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domingo, 11 de diciembre de 2011

Amor y muerte


El amor y la muerte suelen ser vistos como una suerte de hermanos opuestos. Mientras que el amor se asocia con la fusión creadora, la muerte es el confín en donde se deposita toda vida. La existencia misma se debate entre el impulso amoroso o creador y el siempre acechante miedo a la muerte, o bien a una desaparición tras la que no tenemos más que andrajosas conjeturas, a las cuales solemos dar pomposos nombres como filosofía o religión.

¿Pero a qué vienen semejantes cavilaciones? Nada en particular, buenas gentes, no deseo emprender una minuciosa tesis que agote un tema que a través de los siglos ha resultado inagotable. Sucede que hace unos días recordaba que en cierta parte de Bajo el volcán, Malcolm Lowry, o mejor dicho, el Cónsul, se queda pensando en lo similares que son los gemidos amorosos y los gemidos agónicos, lo cual por supuesto no es ningún descubrimiento del escritor inglés, ya que ha sido aprovechado por los poetas y escritores en diferentes épocas para generar metáforas en las que ambos conceptos se superponen, como si fueran dos imágenes traslúcidas que, pese a ir en direcciones distintas, pueden representar a la perfección ambos sentidos.

En Sr. Venganza, por ejemplo, del sudcoreano Park Chan-wook, hay una escena sin mucha trascendencia para la trama de la película, pero que tiene la peculiaridad de representar a la perfección esta ambigüedad: la hermana de Ryu necesita un transplante de riñón, de lo contrario estará condenada a morir con suma lentitud y grandes cantidades de dolor. De hecho ya discurre por la senda de la muerte: permanece en casa padeciendo los indescriptibles sufrimientos durante cada segundo del día, todos los días. Gime agónicamente, sin parar. Y sin sospechar que en el departamento de al lado, separado del suyo por un delgado muro, hay tres hombres que se masturban silenciosa y concienzudamente recostados uno detrás de otro, acaso creyendo que tienen la suerte de vivir al lado de una especie de ninfómana.

La escena es de una trágica comicidad. Los dos elementos están presentes de manera tan intensa que a uno le podría indignar la repugnante ocupación de los hombres (si nos colocamos en la tétrica perspectiva de la enfermedad), o bien podría dejarse arrastrar por el extraño humor que provoca la confusión. Pero, ¿qué sucedería en el hipotético caso de que los hombres se percataran de la situación real? ¿Acaso se cerrarían las braguetas con gesto de contrición?

Al final todo eso carecería de importancia, ya que la ambigüedad, una vez desterrada de ahí por la propia fuerza de los hechos, de inmediato se iría para aguardar en el recodo de cualquier otra situación en la que el amor y la muerte, esos hermanos gemelos aunque opuestos, se puedan volver a trastocar.

Publicado originalmente en La Hoja de Arena

miércoles, 15 de junio de 2011

Del amor


Suelo buscar explicaciones a los sueños que no me dejan en paz a través de símbolos que han estado con la humanidad desde sus inicios. Para ello ocupo el Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot. Y en esas andaba hace unos días, cuando de pronto, gracias a un súbito aironazo, perdí la página. Cayó en la 79, y ahí leí lo siguiente:

Amor

Los símbolos tradicionales del amor son siempre símbolos de un estado todavía escindido, pero en mutua compenetración de sus dos elementos antagonistas, cual el lingam de la India, el símbolo de Yang-Yin de China, la misma cruz formada por el poste vertical del eje del mundo y el travesaño horizontal de la manifestación, es decir, símbolos de conjunción, o bien expresan la meta final del amor verdadero: la destrucción del dualismo, de la separación, la convergencia en una combinación que, per se, origina el «centro» místico, el «medio invariable» de los filósofos del Extremo Oriente. La rosa, la flor de loto, el corazón, el punto irradiante son los símbolos más universales de ese centro escindido, que no es lugar, aunque se imagine como tal, sino un estado, precisamente producido, como decíamos, por la aniquilación de la separación. El mismo acto de amor, en lo biológico, expresa ese anhelo de morir en lo anhelado, de disolverse en lo disuelto. Según el Libro de Baruk, «El deseo amoroso y su satisfacción, tal es la clave del origen del mundo. Las desilusiones del amor y la venganza que las sigue, tal es el secreto de todo mal y del egoísmo que existe en la tierra. La historia entera es obra del amor. Los seres se buscan, se encuentran, se separan, se atormentan; finalmente, ante un dolor más agudo, se renuncia». Maya y Lilith, ilusión y serpiente.

Sobra decir que de inmediato busqué dicho párrafo en el Libro de Baruk que, aunque ya había tenido oportunidad de leerlo hace años, no recordaba nada semejante. No lo encontré. No al menos en el bíblico, y sinceramente no conozco otro. No sé si Cirlot cayó en el embrujo (poeta al fin) de crear un pequeño, incandescente texto, sin querer plasmar su firma, o si acaso era poseedor de alguna joyita llena de misteriosa sabiduría. Lo cierto es que el amor, descrito con la sencillez de unas cuantas líneas, de pronto alumbra como una estrella que aparece inesperadamente en el cielo...

martes, 9 de marzo de 2010

Los pasos son peces en aguas nuevas (II)


La fatiga apenas deja tiempo para el cultivo del amor:

tras diversos cristales

mis dedos tardos se entierran

en el fluido oscuro de tu pelo,

como tanteando un río que corre hacia la noche;

me reciben tus labios de veneno, tus senos,

y me asfixio dulcemente al inhalarte.

Y entonces enloquezco: te cubro de aliento,

te muerdo, te oprimo, te agobio,

te obligo a mirar tu angustia

en las aguas no siempre límpidas de los espejos.

Y después quedamos tendidos,

enredados de cualquier forma,

como marionetas abandonadas en la oscuridad

de un viejo teatro,

hasta que la luz transparente fractura

la glacial monotonía del reloj:

la hora de arrojar los pasos hacia el polvo del camino.


martes, 31 de marzo de 2009

El amor a contraluz

En los senderos del amor, tarde o temprano aflora la ternura, aun cuando esté revestida por los más extraños matices. Hace unos meses, en una charla intermitente con la voz de ese espacio entrañable que es el Lugar de olvido, Gustavo me describía algunas sensaciones experimentadas durante la lectura de El grito silencioso, de Kenzaburo Oé. A mi vez, yo le hablé precisamente de una insólita escena de amor que encontré hace años en la primera novela que escribió Kenzaburo: Arrancad las semillas, fusildad a los niños (al menos así se llama en la traducción de Anagrama), la cual contenía al mismo tiempo tanto una insensata violencia como una dosis insoslayable de ternura:

Dentro de mí nació un sentimiento nuevo, que de repente se extendió por todo mi ser y provocó una especie de impacto en mi cabeza. Cogí a la niña bruscamente por los sobacos y la levanté. No me fijé en la expresión de su cara, vuelta hacia mí. La abracé como una gallina acorralada y muerta de miedo y la llevé corriendo al interior del oscuro almacén.
Entramos sin descalzarnos en el almacén, sumido en la penumbra, y, en silencio, me bajé los pantalones a toda prisa, le subí la falda y me tumbé sobre ella. El pene, erecto como un grueso espárrago, se me enredó en los calzoncillos y se torció violentamente, por lo que solté un chillido de dolor. Después lo introduje en su sexo, frío, seco y áspero como el papel, sentí unas cuantas sacudidas espasmódicas y lo retiré. Suspiré profundamente.
Eso fue todo. Me puse en pie, me ajusté los pantalones como pude, a tientas, y salí sin decirle nada a la niña, que respiraba entrecortadamente. Fuera, el frío era intenso, y la luz de la luna caía sobre los árboles y los adoquines con dureza mineral. Todavía estaba locamente furioso y tenía la boca llena de murmullos violentos, pero una intensa sensación, llena de dulzura, iba creciendo en lo más hondo de mi ser. Subí la cuesta corriendo con los ojos llenos de lágrimas y haciendo visajes para que no me corrieran por las mejillas.[1]


Es necesario tomar en cuenta que los protagonistas de la escena son unos niños que apenas se aproximan a la adolescencia, y que él acaba de arriesgar su vida con tal de sacar a la niña del bloqueo a que los tienen sometidos los habitantes de una montaña por la sospecha de un brote de peste. Después de este climax doloroso y feliz, la novela se precipitará a un terrible abismo; sin embargo, este momento permanecerá latente en la novela como uno de esos recuerdos obstinados que inexplicablemente se suelen colar como preludio a las tragedias.
En fin, la deuda está abonada para el olvido.

[1] Kenzaburo Oé, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999. Traducción de Miguel Wandenbergh, p. 114.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Ay de ti que duermes navegando



Apenas comienzo a leer los primeros versos de Mirándola dormir y por un momento puedo imaginar que estoy dentro del escenario bosquejado por el poeta: la habitación, desteñida por una oscuridad parda, en la que los únicos indicios de luz son de color ceniza y provienen de una “T” formada por dos líneas, ambas producto de las gruesas cortinas entrecerradas que bloquean la visión del exterior. Es como si todo el mundo se redujera a aquel espacio delimitado por cuatro paredes. Resulta imposible saber si ese instante está ubicado antes del nacimiento del día, o si por el contrario, se encuentra en una breve extensión de tiempo que avanza lentamente hacia la noche, lo mismo que una barca que cruzara un lago. Mas no tardo en advertir que eso en realidad carece de importancia: el lugar puede armonizarse con cualquier disposición imaginativa.
Conforme progreso en la lectura, me siento capaz de agregar detalles que el poeta nunca determina, y es que me doy cuenta de que tal vez estoy cayendo en el embrujo de elaborar mi propia ambientación, como si fuera presa de una especie de contagio de la palabra: puedo palpar la imagen de un cuarto lleno del rasguñado silencio de un bosque de edificios; incluso, si se presta un poco de atención, es posible escuchar hasta el agudo y lúgubre sonido que producen cuando el viento roza los espacios existentes entre uno y otro. Y en medio de ese engañoso mutismo, de pronto comienza una lluvia ligera, más parecida al espumoso sonido del orvallo que al convulsivo desencadenamiento de un aguacero. El rumor del agua despierta al hombre que yace junto a la mujer. O quizá no lo despierta, solamente lo obliga a levantarse, presa de esa necesidad inexplicable que a veces nos hace huir de los momentos de infinita calma.
El hombre pudo haber encendido un cigarrillo, pudo haberse dirigido al baño para aliviar sus necesidades inmediatas, o tal vez sólo quiso reconocer la ceguera exterior de la ventana; en cualquier caso, es muy probable que haya reproducido un gesto automático sin, obviamente, percatarse de ello. Empero, es justo allí donde nace la revelación: con el rumor de la lluvia llenando los poros del silencio y los ojos ya acostumbrados a la tibia oscuridad de la alcoba. El hombre logra discernir la silueta de la mujer dormida, completamente fatigada de amor, abandonada en la cama con los brazos abiertos en cruz, "como un Cristo femenino". Y con ello, imperceptiblemente, comienza la observación minuciosa, la avalancha de vertiginosas cavilaciones.
Comienza a fraguarse el poema:

Ay de ti que duermes navegando.
Como el pájaro que duerme con los ojos abiertos.
Con la imperfecta serenidad de la que irradia perfectamente trastornada.
Con las manos tensas y el mentón altivo; los ojos un poco inclinados hacia dentro, un poco de soslayo, un poco a la manera del que mira sin mirar.
Con los senos de fuego altisonantes.
Con los poros de la ternura violentada, activos resoplando.
Y los dedos sobre extensiones carnales y perdidas, en pulcritudes domésticas y bárbaras, sobre juegos de azar y de certeza.
Con el instante un poco a la deriva, en el parpadeo de su órgano nupcial.
Con el parpadeo fabuloso de la creación que se celebra en la pura filigrana del amor.
Recostada plácidamente, si tu placidez no es aquel subterfugio del dibujo lácteo que denuncia al mar, del dibujo etéreo que describe a una mujer arrodillada ante algo indescifrable.
Recostada y soñando con la fauna al cuello, con pretensiones de ola sin memoria, con tu más hermoso sentimiento, casi en el ahogamiento, en las clemencias deleznables.
Sumergida con Dios a la mitad de la sombra y con el Diablo a la mitad de la luz, como si se cohabitara largamente con el arcaísmo... [1]

[1] Homero Aridjis, Mirándola Dormir/Perséfone, Lecturas Mexicanas. CONACULTA. México, 2003, p. 15.

martes, 26 de agosto de 2008

La posesión de Delaura



(Lectura oblicua de Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez)

No es fácil vivir en tierras ajenas, pero ése ha sido el destino de mi raza desde hace miles de años. Errabundos, cargando a cuestas con el silencio de un sólo Dios, siempre el mismo. Y las inevitables circunstancias que genera semejante modo de vida, pues como en mi caso, el ser obligados a huir para conservar el alma en el cuerpo, es cosa común en nuestra historia. La persecución de judíos estaba al rojo vivo en la península y ni siquiera los conversos podíamos estar a buen resguardo, debido a las continuas sospechas que recaían sobre nosotros, blanco siempre ideal para las pesquisas de la Inquisición. Así que, aprovechando las continuas expediciones a las Indias, me embarqué desde Portugal, confiado de que mi profesión de médico no sería mal recibida en estas tierras. No hace al caso mencionar ahora mis dotes en el campo de la medicina, quizá bastaría con decir que trato de reconocer las necesidades que el cuerpo manifiesta.
No se puede decir que a Cayetano Delaura lo haya conocido a causa de mi profesión, aunque tampoco se puede afirmar lo contrario. La primera vez que lo vi, me bromeó diciendo tras la puerta que era la Ley. Charlamos en latín (según mi costumbre) y pude apreciar la perfección de su acento, lo dejé curiosear a su placer entre mis libros, hasta que por fin logré saber el motivo de tan extraña visita: la supuesta rabia de la hija del Marqués de Casalduero, Sierva María de Todos los Ángeles, a quien él estaba designado para oficiar los actos de su próximo exorcismo. Vaya tontería. Pero bueno, ese era el motivo “oficial” de su visita, porque en sus ojos encontré respuestas mucho más certeras. Encontré que simplemente era un hombre enamorado, a pesar de su inmensa erudición y de sus hábitos sacerdotales. Pobre, tanto estudio echado a los albañales por sólo un resplandor fugaz del corazón.
Algunas semanas después me enteré de que había sido enviado como enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios y de inmediato lo visité, le reiteré mi amistad, pero él ya estaba más allá de todo razonamiento: tal es la demencia del amor. Poco después lo supe todo por sus propios labios: sus amoríos con Sierva María en la celda de ésta, el castigo del obispo al confinarlo en el hospital de leprosos, y su desesperación a causa de la intransigencia de la Inquisición para con la niña, quien simplemente no encajaba en los modos de pensar de aquéllos, con esa mezcla tan extraña que tenía entre las religiones africanas y un catolicismo silvestre enseñado por los esclavos.
Delaura nunca se pudo recuperar: la niña murió tal y como lo había vislumbrado entre sueños, y él, por su parte, abrigó por el resto de sus días la secreta y vana ilusión de contagiarse de lepra. Cosa que, por supuesto, no consiguió.
Definitivamente, el amor es el peor de todos los demonios.

martes, 5 de febrero de 2008

Como sucede en un desván

Se encontraron sin haberse buscado. Se observaron con la luz del día y la de la noche. Algo en esas miradas sonreía. Él, en medio de las caricias de otra mujer, la acosó con malos versos, algo de clichés y cursilería. Ella, en manos de otro hombre, al principio sonrió, lo toleró, mas después se fatigó, comenzó a ceder a su ira. Se dijeron palabras hirientes y pusieron largas distancias entre sus miradas. Él elucubró furibundas venganzas –todas nacidas de la humillación– que no llevó a cabo por desidia, hasta que finalmente llegó a olvidar. Ella malabareaba con el tiempo, con los humores acostumbrados y con una extraña insistencia que le zumbaba en los oídos cuando dormía, pero que una vez despierta olvidaba de inmediato. Los días se reflejaron en los días, lo mismo que en un lago, hasta que el azar nuevamente se puso en marcha y todo se volvió a alterar. Nuevamente se encontraron sin haberse buscado, pero esta vez enseguida se inflamaron, se hundieron el uno en el otro durante mucho tiempo, hasta que otra vez se distanciaron. Durante incontables regresos se atormentaron, y al final, de común acuerdo, ambos decidieron renunciar. Pero ya estaban ahítos de recuerdos buenos y recuerdos malos, de lugares con mar y alturas con niebla, del absoluto derrame de todas las secreciones: rojas, blancas, amarillas, negras… de las enfermedades que a duras penas lograron exiliar. Y al final quedaron ambos repletos de años, como sucede en un desván.

martes, 29 de enero de 2008

Insomnio o de la venganza



Anoche no pude conciliar el sueño. Cuando al fin recargué el perfil en la cama, después de un día minuciosamente sórdido, un olor sutil me forzó a encender la luz. Miré la almohada, la inhalé con vehemencia y entonces comprendí el castigo: me habías dejado tu olor en ella para conocer el significado del abandono.
Me levanté de un salto y olfateé todo lo que apareció ante mi vista: la bufanda de lana, mi zapato izquierdo, el cocodrilo de mimbre que colgaba de la pared… Tardé dos eternidades, pero ahora todas las cosas culpables de poseer tu aroma duermen en la oscuridad del armario. He decidido que allí se quedarán el tiempo necesario para que tu olor envejezca, para que se marchite y se pudra. Entonces, cuando no sea más que un pordiosero miserable, le abriré las puertas del armario y lo obligaré, a punta de empujones, a salir a la luz del sol. Y vagará lastimosamente por el mundo hasta el día en que por fin lo encuentres.
Sólo así sabrás que conmigo no se juega…

lunes, 21 de enero de 2008

Amor al Oficio

Me gusta observarte desde detrás de los árboles.
Ni siquiera lo sospechas, pero te contemplo, acecho cada uno de tus ángulos, los memorizo y más tarde los dibujo con agonía bajo la soledad de mis sábanas… No obstante, después del final, las preguntas de siempre retumban contra tu eterno mutismo: ¿qué eres? ¿Quién fuiste? ¿Acaso aquél que te creó pudo descansar sus manos sobre tus cúpulas y gozarlas impunemente, hasta llegar a la saciedad, a la perfección? Lo maldigo y lo envidio, porque él consiguió imaginarte así: emergiendo para siempre de esa concha, sobre las olas de un mar inmóvil. Se deleitó con la promesa que ofrecías cuando aún estabas atrapada en la deformidad del mármol.
Sin embargo, ahora él ya no importa. Sólo yo te gozo. Y por eso bendigo a las aves que se posan en tus hombros, en tu pelo, en tus manos, a pesar de que sé muy bien que te habrán de dejar inundada de mierda.
Mejor.
Mañana seré el primero en limpiarte, meticulosamente.