martes, 27 de septiembre de 2011

Buen inicio

Son los últimos días de septiembre de 2011 y apenas ahora me topo con el mejor principio de novela en lo que va del año. Si algo comienza con una frase que me hace soltar una risotada indecente, digamos que, por ejemplo, en el vagón del metro, suele ser un muy buen augurio para una lectura. Y de hecho eso fue lo que me sucedió con el inicio En Nadar-dos-pájaros (At Swim-Two-Birds), de Flann O’Brien, que a continuación reproduzco:

«Tras haber colocado en mi boca pan suficiente para masticar tres minutos, deseché mis poderes de percepción sensorial y me retiré a la intimidad de mi mente, asumiendo mis ojos y mi rostro una expresión ausente y absorta. Reflexionaba sobre el tema de mis actividades literarias de los ratos de ocio. Que un libro tuviese un principio y un final era una cosa con la que yo no estaba de acuerdo. Un buen libro puede tener tres aperturas completamente distintas e interrelacionadas tan solo por la presencia del autor, o en realidad cien veces otro tanto de finales.»

Con un principio semejante uno no puede más que quedar enganchado. ¿Es un inicio en falso o la tesis central del libro? Aún no lo sé. Pero ya estoy presintiendo que esta novela será constantemente mencionada en entradas futuras de este espacio…

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Tu silencio al vacío


Arrojaría tu rostro al vacío
de los momentos ya pasados
si con ello pesaran menos
los años invertidos en llamarte,
si los insomnios,
llenos de engaños deslumbrantes,
fueran rasgados como el viento hace con las humaredas.
Todo lo abandonaría en un desierto vulgar
si las intuiciones mostraran su aspecto
de aves mentirosas y sombrías
y dejaran de aturdirme con sus graznidos
llenos de promesas incumplidas.
Arrojaría también todo el silencio
que me has obsequiado a manos llenas,
y así cubriría con olvido
la tenaz impronta que mis pasos
han dejado en la escritura de los días.
Lo arrojaría todo al fuego que purifica
y aprendería de nuevo a caminar
por sendas que nada sepan de tu cartografía.
Y cuando no quedaran más que pavesas revoloteantes,
todo lo pisotearía con ojos temblorosos
y puños desencajados,
con dientes cansados de apretar,
lo escupiría, lo destrozaría todo, te digo,
porque ése sería el momento
de hacerme finalmente a la mar.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Constelaciones


Acabo de releer Cosmos, de Witold Gombrowicz, después de 6 ó 7 años desde la primera vez. Entre otras cosas que no recordaba, hay una escena en la que Witold está ante una mesa «llena de manos». Es la hora de la cena en la pensión y Witold se entretiene en observar a Lena y a su esposo Ludwik. Son recién casados, pero Witold ya comenzó a desear torcidamente a Lena. Es un momento, acaso el menos importante en ese heterogéneo caldero de obsesiones, que se refiere a la perversión de observar a alguien través de otra persona. Witold observa a Lena, no sin desasosiego, a través de Ludwik. Mientras estaba leyendo esa escena, de inmediato me vino una avalancha de asociaciones, hilos que conectaban a la perfección con episodios de mi propia vida. Así recordé a esa mujer que siempre me fascinó… yo la miraba con avidez en cada ocasión que la encontraba, codiciaba cada una de sus sonrisas, por más falsas que fueran; las miradas más anodinas que me dirigía eran para mí como “lluvia de mayo”, si me disculpan el lugar común; y asimismo, las frases más vulgares que cada tanto pasaban entre sus dientes me sabían como un platillo exóticamente condimentado. Era ella completa, resplandeciente en su mísera cotidianidad, sin accesorios de ninguna especie. Era ella sola.

Pero un día la vi por accidente junto al hombre que en esos momentos le otorgaba amor y dolores de cabeza; un sujeto con cara aniñada y rasgos vaporosos, como si todo el tiempo estuviera detrás de una cortina de niebla. Tras la rápida vislumbre de la pareja en un día en que no esperaba encontrarlos, me pasé, por decirlo así, del otro lado del cristal. De pronto me percaté de que había comenzado a verla «a través» de él. Es decir, cada tanto me sorprendía pensando en cómo actuaba ella ante un sujeto como ése, sobre todo en las horas del amor. ¿Era acaso agresiva, tierna, posesiva, disoluta, fogosa, indiferente, sucia, impersonal, rastrera, púdica, higiénica, traicionera, implacable, desvergonzada, imaginativa, torpe, violenta, gélida, condescendiente, impoluta…? O tal vez…

En fin. No sé si se entiende lo que quiero decir. Empecé a verla a través de la «lente» de ese sujeto, quitándole quizás sus características más personales y desviándolas hacia él. De alguna manera los tres comenzamos a formar una pequeña constelación que se relacionaba siempre con algo más, algo oscuro y arcano, que además iba hacia una dirección imprevisible. Nuestro movimiento constante por este mundo no cambiaba gran cosa la situación. En todo momento, por más alejados que estuviéramos, seguíamos combinados y relacionados, trazando garabatos indescifrables en un mapa hipotético.

Por supuesto, todo nacía y moría en mi mente. Nada más. Estoy seguro de que ninguno de ellos pensaba, siquiera por azar, en lo que mi cerebro tejía con semejante cuidado. Pero, ¿con eso quedaba zanjada la cuestión de que alguien más podía pensar en mí «a través» de otra persona? Sentimientos de todas las índoles me acometían cada vez que vislumbraba a esa mujer a través de la mirada de su amante. No obstante, ¿sería posible que algo semejante ocurriera con un punto más en esa constelación, alguien inimaginable, cuando por casualidad me miraba o pensaba en mí? ¿Podía existir alguien que deformara mi «Yo» pasándolo por el tamiz de otra persona? ¿Y eso me beneficiaba, o más bien me arrojaba en un plano de total oprobio?

Difícil cosa es salir bien librado cuando uno entra en los pantanosos laberintos de las combinaciones, las redes, las constelaciones…

Publicado originalmente en La hoja de arena