miércoles, 20 de junio de 2012

Desventajas de las máquinas del tiempo


No soy un enemigo del progreso, aunque ya ha demostrado en repetidas ocasiones su potencial catastrófico cuando lo manipulan los intereses humanos. Pero una máquina que fuera capaz de retroceder en el tiempo sería un instrumento cruel y masoquista, una invitación a orbitar sin descanso en aquellos acontecimientos que por razones desconocidas o estúpidas se han convertido en nuestras obsesiones. Eso de que serviría «para arreglar los errores del pasado» sería la peor de las justificaciones morales, porque ya se ha visto que de un bien muchas veces puede nacer algo atroz, y de un mal, mediante misteriosas combinaciones, a veces brota el tallito verde de un bien. Estoy convencido de que si lográramos volver al pasado a nuestro antojo, sería imposible sustraerse al embrujo de volver a experimentar, sin la lejanía anestésica de la simple memoria, los acontecimientos con la misma y a veces brutal intensidad.

Y además, ¿qué haríamos con ese «Yo» que estaría por hacer eso que queremos cambiar o evitar? ¿Acaso tendríamos que convencerlo de que cambie la inercia de sus lícitos deseos de ese instante, sólo porque ya vimos que en los días venideros habrá de arrepentirse o de provocar una bifurcación que después veremos como «dañina» o al menos «innecesaria»? O incluso, generando la ineludible paradoja física, ¿podríamos sustituirlo o fusionarnos con él y estar listos para experimentar esas vivencias, cuyo efecto a largo plazo deseamos cambiar como si fuera la primera vez?

Pero eso significaría ir al pasado con una edad que no correspondería a lo que entonces estábamos viviendo. Y así aumentaríamos el volumen de las paradojas: ¿podrían convivir dos personas que en realidad son la misma, aunque de dos edades distintas, al mismo tiempo, pero no en el mismo espacio? Y si necesariamente debieran fusionarse, ¿quién sería el «Yo» dominante, el del pasado o el del futuro? ¿Acaso podríamos ser un niño de 6 años con la mente de un hombre de 35 con todo lo que ello implique para bien y para mal?, ¿o quizás absorberíamos el cuerpo más pequeño junto con toda su juventud?

Pero olvidemos por un momento las paradojas y desbarajustes obvios que vendrían con un viaje hacia el pasado. Pensemos simplemente que todo se resuelve «de la mejor manera posible». Pocos serían aquellos que intentarían ver lo que realmente sucedió en ciertos eventos históricos, más que nada por las dificultades inherentes a, digamos, ser testigos de cómo se suicidó Hitler, o el paradero del tesoro de Moctezuma, o si en verdad fue tan fuerte la influencia de Salieri como para que desembocara en la temprana muerte de Mozart. La violencia de ciertas circunstancias harían imposible averiguar si, por ejemplo, es cierto que fue el choque de un asteroide lo que provocó la extinción masiva de los dinosaurios, o la manera en que se creó el Sol, la Luna y las estrellas. Es decir, su utilidad estaría seriamente limitada por nuestra triste incapacidad para resistir temperaturas o fenómenos físicos extremos.

Así que debemos ser claros: todo lo dedicaríamos a nosotros mismos, a atormentarnos con un puñado de momentos que buscaríamos revivir y que conseguiríamos tal vez empeorar. Eso al menos en lo que a desaconsejar los viajes al pasado se refiere. El futuro, a final de cuentas, ya nos alcanzará.

viernes, 25 de mayo de 2012

Los mitos de la verdad


Ya es imposible de soslayar. Ante las próximas elecciones presidenciales en México, los universitarios, y poco a poco el resto de la sociedad, están mostrando su descontento por las evidencias de una prensa poco fiable. Y para ello, las redes sociales se han vuelto una herramienta clave. ¿A alguien le sorprende? Pues resulta que sí. A quienes han detentado un poder no menos ostentoso que el político: a las cadenas de televisión, diversos diarios y estaciones de radio. Con los medios de comunicación se han aliado los gobiernos en todo el mundo cuando notaron su gran influencia en la sociedad. Allí se depositaron “verdades indiscutibles” –parchadas no pocas veces con abundantes mentiras– que servían para desnutrir a la masa. Pero, como reza el lugar común, los tiempos cambian. E Internet no sólo ha hecho la vida más cómoda en muchos sentidos, sino que ha sido tierra fértil para la proliferación de las redes sociales, cuyo primer objetivo, seamos claros, nunca fue hacer que las muchedumbres tomaran acciones políticas, sino la explotación más salvaje del narcisismo, ése que todos, en mayor o menor medida, escondemos en alguna parte de nosotros mismos.

Y sin embargo así ha sucedido. En muchas partes del planeta, la gente, condenada al individualismo estéril por buena parte de los sociólogos del siglo XX, se ha dado cuenta, quizás al principio con cierta incredulidad, de que hay un poder acorde con ese individualismo: la manifestación social a tan solo un clic de distancia, sentados cómodamente en una silla o incluso entregados a la pereza en una cama.

En algún momento, durante las sesiones acerca del México contemporáneo que tuve con una caterva de universitarios inquietos, salió a relucir que ya prácticamente ninguno de ellos (nacidos a finales los 80 y a principios de los 90) había sido educado a través de la televisión, como había sucedido con sus padres. Casi todos pasaban más horas frente a una pantalla de computadora que aletargados frente a los cursis y torpes programas de nuestra televisión abierta, sí, esa misma que aún es el refugio favorito de varias generaciones más añejas. Es decir, las generaciones que vienen ya cambiaron en algo mucho más sutil que el simple registro de las fechas de nacimiento. Ahora pueden conocer de primera mano lo que otros piensan, tanto en el propio país como en varios otros puntos del planeta, fuera de la aceda autocensura de los medios tradicionales.

En estos días estamos viendo el resultado de esos factores que se conjugaron y que eran impensables apenas hace seis años, cuando, valiéndose de la comprobada eficacia de la televisión, la radio y la prensa escrita, algunos se empeñaron en sembrar el miedo mediante campañas sucias. Muchas personas, a falta de otras versiones que corroboraran o contradijeran las acusaciones del famoso “peligro para México”, en muchos casos se dejaron arrastrar por una inercia perfectamente planeada. Hoy esa herramienta narcisista que son las redes sociales, está siendo utilizada para mostrar un hartazgo que resultó más masivo de lo pensado frente a las “verdades” que los poderosos consideran las más adecuadas para nuestra sociedad. Y como en todo fenómeno nuevo, no saben cómo reaccionar frente a él. De inmediato se intentaron las viejas prácticas del sistema: ignorar las voces, a veces reprimiendo, casi siempre tergiversando los hechos hacia un sendero más adecuado a sus intereses, y olvidan, con proverbial estupidez, que hoy se pueden conocer muchas versiones del mismo suceso en tiempo real. Y el tiro les está saliendo por la culata. Los tradicionales acarreados se ven burdos en las redes sociales, donde el cuestionamiento es directo hacia el político, antes intocable salvo por la suave caricia de la televisión. El lenguaje hueco que tan bien parece funcionar en muchos mítines, en las redes sociales se vuelve de inmediato objeto de burla. En un mundo como Twitter, esencialmente hecho de palabras, la jerga politiquera, harto conocida por su incesante reiteración, queda expuesta en toda su vaciedad. Si el político parece muy hábil en ambientes controlados, ante la gente común y corriente puede volverse pequeñito y tartamudeante, dependiendo del tamaño de la cola que le pisen. Pero ojo, no todo ha quedado en las redes sociales. El punto clave de estos días ha sido el abandono de la comodidad del “activista de un clic”, el hecho de que finalmente los jóvenes se han decidido a tomar las calles y expresar a grito pelado aquello que ya hervía en las redes sociales. Un acto mucho más llamativo que la queja virtual: no es de desdeñar la cobertura de algunos medios internacionales a La #MarchaYoSoy132.

Por supuesto, no creo que todo lo que se dice en las redes sociales sea necesariamente la “verdad”, esa cosa inaprensible de la que todos hablan y que prácticamente nadie conoce a cabalidad. De hecho, la sobreabundancia de información en Internet a veces genera mitologías monstruosas o prístinas de una misma persona. Y entonces hay que tener cuidado también con la idolatría ciega hacia ciertos iluminados. Sé también que estamos aún en los primeros pasos: más de la mitad de la gente en México no tiene acceso a Internet. No obstante, será interesante comprobar hasta dónde desembocará esta inesperada (¿o tal vez no?) puesta en marcha de la voluntad social. Ahora que es más fácil cotejar las perspectivas y encontrar a los tergiversadores más evidentes, me pregunto cómo reaccionarán los políticos de la vieja escuela, la televisión y algunos otros medios. Si ajustan sus criterios a los tiempos que ya llegaron, podrán acaso sobrevivir y prosperar. Si se empeñan en creer en las viejas máximas del ganado político y la estupidez de las masas, su caída será lenta pero estrepitosa. O mejor aún, saludable.
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Imagen: La Jornada Michoacán

viernes, 18 de mayo de 2012

Ajuste de cuentas con el infinito


En la novela Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, de László Krasznahorkai, hay un momento en que el príncipe Genji llega a una casa vacía, es decir, vacía de seres humanos, porque en realidad está atiborrada de cosas revueltas, entre ellas un pesado libro de unas dos mil páginas, el cual ostenta el colérico título de Ajuste de cuentas con el infinito.

Por más posibles aventuras que uno trate de imaginar en la trama de ese libro, por fortuna inexistente (no podemos negar que el título alberga ciertos tintes borgianos), contiene sólo dos cosas: un prólogo agrio e indecoroso, escrito casi seguramente por el propio autor, un tal Sir Wilford Stanley Gilmore, residente del Instituto de Investigaciones Matemáticas Gilmore-Grothendieck-Nelson, en el que se burla con horribles insultos y no poca amargura del posible lector, pues está convencido de que será incapaz de comprender ese libro –la obra a la que dedicó su vida–, y aún más: que acaso jamás habrá nadie en la historia de la humanidad que pueda leerlo hasta la última página, aunque en él se demuestre de manera inequívoca que el infinito no existe en la realidad, ya que la realidad por sí misma es finita. Por otra parte, está el cuerpo del libro, en el que sin más transición emprende la vesánica tarea de contar literalmente, es decir, partiendo del uno, dos, tres, diez, cien, mil, cien mil, un millón, etcétera, hasta donde la razón humana aún es capaz de otorgar nombres a los números, o bien, para ser exactos, hasta el centillón, al cual se llega tras leer la retahíla de los mil doscientos nueves que conforman la friolera de novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve nonagintanonillones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, después de la cual, según Sir Wilford Stanley Gilmore, el lenguaje humano se ve rebasado, y por tanto, no puede referirse ya a las cosas visibles.

Pero más allá de las obviedades y la burla hacia la ciencia (la cual es capaz de asegurar que el «origen» del universo se dio hace entre 13 500 y 15 000 millones de años, como si 1 500 millones de años no fueran más que un insignificante «margen de error») que hace Krasznahorkai en ese pequeño episodio, lo que me parece destacable es la corrosiva sátira a la manía científica de querer explicarlo todo mediante abstracciones que unifican lo heterogéneo por definición, como es la realidad, con tal de crear explicaciones que muchas veces han demostrado ser más fantasiosas que la fábula más inverosímil, o como en este risible caso: querer demostrar que no existe algo como el infinito sólo porque es incomprensible para la mente humana, sobre todo a partir de la ingente cantidad de números expresados en la obra de Sir Wilford Stanley Gilmore.

Y es que por más gigantesco que sea un número, al final no será más que una barca echada a navegar desamparadamente en las inmutables aguas del infinito. Y que no nos sorprenda que ese imponente trasatlántico de cifras zozobre en algún momento de su travesía: ya el Titanic nos ha enseñado que, más que el mar en sí mismo, a veces sólo basta un pequeño iceberg para ponernos a naufragar.

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Publicado originalmente en La Hoja de Arena 

martes, 1 de mayo de 2012

"Un esqueleto", relato de Marcel Schwob



Un esqueleto

Una vez dormí en una casa encantada. No me atrevo mucho a contar esta historia, porque estoy convencido de que nadie la creerá. Clarísimamente aquella casa estaba encantada, pero allí nada ocurría como en las casa encantadas. No era un castillo medio derruido en lo alto de una colina poblada de árboles al borde de una tenebroso precipicio. No llevaba varios siglos abandonada. Su último propietario no había muerto de forma misteriosa. Los campesinos no se santiguaban espantados cuando pasaban por delante de ella. Ninguna macilenta luz aparecía en las ventanas en ruinas cuando en el campanario del pueblo sonaba la media noche. Los árboles del parque no eran tejos, y los niños asustadizos no acudían a acechar a través del seto por si surgían sombras blancas al atardecer. No llegué a una hospedería en la que todas las habitaciones estaban reservadas. El posadero no se rascó durante un largo rato la cabeza, con un candelabro en la mano, ni acabó por proponerme titubeando la posibilidad de disponer una cama en la sala baja del torreón. No añadió con gesto aterrado que de todos los viajeros que habían dormido allí ninguno había regresado para contar su terrible final. No me habló de ruidos diabólicos que se oían por la noche en la vieja mansión. No experimenté un sentimiento íntimo de valentía que me empujara a intentar la aventura. Y no se me ocurrió la ingeniosa idea de proporcionarme un par de candelabros y una pistola. Tampoco tomé la firme resolución de permanecer despierto hasta medianoche leyendo un volumen desparejado de Swedenborg, y no sentí hacia las doce menos tres minutos que un sueño de plomo se abatía sobre mis párpados.

No, nada de lo que siempre ocurre en las terroríficas historias de casas encantadas ocurrió. Bajé del tren y me dirigí al Hotel Trois Pigeons; tenía mucha hambre y devoré tres rodajas de carne asada, pollo frito con una excelente ensalada; bebí una botella de Burdeos. Después, cogí la palmatoria y subí a mi habitación. La vela no se apagó, y encontré mi ponche sobre la chimenea sin que fantasma alguno hubiera mojado en él sus espectrales labios.

Pero cuando estaba a punto de acostarme e iba a coger el vaso de ponche para ponerlo en la mesita de noche, me sorprendió un poco encontrar a Tom Bobbins al amor de la lumbre. Me pareció que había adelgazado mucho; había conservado el sombrero de copa y llevaba una levita muy aceptable, pero los perniles del pantalón flotaban de un modo enormemente desagradable. No le había visto desde hacía más de un año, así que me dirigí a estrecharle la mano y le dije: «¿Cómo estás, Tom?» con mucho interés. Extendió la manga y me ofreció para estrechar algo que al principio tomé por un cascanueces; y cuando iba a expresarle mi descontento por aquella estúpida farsa, volvió la cara hacia mí, y vi que su sombrero descansaba sobre un cráneo vacío. Me quedé enormemente sorprendido de encontrar en él la cabeza de un muerto, sobre todo porque le había reconocido inmediatamente por su forma de guiñar el ojo izquierdo. Me pregunté qué terrible enfermedad había podido desfigurarle hasta ese punto; no tenía un solo cabello; las órbitas estaban endiabladamente huecas, y lo que le quedaba de nariz no valía la pena ni hablar de ello. Realmente, sentí una especie de malestar cuando empecé a hacerle preguntas. pero él se puso a charlar con toda familiaridad, y me preguntó por las últimas cotizaciones del Stock-Exchange, tras lo cual expresó su sorpresa por no haber recibido mi tarjeta de respuesta a su esquela de defunción. Le dije que no había recibido carta alguna, pero me aseguró que me había incluido en la lista y que había ido expresamente a casa del contratista de pompas fúnebres.

Entonces me di cuenta de que estaba hablando con el esqueleto de Tom Bobbins. No me abalancé a sus rodillas, ni exclamé: «¡Atrás, fantasma, quienquiera que seas, alma turbada en tu descanso, que sin duda expías un crimen cometido en la tierra, no vengas a atormentarme!». No, pero examiné a mi pobre amigo Bobbins más de cerca, y vi que estaba muy decaído; tenía sobre todo un gesto melancólico que me oprimió el corazón; y su voz se parecía terriblemente al silbido triste de un tubo que gotea. Creí poder animarle ofreciéndole un cigarro, pero se disculpó por el mal estado de sus dientes, que sufrían enormemente con la humedad de su cavidad. Naturalmente me informé con solicitud de su ataúd, y me respondió que era de buen pino, pero que se le colaba un vientecillo que estaba empezando a producirle reuma en el cuello. Le aconsejé que se pusiera ropa de franela y le prometí que mi mujer le mandaría un chaleco de lana.

Un instante después, el esqueleto Tom Bobbins y yo habíamos apoyado los pies en la base de la chimenea y charlábamos del modo más confortable del mundo. Lo único que me disgustaba era que Tom Bobbins seguía empeñado en guiñar el ojo izquierdo, aunque no tuviera ojo alguno. Pero me tranquilicé al recordar que mi otro amigo Colliwobles, el banquero, tenía la costumbre de dar su palabra de honor, aunque tuviera tan poca como ojo izquierdo Bobbins. 

Después de unos minutos, Tom Bobbins empezó una especie de soliloquio mirando al fuego. Dijo: «No conozco una raza más depreciada que nosotros, los pobres esqueletos. Los fabricantes de ataúdes nos instalan espantosamente mal. Nos visten con lo más legero que tenemos, un traje de gala o de fiesta: yo no tuve más remedio que ir a pedir prestado el que llevo a mi ordenanza. Y luego hay un montón de poetas y otros farsantes que hablan de nuestro poder sobrenatural, del modo fantástico en que planeamos por los aires y de los aquelarres a los que nos entregamos en las noches de tormenta. Una vez me entraron ganas de coger mi fémur y dar un golpecito en la cabeza de uno de ellos para que se enterara del aquelarre del que hablaba. Sin olvidar que nos hacen arrastrar cadenas que chirrían con un ruido infernal. Quisiera saber cómo el vigilante del cementerio nos iba a dejar salir con semejantes trastos. Además, vienen a buscarnos a tugurios inmundos, a las guaridas de los búhos, a los agujeros cubiertos de ortigas y maleza, y van a gritar por todas partes historias de fantasmas que aterrorizan al pobre mundo lanzando los gritos de los condenados. Realmente no veo que tengamos nada de terrorífico. Lo que estamos es muy desprotegidos y ya no podemos dar órdenes a la Bolsa. Si nos vistieran convenientemente, podríamos perfectamente cumplir alguna misión en el mundo. He visto hombres aún más desplumados que yo hacer bellas conquistas. Pero con nuestro alojamiento y nuestros sastres está claro que no conseguimos nada». Y Tom Bobbins se miró una de las tibias con gesto de desánimo.

Entonces me eché a llorar por la suerte de aquellos pobres y viejos esqueletos. Imaginé sus sufrimientos mientras enmohecían en cajas cerradas con clavos y sus piernas se consumían después de un scottish o un baile. Y regalé a Bobbins un par de viejos guantes forrados y un chaleco de flores que precisamente me estaba demasiado estrecho.

Me dio las gracias con frialdad, y advertí que se iba convirtiendo en un depravado a medida que entraba en calor. En un momento reconocí totalmente a Tom Bobbins. Y soltamos la más alegre carcajada que pudiera ser posible entre esqueletos. Los huesos de Bobbins tintineaban como cascabeles de un modo enormemente divertido. En medio de aquella excesiva hilaridad advertí que volvía a ser humano, y empecé a tener miedo. Tom Bobbins era inigualable para endosar a cualquiera un fajo de acciones para una explotación de las Minas de Guano Coloreado de Rostocostolados cuando estaba vivo. Y media docena de acciones semejantes no mostraban dificultad alguna en gastarse las ganancias obtenidas. También tenía un modo particular de embaucar a la gente en una honrada partida de cartas y de desplumarla al rubicón. En el póker despojaba a las personas de sus luises con una gracia suave y elegante. Si alguien no estaba contento, no le importaba tirarle de la nariz y procedía después a su progresivo corte por medio de su bowie-knife.

Observé el fenómeno extraño y contrario a todas las anodinas historias de fantasmas de que tenía miedo al ver que Tom Bobbins, el esqueleto, se convertía en un ser vivo. Porque recordé haber participado en una reunión. Y porque mi amigo Tom Bobbins de la vieja época poseía una probada destreza en la lucha a cuchillo. Porque de hecho, en un momento de distracción, me hizo un corte en la parte posterior de mi muslo derecho. Y cuando vi que Tom Bobbins era Tom Bobbins, y ya no parecía un esqueleto en absoluto, me empezó a latir el pulso tan deprisa que se convirtió en un solo latido; me invadió un espanto general, y ya no tuve valor para decir una sola palabra.

Tom Bobbins clavó su bowie-knife en la mesa, según su costumbre, y me propuso una partida de ecarté. Accedí humildemente a sus deseos. Se puso a jugar y a ganar con el ímpetu de un ahorcado. Sin embargo no creo que Tom se haya balanceado jamás en un patíbulo, porque era demasiado astuto para eso. Y al revés que en los espeluznantes relatos de espectros, el oro que gané a Tom Bobbins no se transformó en hojas de roble ni en brasas apagadas, porque precisamente no le gané absolutamente nada y fue él quien me saqueó lo que llevaba en el bolsillo. Después, empezó a jurar como un condenado; me contó historias terroríficas y corrompió toda la inocencia que me quedaba. Extendió la mano hacia el ponche y se lo tragó hasta la última gota; no me atreví a hacer ni un solo gesto para detenerle. Porque sabía que un instante después hubiera tenido su cuchillo en el vientre. Después me pidió noticias de mi mujer con un gesto terriblemente obsceno, y por un instante me entraron ganas de aplastarle lo que aún le quedaba de nariz. Contuve aquel deplorable instinto, pero decidí interiormente que mi mujer no le enviaría un chaleco tejido por ella. Luego cogió mi correspondencia de los bolsillos de mi abrigo y se puso a leer las cartas de mis amigos, haciendo diversos comentarios irónicos y desagradables. Realmente Tom Bobbins el esqueleto era muy soportable, pero, Dios mío, el Bobbins de carne y hueso era absolutamente terrorífico.

Cuando hubo terminado la lectura, le advertí suavemente que eran las cuatro de la mañana, y le pregunté si no temía llegar tarde. Me respondió de un modo absolutamente humano que si el vigilante del cementerio se atrevía a decirle la menor cosa, «tendría que vérselas con él». Luego contempló mi reloj con mirada libidinosa, guiñó el ojo izquierdo, me lo pidió, y se lo metió tranquilamente en el bolsillo del chaleco. Inmediatamente después dijo que tenía «asuntos en la ciudad» y se despidió. Antes de irse, se metió dos candelabros en el bolsillo, desatornilló fríamente el pomo de mi bastón y me preguntó sin la menor sombra de remordimiento si podía prestarle uno o dos luises. Le respondí que desgraciadamente no llevaba nada encima, pero que sería un gran honor para mí enviárselos. Me dio su dirección, pero era tal mezcla de rejas, tumbas, cruces y panteones que la olvidé completamente. También hizo un intento con el reloj de pared, pero el reloj de pared era demasiado pesado para él. Cuando me hizo saber a continuación que su deseo era irse por la chimenea, me sentí tan feliz de ver que volvía a sus verdaderos modales de esqueleto que no hice un solo gesto para retenerle. Le oí patalear y trepar por el tubo con alegre tranquilidad. Solamente me pusieron en la cuenta la cantidad de hollín que Tom Bobbins había consumido al subir al tejado.

Estoy asqueado de la sociedad de los esqueletos. Tienen algo humano que me repugna profundamente. La próxima vez que venga Tom Bobbins, me habré bebido el ponche, no dispondré de un céntimo, apagaré la vela y el fuego. Seguramente de ese modo volverá a las auténticas costumbres de los fantasmas, agitando las cadenas y gritando imprecaciones satánicas. Entonces, ya veremos.

lunes, 9 de abril de 2012

Flores silvestres



Así te fuiste:
entre lamentos y trompetas fúnebres,
con la mirada ciega apuntando al cielo,
un puñado de negras palabras crispadas en las manos.
Nunca hubo tantos cielos nublados a pleno sol,
ni siquiera cuando todos supimos
de la aciaga profundidad de tu abismo.
Poco podíamos imaginar de lo que callabas:
la circunspección sagrada de quien se encamina
hacia su propia muerte,
un silencio preñado de ignotos senderos
que cada quien andará cuando suene su hora;
pero, ¿qué podíamos decirte sin que sonara estúpido?
¿Quién tendría el descaro de darte consuelo?
Dolía mirar tus ojos y saberte tan lejos,
en ese lugar de ensueños incandescentes,
invisibles para las voces pedestres.
Pero ya iremos tras de ti, no te preocupes,
la soledad que hoy nos obsequias
será una vastedad de presencias
en las próximas décadas:
cuando la materia corrupta que nos envuelve
regrese al fuego oscuro que la hace sinuosa
y nuestra osamenta ostente el fulgor de la luna;
cuando entre las piedras que nos cubran el rostro
asomen la hierba y las delicadas flores silvestres
que entonarán nuestras sonrisas
como un sueño sin retorno.

viernes, 30 de marzo de 2012

Para olvidar la tristeza

A consecuencia de algunos torpes episodios personales, de los cuales no hablaré en esta ocasión, de pronto sentí la impostergable necesidad de refugiarme en un reposo absoluto. Por fortuna era un sábado y tenía a mi disposición todo el tiempo que quisiera. Permanecí en mi cama en posición supina, sin moverme, con los ojos muy abiertos. Los ruidos del mundo se hacían cada vez más protagónicos conforme avanzaban las horas. Y en cierto momento se me ocurrió asomarme a la ventana. Comprobé que la altura del Sol estaba ya cerca del mediodía. Entonces un escalofrío insondable me recorrió el cuerpo: a pesar de mi inmovilidad, una obviedad se convirtió de pronto en una iluminación. En ningún momento había permanecido quieto, la Tierra seguía girando inexorablemente, aunque en aparente calma. Me levanté de un salto y me puse a investigar las velocidades: según datos científicos, la tierra gira sobre su propio eje a razón de 465.11 m/s, algo así como 1 674 km/h. Pero ahí apenas comenzaba la cosa: acto seguido investigué la velocidad a la que orbita alrededor del Sol y encontré que es de unos 29.8 km/s, o bien, la friolera de 107 000 km/h aproximadamente. Con la boca un tanto seca continué con mis pesquisas y encontré que el Sol gira dentro de la Vía Láctea a razón de 900 000 km/h en promedio. Comprenderán que todo eso fue más que suficiente para adquirir un vértigo espectacular. Ya no quise buscar a qué velocidad viaja la propia Vía Láctea en el espacio debido a la expansión del Universo. Con lo anterior era más que suficiente para hundirme en imágenes inconexas acerca de la velocidad, el tiempo, la duración. Por ejemplo, ¿qué puede significar que nuestras míseras vidas recorran tales distancias a velocidades tan endiabladas? ¿Tienen algún sentido nuestras tristezas o alegrías, nuestros logros o sinsabores? Pues no, todo parece indicar que no. Nada importa. Ni siquiera esos tercos malestares que sobrevienen desde nuestro propio y minúsculo mundo, o bien, desde una persona que recorre, aunque no quiera, ese mismo viaje frenético con nosotros...

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Imagen: Wikipedia

lunes, 5 de marzo de 2012

Los días inútiles

Así los llamaban antiguamente los mexicanos: los días inútiles o nemontemi, ya que nada de importancia se hacía en ellos, nada se emprendía ni se esperaba, el tiempo era como agua turbia que sólo debía ser desperdiciada. Todo era en vano durante los nemontemi, todo era aciago. Si algún desdichado nacía en esos días lo llamaban Hombre inútil o El Salido en vano. Lo mismo si era mujer. Estaban malditos por haber nacido en esos días carentes de la esencia divina, en los que no hay destinos que leer porque hasta los dioses abandonan la tierra.

Una vez que finalizaba el mes de Izcalli (a finales del febrero gregoriano, según algunos), la gente comenzaba a preocuparse: en lontananza se avizoraban ya los nemontemi. Eran como vacaciones forzadas, de mal presagio, sin jolgorios ni descansos tranquilos, sin reposo benéfico. En los palacios no se gobernaba, no se oían las cotidianas voces en las calles, ni se veía a nadie arando la tierra u ofreciendo mercaderías en el tianquiztli; en la laguna los peces discurrían sin sobresaltos: no había gente en las canoas buscando su sustento.

Y si algún pobre diablo se tropezaba o reñía o se quebraba una pierna en uno de esos días, era tenido como muy mal presagio para su futuro. Y si, peor aún, alguno se veía invadido por una súbita enfermedad, era tenido como un desahuciado, como un desamparado que sin duda habría de perecer de la peor forma posible: abandonado por los dioses, ya que en los nemontemi nadie podía ejercer las artes medicinales ni curar a la gente, ni siquiera echar la suerte; eran días vacíos, estériles.

El tiempo siguió su curso y arribaron los hispanos, no sólo con su avidez de oro y la muerte refulgiendo en sus espadas, sino también con su propio calendario. Y de los nemontemi ya no se supo más. Sin embargo, no creo que hayan desaparecido así de fácil, como si tal cosa. Estoy convencido de que se dispersaron entre los días de los nuevos meses que se impusieron y que, incluso, han adquirido la capacidad de cambiar su ubicación con cada año que transcurre. Nos acechan enmascarados entre todos los demás días. Sólo es cosa de dar un paso en falso o tomar una mala decisión… y entonces tendremos el sabor de un día inútil en nuestras manos.

Imagen: Eclipse de sol. Códice Telleriano Remensis.

Publicado originalmente en La Hoja de Arena

viernes, 10 de febrero de 2012

Imaginación desbocada


Me pasa muy a menudo: mientras estoy con alguien, ya sea platicando o simplemente cerca, por ejemplo en el metro, en un ascensor, o en una cafetería, sin importar si la persona en cuestión está apenas en la infancia, en plena madurez o en una irremediable ancianidad, algo sucede con lo que mis ojos perciben, ya que su rostro comienza a sufrir una serie de metamorfosis incontrolables que me muestran (al menos eso creo) sus facciones en distintas etapas de su vida, incluidas las que ya pasaron o las que vendrán en un futuro.

Ya he hablado en otro lugar de esta extraña facultad que surgió a partir de una experiencia que bien podría parecer anodina. Pero ahora que lo pienso con más detenimiento, no sé si se trata de bromas que me gasta mi propio cerebro o de una habilidad especial de mis ojos. El caso es que a veces esto me lleva a situaciones un tanto penosas, en particular porque llega un momento en que las palabras comienzan a perder peso y sustancia, y sólo puedo ver el bailoteo de los rasgos, muchas veces con curiosidad, otras tantas con desazón.

Y es que dicha facultad no sólo se ha detenido ahí, sino que ha pasado a otros niveles de percepción. Me ha sucedido recientemente que comienzo a ver las facciones de alguna persona, tal como seguramente son en las horas más íntimas… Así que se podrán imaginar mi desasosiego cuando el depositario de estas misteriosas fantasías es una venerable anciana, o un tipo de rasgos lo suficientemente sórdidos como para que implore a mi imaginación que discurra por otra clase de escenarios.

Por supuesto, cuando esto me sucede con mujeres bellas, me asaltan incontrolables sonrojos, súbitos vacíos en el pecho me arrancan el habla por algunos segundos y comienzo a mirar hacia todos lados nerviosamente, con lo que todo se va embrollando cada vez más, porque no logro quitarme esas imágenes de la cabeza y ella mientras tanto me mira como si estuviera ante un demente.

Supongo que sólo soy la indefensa víctima de una especie de “síndrome del escritor”, y entonces dejo que la imaginación deambule sin freno, y lo que es peor: busco darle significado a cualquier cosa, incluso las que, por sentido común, no deberían tenerlo… Bueno, es eso, o tal vez ciertas perversiones están en un periodo de gran fertilidad.


Publicado originalmente en La Hoja de Arena

jueves, 2 de febrero de 2012

Esconderse en el silencio

¿Tanto miedo a ser protagonista de un sueño? ¿Tanto fastidio por un exceso de sinceridad? ¿Otra vez el silencio como escudo de cartón? Como si en tus pasos cotidianos la pureza –o yo no sé qué prístino espectro– fuera una realidad palpable, como si el tiempo te pudiera esperar hasta que quieras. Hoy el polvo ya forma cúmulos sobre las huellas y los relojes se ahogan entre el hormigueo de los minutos. Sin embargo, prefiero que sea la voz la que dictamine sobre ese futuro imaginado y, si es el caso, que deshaga de una vez por todas el laberinto de sombras que nacen en mi mente si parar, tal como lo hacen las olas...