lunes, 27 de mayo de 2013

Aventuras de un ciudadano sin gloria

Aquella noche abordé un microbús con la finalidad de llegar a casa lo más pronto posible, después de un día de trabajo que se había caracterizado por el aburrimiento. El conductor, un tipo de entre cuarenta y cinco y cincuenta años, traía a tal volumen su radio, que seguramente habría hecho palidecer a cualquier antro de moda. Eso fastidiaba a los pasajeros, entre ellos yo, que buscábamos a toda costa un poco, si no de paz (algo imposible de pensar en esta ciudad), por lo menos de sensatez, con lo que no tardó alguien en pedirle que, por favor, bajara un poco el volumen. El conductor echó una mirada torva por el retrovisor, se peinó el bigote con los dientes y bajó de mala gana algunos decibeles de su aparato. Sin embargo, en una muestra de sorprendente equilibrio, aumentó proporcionalmente la velocidad del desvencijado vehículo, y así pasó tan cerca de otro microbús, que más de uno creímos que allí mismo entregaríamos el alma de la peor forma posible: en un amasijo de carne y huesos sanguinolentos, esparcidos en medio del asfalto de una importante vía.

El conductor del otro microbús, por lo menos veinte años más joven y cubierto el torso con una camiseta que dejaba apreciar sus desarrollados bíceps, nos rebasó casi de inmediato, atravesó su unidad en el paso y subió para encarar al nuestro con palabras nada amables, advirtiéndole con insolencia que la próxima vez que se le ocurriera actuar como imbécil, le propinaría tal madriza que no lo reconocería su propia madre. Incluso se dio el lujo de soltarle uno de esos golpes humillantes en la mollera con la mano abierta, con lo que yo creí que comenzaría una pelea. Pero nuestro conductor, que en lugar de bíceps había desarrollado una generosa panza, asintió (o eso pareció) en silencio, mirando al frente con una concentración que habría envidiado un matemático, sin hacer el menor movimiento, mientras que el otro se dirigía a su propio microbús después de escupir con desprecio por encima de su hombro y pronunciar algunas palabras que, aunque no se escucharon, todos comprendimos en seguida.

Sin embargo, lo que nadie esperaba era que, apenas el otro puso el pie en el primer escalón de su microbús, el nuestro echara en reversa su armatoste algunas decenas de metros, como si quisiera alejarse lo más posible del pendenciero, y de súbito se pusiera a acelerar hasta el tope, haciendo rugir el motor como si fuera una fiera terrible y destrozando el espejo del otro microbús con un golpe certero, quirúrgico, de esos que hacen admirar la capacidad que tienen algunos sujetos para ser unos perfectos hijos de puta. La persecución que siguió de inmediato estuvo llena de emociones encontradas porque, por un lado, todos los pasajeros estábamos –además de mudos, aterrorizados y aferrados a los pasamanos– incrédulos con lo que sucedía; y por el otro, al menos yo, no quería que el microbús perseguidor nos alcanzara, porque sólo el diablo sabría en qué terminaría aquello y, seamos fieles a la verdad: ansiaba llegar a casa y olvidarme de toda esa aventura recostado en mi cama en medio de la oscuridad.

Entonces nuestro conductor se puso a callejonear por un barrio miserable y bellaco hasta que perdimos de vista al otro y, tras eternos minutos en los que apagó todas las luces y estacionó la unidad frente a una acera en la que un grupo de siniestros individuos nos miraban con actitudes poco tranquilizadoras, finalmente arrancó, y sin subir a nadie más, nos fue dejando a cada uno muy cerca de la puerta de nuestros hogares, no diré que con amabilidad, pero sí con una satisfacción que le imprimió en la cara una sonrisa turbia, como la que ostentan ciertos dementes. Cuando el conductor me dejó muy cerca de mi casa, le di absurdamente las gracias, y todavía alcancé a ver cómo se alejaba el microbús con una parsimonia que me pareció irreal: de pronto supe que si contaba a alguien mi aventura, sería casi imposible que me creyera.

Y por supuesto, no me iba a poner a jurar.