domingo, 28 de diciembre de 2008

Principio de tierra



Broté de la tierra como lo hace la hierba en asolados yermos.
Inviernos sinuosos y coloridos
moldearon, con uñas cortantes,
mi rostro de horizontes extraviados.
Mis manos crecieron
y con ellas también los pensamientos,
las dudas, los molestos deseos.
En el Ser infinito confié y me arrepentí enseguida,
mi corazón lo llamaba,
mi razón lo repelía.
Y es que,
¿cómo ser silencio
si las grietas de la vida, voraces, tragan tropeles de alientos?
¿Son alimentos?
¿Cómo ser movimiento y tiempo
cuando las luchas se estancan,
cuando los resplandores se opacan
y las manos secas siguen arañando el suelo?

Antes de las dos décadas,
hasta la orilla de la tierra decidí vagar
sin más acompañante que mi propia vida.
Un amor atrofiado me espoleaba, me azuzaba,
me atenazaba con su lúbrica reminiscencia de pantanosos placeres:
danzantes sexos friccionándose como llamas,
anegados en salino rocío,
negros en la oscuridad negra,
y los alientos de fuego hurgaban entre la humedad.
Después las áridas miradas,
los dolores cotidianos,
la acritud verdosa del cansancio.
En las máscaras el semblante era cenizo
y sobre las cejas un lago estriado lleno de fastidio.
Mi alma revoloteaba
en la mortecina luz del deseo,
giraba deslumbrada,
soportando el amargo veneno
de sus ardorosas sombras entrelazadas.
Los ojos de agua se tornaron secos,
pedregosos,
parajes solitarios peinados por sombrías alas,
polvo hirviente,
ávido de venganza.

Sin embargo,
el cielo de tinta con sus puntos de plata,
arañado de rasguños fugaces,
silenciosos como nocturnos animales,
me prometió brisas teñidas de aurora,
canciones de líquidos ritmos,
odres ahítos de olvido.

Pasaron los días,
como niebla a través de una ventana,
y por dos veces el fuego
secó las calles y las tornó sedientas,
y por dos veces el agua
tendió sus hilos,
uniendo el cielo con la tierra.
Los estudios agonizantes en su marcha
dejaban pocos suspiros para el tiempo,
mi mente hervía de moscas,
mis pasos apestaban.
Las noches y los días
en mi cuerpo eran lo mismo:
sobriedad y razón, desconocidas palabras.

Y así, recostado en el fango,
mis manos rozaron el velo de su sombra
y de inmediato ardieron,
se incendiaron,
al sentirla acompañada de un aliento inesperado.

Nuevamente perdido…
¡Más perdido que nunca!

Soles y lunas nacían y morían,
y yo luchaba contra el deseo de acercarme
y alejarme de ella, algún día.
En mi pecho una planta nueva crecía:
capullos colgantes,
puños de tierra,
esperanza y angustia se alternaban.
Mis huesos,
ávidos de ligeras alas
desde sus cimientos crujían,
se resquebrajaban.

El momento llegó
de la mano de una de esas lunas:
nuestros labios al fin bailaron juntos,
en la noche ciega las manos se encontraron
y las exhalaciones en un soplo se trenzaron,
latidos, gemidos
y algún leve brillo
gotearon, destilaron,
en la habitación sin sonido.

¿Por qué tus ojos se vaciaron en la lejanía
buscando acallar el ardor irritante del remordimiento,
negándole a mi piel sedienta,
el trago prolijamente acariciado?

Ascender otra vez la cuesta
sin mirar las anteriores huellas,
enfrascado en la tinta sin sangre de papeles miles,
comparando y codiciando reflejos
que se empalmaran con mi pena.
Así volví a la espera,
a los cantos con voz de lobo
en el jaspeado pavimento bordeado de humo,
picoteado de oro sucio,
sembrado de inmundicias
y obscenas caricias.

Me convertí en un cometa
que sobrevolaba siempre la misma órbita,
buscando sin descanso serle infiel a la soledad.

Los días pasaban en parvadas
rayando el cielo hacia poniente
y en mi rostro el pelo fluía luengo, incontenible,
en arremolinados torrentes.
¿Cómo encontrar el fin de la oscuridad
si los pies hollan sin enterarse
los bordes mismos del amanecer?

A un paso de abandonar las turbias aguas,
arropado por la neblina fría,
el amor por fin hendió su vaina,
bregando,
reptando,
enterrando las uñas
sobre la escurridiza luz del día.

El peso en las botas se extinguió poco a poco,
era imposible asirse a la tierra.

Y en el cielo,
mar de pulidas olas,
las palabras cayeron derretidas en goteo de miradas,
como agua de sol
que se filtra en el verdor bullente de las hojas.

Apenas todo comenzaría…

viernes, 19 de diciembre de 2008

Alegrías de cartón

En la recta final de El bandido se puede leer esta breve y abismal reflexión:

Era tan soso, tan aburrido mirar el propio sufrimiento; mirar el ajeno, en cambio, lo despertaba a uno. Aquellas dos habituales del restaurante, por ejemplo: qué miserables le parecían al bandido. Estaban siempre allí, como en busca de una pizca de felicidad. Sí, daban esa impresión. "A uno no debería notársele que es impaciente, que le exige a la vida y que está deseoso de algo en general", pensó él. "Es algo que causa mal efecto. Deberíamos parecer el mayor tiempo posible culquier cosa por la que nos puedan apreciar y tenernos simpatía. A quien se le ve que busca amor, no encuentra ni clemencia ni amor; se le pone en ridículo. Quien vive en paz interior, quien está completo, quien se ha reconciliado consigo mismo y con su existencia, quien da una impresión de equilibrio: he ahí quien merece el amor. Pero a los otros, a quienes parece faltarles alguna cosa, en lugar de darles un poco de placer, aun se les quita algo sin querer, así es la vida y no tiene visos de cambiar. Quien parezca satisfecho con lo que es y lo que tiene, tiene perspectivas de recibir aún algo más, pues tendemos a ser complacientes con él porque advertimos que sabe poseer [...]"[1]

Saber poseer. ¿Qué podría sonar más sencillo y al mismo tiempo ser tan endiabladamente difícil? Si se consigue, por los medios que sean, algo que no tiene la mayoría, por lo general es menester ostentarlo. Señores, tengo este "algo" que ustedes no tienen, y por tanto, no harían mal en pensar en mí como alguien que ha triunfado. Y lo mismo sucede con la felicidad. Quien la busca con avidez (como si fuera una obligación de la vida suministrárnosla) y no la consigue, suele poner en práctica sórdidas representaciones en las que siempre parece estar a punto de alcanzarla, y así lo cuentan a quien esté lo suficientemente cerca para oírlo. Haré esto y aquello, y seguramente seré feliz, y entonces, cuando te hagas una idea mental de mí, podrás envidiarme porque creerás que soy uno de los pocos escogidos que pudieron entrar al reino de los felices de cartón...
Pero quizá ya me estoy alejando de la idea central de Walser.
Siempre me pasa cuando pienso en la felicidad.

[1] Robert Walser, El bandido, Ediciones Siruela, Madrid, 2004, p. 119.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Mañana

Justo aquí se está en medio de la calle. Si se mira hacia arriba, se verá un cielo blanco con manchas grises y algún agujero azul. A los lados hay unos pocos coches aparcados y también varios árboles que tornan sombrías las entradas de las casas. Buena parte del tiempo, esta calle es uno de los cada vez más raros islotes de tranquilidad que aún le restan a la ciudad. Lo que en cualquier otro lugar son normalmente ruidos continuos y chirriantes, aquí suelen languidecer y terminar en murmullos: el ladrar solitario de algún perro, los cláxones resonando como gemidos en el tráfico, las ambulancias aullando atrapadas en las cuadrículas de los autos, o el rayón agudo de las llantas sobre el pavimento, similar al rasguño de un cuchillo sobre un plato de porcelana.
Poco antes de llegar a la esquina, bajo un árbol, hay un coche con los vidrios empañados; diminutas gotas de rocío lo cubren por completo. A través de los cristales difusos se vislumbra la figura de una mujer que aferra el volante con los ojos clavados en el tablero, en un incierto lugar entre los números que señalan los 60 km y los 70 km. Las manos están crispadas, rígidas como raíces. Sólo las aletas de la nariz se mueven, expandiéndose y contrayéndose con rapidez, sin descanso. La mujer cierra los ojos, los aprieta, y comienza a escuchar los latidos de su corazón, opacos, oscuros, como en una caverna. Unos segundos después enciende el auto.
El ruido corta como sierra el silencio de la calle y en seguida se escuchan las protestas de algunos pájaros. Se ve el auto que comienza a avanzar con lentitud, una velocidad común, digamos, para una zona habitacional como ésta. Sin embargo, al llegar al recodo, gira en contrasentido sobre la avenida en que desemboca la calle.
Se alcanzan a distinguir los cambios en el sonido del motor mientras acelera: segunda… tercera... cuarta... Poco después se escuchan algunos pitidos, y también gritos, que en la lejanía semejan secretos estridentes. Y unos instantes más tarde el ruido de fierros que chocan, como truenos desabridos. Después la tranquilidad regresa, los coches yendo y viniendo, como rumor de agua que corre. Sobre la avenida, frente a la calle, hay un puente, y allí de pronto aparece el metro corriendo encima. Parece la cinta de una película.
Algunos pájaros se han descolgado hacia donde estaba el auto. Picotean en el pavimento mientras mueven con rapidez sus pequeñas cabezas y dan minúsculos brincos.
Seguro que alguien echó migajas en el piso.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La hoguera y las hormigas



Sigo inmerso en las pesadillas provocadas por el hombre contra sí mismo.
En la entrada anterior hablé del desconcierto de Sin destino, de la grotesca felicidad que experimenta el protagonista cuando evoca esos tiempos en los lagers alemanes. Y de pronto veo que esas vivencias se despliegan en ramificaciones aún más complejas: el exilio, la pérdida de la identidad, el regreso, etc.
A propósito de lo anterior, encontré por estos días una pequeña historia que, a pesar de su aparente simplicidad, tiene el vertiginoso nivel de una alegoría y además podría servir como introducción a los archipiélagos de Solschenitzin, otro cronista del infierno:

La hoguera y las hormigas [1]

Eché al fuego un trozo de madera podrida, sin darme cuenta de que estaba enteramente poblado de hormigas.
La madera empezó a crujir, salieron de su interior las hormigas y echaron a correr con desesperación, intentando llegar al borde de la superficie, donde se retorcían antes de quemarse entre las llamas. Empujé la madera y la alejé del fuego. Ahora pudieron salvarse muchas de las hormigas, que huyeron por la arena o sobre la pinaza. Pero, cosa extraña, no se alejaron de la hoguera. Apenas recuperadas de su espanto, volvían, daban vueltas, como si una fuerza desconocida las obligase a regresar a la patria recién abandonada, muchas de ellas volvieron al trozo de madera que aún ardía, recorrieron su superficie y allí encontraron la muerte...

[1] Alexander Solschenitzin, Por el bien de la causa, Editorial Bruguera, Barcelona, 1972, p. 202.