lunes, 15 de febrero de 2010

Una tarde

13 de diciembre de 2003. Seguimos en Florencia. Estoy recostado bocabajo en la gran cama doble de nuestra habitación. Es uno de los pocos días soleados que nos han tocado en esta ciudad. Los postigos están abiertos de par en par, dejando ver al sol justo en medio de la ventana, aunque detrás de un tenue velo de nubes. El día es bello, cierto, pero me siento oscuro, lúgubre, como chapoteando en una nostalgia inexplicable y con unas ganas terribles de estar en cualquier otra parte o en cualquier otro momento. Al mismo tiempo escucho una vocecilla dentro de mi cabeza: “Que parezca que eres feliz de estar en Florencia…” Mas no puedo, de hecho no sé si en realidad se pueda, aunque cuando lo imaginaba creía que así sería, en automático.

Ahora ella está asomándose por la ventana, mirando hacia esa calle de la que surgen rumores cada tanto: algún perro que ladra, pajarillos que parecen discutir acaloradamente, árboles temblorosos, conversaciones lejanas de las que es imposible entender nada; quizá ella está igual que yo, quizá quiera algo más; lo cierto es que el sol ya se desplazó con esa prisa tan característica de los días de acá. De pronto escucho el silbido que anuncia que el agua está lista para convertirse en té. Y así se lo hago saber. Pero en cuanto escucho mis palabras, me parecen huecas, oxidadas, como si las hubiera sacado recién de una caverna. Mientras tanto, ella sigue allí: con su contorno resplandeciendo en dorado gracias al ángulo oblicuo del sol. Entonces siento que ese “algo” me arrastra nuevamente hacia otras partes...

Ella: Carajo, si tan sólo pudiera moverse de allí, hacer algo por sí mismo, pero no, sólo permanece acostado, sin moverse, cubierto con esa película de polvo, petrificado en la acción de reventarse un grano majestuoso situado en medio del desierto de su mejilla.

Él: Es tan fácil sentir tu aroma que a veces pienso que vivo y duermo con una flor, la cual se agita sin cesar gracias a los oleajes nocturnos...

martes, 2 de febrero de 2010

Los pasos son peces en aguas nuevas (I)


El aire se desprende de su túnica de polvo,

permanece frío, desnudo,

ausente a la mirada entornada.

Lenta se desgrana la marcha,

igual que las hojas adormecidas bogando hacia la hojarasca.

Andamos y vamos con nuestras vidas a cuestas,

con el miedo normal de los extraños

que se asombran de los días ajenos, lejanos.

Los pasos,

sacudidos por gélidas ventoleras,

echan a volar por encima de las distancias azules,

entre el agudo vaho de la hierba,

del agua, de nuestra gris miseria.

Vamos con los ojos arropados de silencio,

listos para el asombro zigzagueante de las aceras,

para atrapar en capullos tibios

los rumores pulidos de las estrellas.

El camino aún es largo,

sin embargo, recién empieza.


Rebaños de nubes pacen sobre la orilla de la tarde

y a mitad de la calle entumecida, surge la pregunta,

como un bejuco inesperado

que trepara por la luz joven de la luna:

¿Así lo imaginabas...?

Y sin embargo no hay espinas en la voz:

la pregunta es una barca hendiendo la niebla densa,

como los sueños que se deshilachan

y muestran sus rostros verdaderos, pétreos,

sus andares vacilantes sobre piedras desiertas.

Con el cansancio se funde un asombro brumoso, engañoso,

mientras el sol aún alcanza a espolvorear nuestras huellas.

Colgamos una sonrisa ígnea en los labios morados,

¡y es que todo está tan lejos de las manos...!