jueves, 30 de abril de 2009

Riesgo de contagio


Con esto de la pandemia en ciernes (palabra que eriza los cabellos de más de uno) y después del inevitable escepticismo inicial, me he quedado pensando en la psicosis que se puede generar con un bombardeo perpetuo a través de todos los medios de comunicación en apenas unos cuantos días. Es decir, además de lo que se habla por todas partes aquí en México, la tecnología permite, a cualquiera que así lo desee, examinar lo que se dice en periódicos como El país, The New York Times, Corriere della Sera, Le Monde, etc., en alguno de los cuales consideran, acaso con toda la razón de su parte, que dicha pandemia será controlable ya que tendrá un nivel de baja –casi risible– peligrosidad, puesto que la mayoría de los infectados europeos se recuperan sin mayores contratiempos. Incluso algunos se preguntan el por qué de la mortandad tan escandalosa que se ha suscitado sobre todo en México, en donde, según cifras oficiales, ha habido alrededor de 40 muertes directamente relacionadas con el VIP (nada de personas muy importantes, sino virus de influenza porcina) y con el kafkiano sistema se seguridad social que se ostenta por acá.
En fin, que un día cualquiera de esta misma semana, mientras estaba frente a la pantalla del ordenador, intentando extraerme de la cabeza algunas frases que pudieran venderse, de pronto sentí una especie de taquicardia, palpitaciones, ansiedad inexplicable; la frente se me llenó de incontables y diminutas gotas de sudor frío y, como se suele decir, buena parte de mi vida corrió como una cinta de película ante mis propios ojos. De inmediato recordé, no sé por qué, ese síntoma que se ha descrito hasta el cansancio en los medios de comunicación, y cuya principal característica es que llega de manera súbita: una especie de conciencia intuitiva de que se ha adquirido una enfermedad muy peligrosa. Recordé también, novelescamente por supuesto, la historia del pianista de La hermana, de Sándor Márai; es decir, el momento repentino en que se sabe un enfermo de insondable gravedad. Lo curioso es que después de sentir y recordar todo esto, la sensación se hizo casi insoportable, y ya no me cabía la menor duda de que finalmente entraba por la puerta grande en el mundo de las cifras, un caso más de contagio, un número más sin rostro, cuyo desenlace nadie sabría a menos de que cayera dentro de las sibilinas fauces de la muerte. Sin embargo, en cuanto llegué a casa, a este departamento en el que por las tardes puedo observar los sonrojos del sol, me permití la insensibilidad de olvidarme de todo este asunto. Me quedé en silencio, sin spots radiales que emitieran sus recomendaciones sanitarias, sin la televisión que reportara con esa voz ambigua los edictos de la OMS, sin esos patriotas de cartón que se indignan cuando alguien sugiere que se le llame la gripe mexicana para evitar, entre otras cosas, un grave menoscabo a la muchas veces insalubre industria porcina, en fin, sin nada que me recordara los nefandos tiempos que parecen querer instalarse en nuestro glorioso territorio nacional. Y casi por milagro me recuperé. O mejor dicho, recobré mi tranquilidad cotidiana, y entonces me reí de mí mismo, de mis temores inducidos, y también por supuesto, de todas las teorías que se fraguan alrededor de eventos semejantes a éste, desde aquellos que consideran que no es más que un preludio del fin del mundo, hasta aquellos otros que sospechan terribles y subterráneas intenciones políticas, complots, o una serie de interminables urdimbres cuajadas de espías de las más diversas calañas. Es cierto, no puedo explicar lo que ocurre con esta situación ni la manera difícil o alentadora en la que vaya a concluir (acaso todo quede en unos cuantos casos comprobados, en una alarma mundial en la que saldrán a relucir ciertos racismos que permanecen en estado latente, y claro, en muestras de hermandad entre diversos pueblos que ya han lidiado con problemas parecidos); no lo sé, lo repito, pero prefiero recordar, también novelescamente, la manera en que comienza El Decamerón, de Bocaccio, en el que mientras el mundo conocido era devastado por una peste implacable, un puñado de viajeros se reúne para intercambiar historias con el fin de mantener el miedo tras la puerta, y por qué no, también para derrochar un poco de ese tiempo condenado a permanecer fuera de cualquier clase de control, y es que ya lo dice un antiquísimo lugar común: Al final todo pasa...

miércoles, 22 de abril de 2009

Te dejo una botella en el mar


Es muy ingenuo creer que llegarás aquí por azar o equivocación, eso lo sé. Pero ahí está una pequeña esperanza, echada a navegar como se hace con las botellas que se arrojan al mar, las cuales llevan en sus entrañas enigmáticos mensajes que sólo la persona adecuada sería capaz de comprender. Y es que desde aquellos pocos momentos en que compartimos unas cuantas frases, cuando las horas huían como aves asustadas, acaso sabedoras de que serían irrepetibles, hubiera querido mostrarte el fondo de mí mismo, desgarrar esta cáscara irreverente que utilizo para revolcarme en la realidad y dedicarme a investigar si ya nos habíamos encontrado en otro tiempo o en otro espacio. Porque siempre tuve esa sensación cuando me dejaba invadir por tu voz: la certeza de que esos encuentros (y también los posteriores, risibles, desencuentros) trazaban alguna palabra o imagen que no podríamos aprehender en ese instante, pero que, en otro tiempo, no sé si lejano o cercano, sería motivo de evocaciones placenteras y minuciosas. Notarás que me acomete un poco la melancolía, y es también porque el número que alcanzas se parece a la sustancia del año en que se enredaron los colores tan distintos de nuestras miradas, aquella tarde en la que te obsequié un laberinto a cambio del inesperado roce de tus labios en mi piel. O acaso mis recuerdos se han desfasado ligeramente y en realidad es el número que acabas de abandonar. No lo sé, cada vez recuerdo menos cosas de ti. Sólo permanecen algunos elementos que aún me acechan cuando me interno en el follaje de ciertos sueños. Por supuesto, no podría enumerarlos sin desbarrancarme en enojosos lugares comunes. En fin, seguramente y a pesar de mí mismo, seguiré desperdiciando cápsulas de tiempo en la creación de posibilidades estériles, en jugar al demiurgo con los torpes ingredientes que aún es capaz de suministrarme la memoria. Y así hasta saber si troverai veramente a l’uomo…

lunes, 13 de abril de 2009

Me baña el día con su espada de luz





Me baña el día con su espada de luz.

Y así te miro,
entre jirones de caricias que flotan aún:
nubes que envuelven lentamente a las montañas,
como los blancos arroyos que todavía reptan por tu piel.

Huelo mis manos buscando tus entrañas,
las huellas de la batalla nocturna,
el oscuro lenguaje que electriza
un remoto lugar dentro del pecho.

Y enseguida los recuerdos levantan el vuelo
con su rumor de lluvia tras la ventana,
se anclan en la opacidad de los reflejos:
los movimientos encontrados, rabiosos,
las ardientes sombras
entreveradas en espirales de humo.
El anhelo de morir por fin en lo anhelado.

Gotas de tinta bajo las cejas,
gotas con un brillo inesperado en la negrura:
una flama en plena contorsión al final de un túnel,
apresuramientos enérgicos y suaves.
Las manos enceguecidas,
como garras de aves milenarias,
entorpecidas por la avidez de los alientos.
Urdías ya un desenlace que rasguñaría
los propios límites del cielo…

La hirsuta lejanía de la ciudad me inunda los ojos.

Y la voz,
tu agreste voz,
sobrevuela otra vez los cristales de fuego.