viernes, 29 de mayo de 2009

Trabajos de un lector


No logro engancharme con Lobo Antunes. O mejor dicho: con Esplendor de Portugal, su décimo libro, de 1997. La historia, oculta tras un deslumbrante derroche formal, se va diluyendo poco a poco, atosigada por las enumeraciones ambientales, por los monólogos interminables que suelen hablar del dolor de una familia en decadencia, del racismo que trasmina entre varios de sus integrantes, otrora radicados en Angola. Y pese a las posibilidades de semejante historia, nada de ello alcanza a revelarme ningún asombro fuera de la propia forma, la cual deslumbra sobre todo de entrada, porque al poco tiempo uno se acostumbra a las acotaciones perfectamente esquematizadas, al vaivén de los tiempos narrativos en los que se anclan los monólogos, a que todo vaya a ras de suelo, si se me permite decirlo así. Incluso me da la impresión de que alguien (el autor, por supuesto) hubiera soltado interminables luces de artificio sin que se supiera a ciencia cierta por qué, o tal vez sólo por el afán de ver el crepitar de las luces. Y no puedo señalar que eso me alegre, antes bien me resulta especialmente penoso, porque es el primer libro que emprendo de Lobo Antunes, instigado por esa intachable fama que ya desde hace años lo va precediendo. Me refiero a que esperaba algo quizá más intenso de esta novela, aunque no podría explicar exactamente qué. Digamos que el título me llevaba por desconocidas y resplandecientes ilusiones. Y además ahora, por extensión (lo siento, es inevitable), comienzo a recordar una serie de libros que, acaso por necedad, me dediqué a terminar sin el menor entusiasmo, sólo por culpa de ese inexplicable prurito que me obliga a terminar cualquier libro que comienzo, sin importar la interminable serie de bostezos que sus líneas me susciten: ahí está el Ulises, de Joyce, uno de los mayores tormentos que he conocido en mi vida, El libro de Manuel, de Cortazar, La ratesa, de Günter Grass, y una lista que prefiero recortar con un simple etcétera. Y ahora, hace su flamante entrada en el nefando grupo Esplendor de Portugal, el cual por cierto, no he podido concluir, y creo que no hay nadie que lo lamente más que yo. Pero aguarden, antes de que comiencen a afilar las poderosas puntas de sus botas, debo decir que albergo la esperanza de que simplemente haya errado la puerta de acceso a Lobo Antunes. En mi librero está Manual de inquisidores, del cual he escuchado maravillas (aunque será mejor que me reserve cualquier expectativa) y Buenas tardes a las cosas de aquí abajo; y quién sabe, quizá esta forma tan cansina de pasar las páginas sólo la recuerde como uno de esos accidentes que sirven para examinar desde varios ángulos la obra de un escritor, tal como me sucedió con el propio Cortázar.
Lo curioso es que con esto recuerdo aquello de lo que hablé en El fracaso de la belleza, la minúscula reflexión que germinó a partir de un ensayo de Gombrowicz. Es decir, el implacable aburrimiento que puede generar el exceso de perfección, en el dado caso de que realmente sea ésta una obra perfecta. Pero basta ya, podría extenderme con interminables y afligidas digresiones, y sólo se seguiría sacando en claro que no, nomás no he logrado engancharme con Esplendor de Portugal.

martes, 19 de mayo de 2009

Megeraca

Durante mucho tiempo se creyó que este animal consagrado a la rapiña se había extinguido por fin de las tierras conocidas. Sin embargo, ha evolucionado de tal modo, que hoy se le ve revoloteando trabajosamente en sitios llenos de cotidianidad. Su plumaje, por lo general de tintes oscuros, aunque también los hay de gran colorido, es proclive a las pigmentaciones malsanas, lo cual le suele dar la apariencia de ser presa constante de las enfermedades. Tiene un hocico comparable al de los cerdos y orejas puntiagudas, con las que detecta cualquier cuchicheo que deambule a varios centenares de metros a la redonda. Detesta los días lluviosos, y cuando llega a encontrarse de frente con otro ejemplar de su misma especie, lo mira de la cabeza a las garras con indescriptible insolencia. Tiene la fea costumbre de graznar desagradablemente cuando otros animales, sobre todo aquellos a los que considera de menor linaje, le ofrecen la espalda, con lo cual más de un estudioso lo ha colocado en la categoría de animales felones; aunque también es cierto que muestra una fingida sumisión ante animales como el grosopótamo o la buharza. Además, cuando le llega el lóbrego aroma de un difunto, dilata las narices con vehemencia y acude de inmediato al velorio para sobrevolar en círculos por encima del lugar. Y no tarda en emitir desgarradores chillidos, semejantes a los que arrojan las plañideras a sueldo, con lo que provoca un hondo malestar en los invitados a las exequias. La explicación que han ofrecido los estudiosos ante tan extraño comportamiento es que la megeraca padece de un apetito insaciable de protagonismo.
Los primeros registros que se tienen de la megeraca nacieron de una curiosa equivocación, pues se sabe que cuando está de buen talante emite graznidos muy similares a los que popularmente se asocian con las risotadas de las brujas, lo que causaba terror entre los pueblos de la antigüedad, y no tardaron en dar pie a la elaboración de imaginativas historias y terribles leyendas.

lunes, 11 de mayo de 2009

Benjaminiana


He aquí una paradoja bastante curiosa, tal como, por otra parte, suelen ser las paradojas: en todos aquellos que estudian el pensamiento de Walter Benjamin, la tentación es siempre acechar en sus textos desde una perspectiva que no había sido notada hasta ese momento, una especie de sugestión que hace estar al pendiente del cabo de cualquier hilo negro que pudiera asomar. Bueno, al menos así me ha ocurrido a mí: las lecturas deben realizarse a contrapelo, el análisis será mejor si se emprende a contrapelo, incluso la vida puede tener más sentido si se la vive a contrapelo; es decir, todo tendría que ser a contrapelo, y tanto es así, que incluso este término se ha convertido en una piedra preciosa que ciertos sociólogos contemporáneos (y disculpen que no otorgue nombres, pero también es cierto que esto no es ninguna cacería de brujas) se cuelgan al cuello y lo utilizan sin el menor empacho para nombrar sus artículos, o bien, lo que resulta aún más dramático, para titular sus exhaustivos libros. Y así, con tal de no caer en el lugar común de una lectura superficial, caemos en el (cada vez más) lugar común de vislumbrar hilos negros por doquier, algo semejante a lo que a veces ocurre con las lecturas de Shakespeare, en las que no pocos entusiastas, suelen hacer majestuosas montañas a partir de los guijarros más pedestres de sus textos.
Y si se me permite que haga oídos sordos a ciertas exclamaciones, aún lanzaría un par de preguntas más: ¿qué pasaría si se hiciera una lectura más hedonista, digamos, de sus escritos? ¿Sería posible que la paradoja se anulara a sí misma merced a esa especie de "contrapelo" del contrapelo? La respuesta es más abismal de lo que parece ya que nunca se ha visto que una serpiente o un perro se muerdan más allá de la cola. No se comerían su propio cuerpo, no por desafío a una serie de ineludibles leyes naturales, sino porque simplemente el hambre no da para tanto. Pero también eso es lo que creo en este momento.
Después ya no lo sé. Y más valdría no preguntar.