martes, 11 de junio de 2013

Defectos de la felicidad


Recuerdo que en una ocasión, mientras pasaba mecánicamente los canales del televisor en espera de algo interesante, caí en un programa estadounidense de viajeros que describían las zonas más turísticas de Estambul, sin profundizar en ningún aspecto social o cultural de tan antigua urbe. En algún momento, uno de los conductores del programa, siempre con una cara de estar «pasándolo súper», pese a estar sólo caminando por una calle, intentó entrevistar a una mujer que pasaba por allí cerca. Le preguntó acerca de su lugar favorito en la ciudad, y la mujer, sin detener su marcha y con semblante hosco, le respondió, en perfecto inglés, que no tenía tiempo para «eso». El conductor, sin deshacer su sonrisa pero íntimamente ofendido, le exigió (un poco en broma, un poco en serio) que por lo menos sonriera porque estaba ante una cámara de televisión, a lo que la mujer, sin sonreír ni detenerse, le preguntó si en Estados Unidos la gente sonreía todo el tiempo y por cualquier estupidez, dejando a nuestro conductor azorado y con el micrófono colgándole en la mano.

Es curioso que la desafiante hosquedad, ostentada sin timidez por la mujer, fuera más honesta que la frágil felicidad que el conductor se desvivía por aparentar como resultado de una exigencia social –trato de imaginar, por otra parte, el efecto que provocaría en los espectadores un canal de televisión en el que los conductores estuvieran todo el tiempo con la cara congestionada de quienes se dedican a odiar el mundo, o por lo menos a pasarla mal–; pero la cuestión no se detiene ahí, porque si pensamos que la clave del capitalismo es que nada debe satisfacer a la sociedad, y por ende, constantemente deben creársele nuevas “necesidades” –por lo general idiotas– mediante la publicidad, entonces todos estamos condenados a buscar esos petardos de alegría que nos alejen de nuestros mayores enemigos cotidianos: la tristeza, el fastidio, los pensamientos indeseables, pero sobre todo la vejez, la cual no es más que una antesala del más terrible e irremediable de todos: la muerte.

Así que, la pregunta obligada sería: ¿realmente sirve de algo esa “felicidad” construida? ¿Es tan importante la manera en que los otros nos miran, o bien, nos juzgan, sobre todo a partir de lo que poseemos? En una sociedad como la nuestra, cuya mayor fortaleza es también su más grande debilidad, es decir, una sociedad en la que se crean innumerables “necesidades” para que el capital esté en constante flujo y podamos mantener a raya tanto al temor como a la miseria, parece que sí, que en efecto, hace falta parecer felices para estar cerca de serlo, y la manera más socorrida de lograrlo es adquiriendo cosas, muchas, todo el tiempo.

Soy consciente de que en esta vida no sólo es posible conseguir esa felicidad de cartón. Hay momentos fulgurantes e inefables que nos llenan un espacio que no siempre logramos localizar en nuestras entrañas. Sin embargo –sí, buenas gentes, siempre hay “sin embargos”, por más que pongan esa cara–, eso no quiere decir que la felicidad tendría que ser el fin último de esta existencia. Y además, de la manera en que nos la venden por todas partes, como si fuera una especie de lacayo pronto a presentarse ante nosotros y quedarse de manera indefinida a nuestro lado, hasta que podamos decir en la más avanzada vejez: “Sí, yo soy de los que consiguió sujetar por los cabellos a la felicidad”. No me gusta contradecir un lugar común que la mayoría de la gente guarda en su corazón, pero, tal como lo hace ver Solzhenitsyn en Pabellón de cáncer, ¿acaso no es feliz el criminal cuando comete una vileza de tintes exquisitos? O el animal rapaz, ¿no será feliz cuando, por ventura, logra hincar sus garras o sus colmillos en su presa…? Sí, lo sé, lo sé, con esto sólo se complican malditamente las cosas. Pero, ¿qué esperaban de mí, que les resolviera la vida en un simple post?

Por favor.