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lunes, 30 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 5 de 5)

¿Qué más me queda por decir? Quizá abundar brevemente en la curiosa manera en que Benjamin rastrea los orígenes míticos del arte. Me explico. Si retrocedemos nuevamente hasta el estado paradisíaco, veremos que el hombre gozaba de una perpetua bienaventuranza mientras residía en el “lenguaje puro”, y asimismo era bienaventurada la naturaleza, aunque en un grado inferior por haberla nombrado el hombre. Ahora bien, la naturaleza es muda, o al menos lo es respecto a nuestra concepción de “lenguaje”, y una vez expulsado el hombre hacia la apertura del mundo y retirada la bendición de sus hombros, arrastra consigo su referencia con la naturaleza. Dios maldice el campo, y allí el anterior mutismo adquiere el tono de un lamento. La naturaleza se vuelve triste por la adjudicación del lenguaje, por su propia mudez y por la sobrenominación resultante de las múltiples lenguas humanas, todas igualmente marchitas con respecto al “lenguaje puro”, y todos los nombres que de ellas emanan más cercanos al “apodo” que al nombre propio con que fue creada. Pero no es gratuito que Benjamin hable de “lamento” como único discurso posible de la naturaleza, ya que considera que el lamento es “la expresión más indiferenciada e impotente del lenguaje”.
Sin embargo, así como la extensa variedad de lenguas engendró la multiplicidad de apodos para las mismas cosas, el misterio del mutismo de la naturaleza derivó en su imitación por medio de los materiales que ella misma proveía. Y así puede haber momentos en que el lenguaje de la pintura y de la poesía se pueden fundir en el lenguaje original del hombre: “Para acceder al conocimiento de las formas artísticas, basta intentar concebirlas como lenguajes y buscar su relación con los lenguajes de la naturaleza”. [1]
Como suele suceder con las paradojas, al final uno descubre que la serpiente siempre ha estado mordiéndose la cola, es por eso que termino estas reflexiones con una frase de Benjamin que, a mi parecer, engloba gran parte de lo comentado anteriormente: “Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable”. O también: es la continua evolución del “ahora” pero al mismo tiempo es el recordatorio de su origen: el nombre creador, el legado y el juicio.

[1] Es necesario condescender un poco ante esa manera de entender el arte, y que ahora podría parecer ingenua o anacrónica si la intentamos adaptar al quehacer artístico posterior por casi cinco décadas al texto de Benjamin (recordemos que el ensayo es de 1916): happening, performance, instalación, arte sonoro, etc.
*Las cinco entregas de "La soledad de las lenguas", publicadas en este blog, fueron dictadas por el Rey Mono (Víctor Sampayo) como ponencia el 21 de febrero de 2008 en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

viernes, 20 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 4 de 5)

Todo el mundo era de un mismo lenguaje
e idénticas palabras.

Génesis, Cap. 11 ,Vers. 1.


Si revisamos la lectura tradicional del mito de Babel, nos encontraremos con que la diversidad de las lenguas emergió a partir del insensato deseo humano (simbolizado en Nemrod, rey de hombres) de construir una torre que tuviera su cúspide en el cielo. De ese modo, habría un signo de poder reconocible en cualquier parte por si acaso la humanidad se derramaba sobre la faz de la tierra. Ante semejante muestra de soberbia, Yahvé pensó: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí”.[1] Imagino que los hombres desertaron la construcción, se dispersaron confundidos, acaso cavilosos, al mirar las ruinas del rascacielos interrumpido; de pronto estaban abandonados a la soledad de su propia lengua, cada uno con su manera particular de ver las cosas. Ninguno podía comprender a su vecino, y las disputas, antes solucionables con relativa facilidad, merced al entendimiento universal de un sólo lenguaje, se hicieron cada vez más frecuentes. Con el paso de las generaciones se formaron las identidades (todas a partir del idioma que se tenía en común) para marcar más tangiblemente las diferencias. La tierra terminó por confundirse con el lenguaje que se hablaba sobre ella.
Ahora bien, en el relato bíblico, queda la idea de que la confusión de Babel fue consecuencia del desbordante orgullo humano ante su propia capacidad creadora, mezclado con una suerte de envidia divina. Sin embargo, la perspectiva de Benjamin se dirige por otras rutas acaso menos concurridas: hace ver que después del pecado original, consistente, como ya hemos visto, en hacer del lenguaje un “medio” para la comunicación, el hombre se había situado, sin darse cuenta, en los bordes mismos de la anarquía lingüística. Bastó el pequeño empujón de someter el lenguaje ante los ilusorios poderes del parloteo estéril, para que los signos (la escritura) surgidos por el nacimiento de la palabra humana, terminaran por embrollarse; más aún: para que esos signos representaran el sometimiento a la “bufonería” de las interpretaciones. Así, todas las lenguas que se engendraran posteriormente al desastre, serían reflejos oscuros e inferiores del lenguaje puro, en perpetua decadencia desde el abandono del paraíso.
Si continuamos con nuestro imaginario rastreo de las huellas que dejaron en su peregrinaje las nuevas lenguas, descubriremos que al mismo tiempo fue menester, o quizá consecuencia inevitable, que surgiera una clase extraña de ser humano, una especie de puente endeble por donde habrían de transitar las palabras en flujo constante y convertirse en aproximaciones apenas llegaran a la orilla de la otra lengua. Surgió el traductor.
Benjamin afirma que “la traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza”, y con ello parece remover la idea de que la traducción responde a un acto comparativo entre dos lenguas que conservan, sin embargo, la semejanza dentro de sus conceptos. Él alude a una “continuidad transformativa” que nunca culminará con un sentido unívoco, tal como acontece con el siguiente ejemplo, que refiere Alfonso Reyes: "se cuenta que cuando Alejandro Magno se vio en la necesidad de discurrir con los brahmanes, tuvo que poner en marcha un complicado sistema de intérpretes. ‹‹Nuestras respuestas –se quejaba un brahmán– llegan hasta el emperador como el agua enturbiada en muchos canales››".[2] Y entonces, ¿existe alguna manera de transmitir una “idea concreta” de una lengua a otra, sin que se altere su sentido o se la vuelva nebulosa?
Benjamin asegura que todo idioma tiene en su esencia fragmentos que revelan su antiguo origen, ese lenguaje mítico, unitario, previo a la expulsión del jardín de Dios. La traducibilidad (esa característica esencial en toda lengua) está asegurada, según él, debido a que “los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esa traducibilidad se logra incorporar a las leyes que rigen las lenguas a las que se traslada? Se conocen los riesgos que conlleva la rigidez literal (aun cuando se sabe que dicha rigidez tiene algo de socarrón si se revisa la polisemia de las palabras): el traductor camina siempre al borde del abismo lingüístico. Un paso en falso, aunque sea en una sola palabra, y el texto se oscurecerá o cambiará su sentido, y dejará al lector atrapado en el juego laberíntico que acostumbran ofrecer los significantes.[3]
Así pues, en el continuo peregrinaje en pos de la traducibilidad, los razonamientos filosóficos, literarios, sociológicos, psicológicos, etcétera; son las armas con las que, si bien no se destruirá la barrera que han erigido las lenguas, por lo menos será más factible entrever parte de los territorios que ocultan. El traductor, a pesar de su inmanente condena al fracaso, no será tan sólo una correcta sincronización entre diccionarios de, por lo menos, dos idiomas distintos; Benjamin hace énfasis en la identificación crítica con el texto o idea que se interpreta, en que debe consumirse en su forma original para después reinventarlo en una cosmovisión diferente, hacerlo identificable en sus rasgos comunes; o mejor aún: enfocarse en localizar el parentesco primitivo que habita en todas las lenguas, su estado puro, su esencia. Aun cuando quepa la posibilidad, misma que Benjamin presintió siete años después con: “La tarea del traductor”, de que quizá ese estado, en realidad nunca haya existido.

[1] Génesis, 11, 6-8.
[2] Alfonso Reyes. La experiencia literaria. Fondo de Cultura Económica. México, 1989. p. 22.
[3] Benjamin abordará este tema más minuciosamente varios años después, en su ensayo titulado: “La tarea del traductor”, de 1923, sobre todo cuando se adentra en el análisis de las traducciones de Sófocles, hechas por Hölderlin.
• Imagen: La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo (1563)

jueves, 12 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 3 de 5)

De las innumerables características de Dios, una de las más enigmáticas es quizá la capacidad que tiene de crear cualquier cosa por medio de la palabra. Ser nombrado por Dios, significa adquirir existencia instantáneamente. Es un “hacedor”, porque el nombre se sitúa dentro de la fuerza omnipotente de su palabra; pero al mismo tiempo es un “conocedor” porque la palabra es a su vez nombre y reflexión bendecida: “y vio que era bueno”. Y esta simple frase, repetida en cada movimiento creador, nos podría llevar a una cuestión en la que no nos vamos a meter en este momento, pero que allí está, al alcance de cualquier escéptico: ¿Quién es el que narra en el libro del Génesis, es acaso alguien previo a Dios? En fin. Sigamos con lo nuestro. De esa manera, Dios va creando a lo largo de seis días el cielo, la luz, las estrellas y el mundo con todos sus habitantes. O al menos con casi todos, porque cuando llega el momento de crear al hombre,[1] Dios se aparta del procedimiento empleado hasta entonces y opta por tomar un puñado de polvo del suelo e insuflarle en la nariz el aliento de la vida. Benjamin hace especial hincapié en este pasaje, porque según sus palabras, este soplo no solamente significa “vida”, sino también “espíritu y lenguaje”. Es decir, en cuanto adquiere vida, el hombre adquiere asimismo la capacidad de conocer su propio “espíritu” y el de las demás cosas creadas, así como la capacidad de discurrir dentro del lenguaje creador. Ahora bien, ¿a qué se refiere Benjamin cuando habla del “espíritu” de las cosas? La respuesta parece sencilla y sin embargo entraña el punto medular de su ensayo: se refiere a su “esencia lingüística”,[2] una esencia que existe antes que la acción nominativa del hombre, porque a decir de Benjamin, cuando Dios nombra las cosas para que éstas sean, las dota automáticamente de una esencia unívoca para quien tenga la capacidad de reconocerla. Por ello resulta significativo que evite crear al hombre a partir del lenguaje. Empero, al no ser la intención primigenia hacerlo subalterno del lenguaje, sí lo es, en cambio, convertirlo en heredero del mismo, y por ende, colocarlo por encima de los demás seres en la jerarquía de la Creación. Y entonces, al llevar Dios ante la presencia de Adán a todos los animales del campo y del cielo para que éste los nombre,[3] se pone en practica un vínculo de mismidad asimétrica entre ambos: el lenguaje de la Creación. Dicho de otra manera: el nombre proveniente de la palabra es una esencia paralela entre Dios (como hacedor y conocedor simultáneamente) y el hombre (tan sólo como conocedor, debido a su estatus de “entidad limitada y analítica”). Y así, la labor de Adán es una especie de “traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres”, una traducción que va de lo innombrable hacia el nombre. Sin embargo, ese poder nominativo transferido al ser humano, carecerá por completo de la fuerza creadora de la palabra de Dios, de manera semejante a una imagen que se refleja en el azogue desgastado de un espejo.
“El hombre es conocedor en el mismo lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen; hizo al conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre”, dice Benjamin subrayando la diferencia cualitativa entre el Creador y el hombre, y de paso, iluminando otro poco el sentido de nuestra frase inicial. Si recordamos la situación del hombre con respecto al lenguaje que se mostraba en ella, habremos de referirnos también a la “caída”, como el principio de la abstracción del lenguaje. O bien: el momento en que la humanidad comenzó a ver en el lenguaje un medio para “comunicar”, y no un fin en sí mismo.
Pero, ¿en qué consiste la caída de ese estado paradisíaco? Benjamin declara sin titubeos: “El conocimiento con que la serpiente tienta, el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el estado paradisíaco”. Lo “malo”, por tanto, no es la posible adquisición de un nuevo conocimiento que hará a los hombres con características semejantes a las de Dios, sino la completa inutilidad de ese conocimiento, pues su raíz se alberga en la embrolladora subjetividad. Esta banalización del “lenguaje puro” por medio de la “charlatanería” de los juicios humanos, provoca el intercambio absurdo de la Verdad (con mayúsculas) que emanaba permanentemente de la Creación, a cambio de que “la palabra comunique algo (fuera de sí misma)”. Para Benjamin, ese momento es el de la separación definitiva entre el nombre y su cualidad perfectamente conocedora, y asimismo, es también el turno del advenimiento de la palabra que sentencia: del juicio.[4]
El falaz fruto del árbol prohibido no daría conocimientos más elevados que aquellos que ya se encontraban implícitos en la esencia del paraíso (o bien: la palabra de Dios), sino que además simbolizaba el castigo (como algo que se prolonga indefinidamente) para quien se cuestionara acerca de la importancia de ese conocimiento, que por lo demás, resulta charlatanería inútil. Benjamin incluso ve en esto una “colosal ironía”, que presenta los orígenes míticos del derecho (el nacimiento de la verborrea interpretativa), y que recuerda aquellas reflexiones de Montaigne acerca de la rigurosa inutilidad de las leyes humanas: “Por experiencia se sabe que la multitud de interpretaciones disipan la verdad y la quebrantan”.[5]
Pues bien, pasada esta “hora de nacimiento de la palabra humana”[6] ya sólo será cuestión de tiempo para que las lenguas empiecen a multiplicarse.

[1] Entendiéndose como Adán: el ser primero que integraba el dualismo sexual.
[2] Con el paso del tiempo, Benjamin irá desarrollando el concepto de “esencia” en múltiples ámbitos, y en sus escritos posteriores llegará hasta la conocida idea de “aura”.
[3] En su texto, Benjamin hace énfasis en el hecho de que el hombre es el único ser que es creado fuera del lenguaje. Sin embargo, en el pasaje donde se menciona que Yahvé llevó a los animales ante el hombre (Génesis, 2, 19), se menciona asimismo que fueron formados del suelo. Cf. También con la versión anterior (Génesis, 1, 20-25) en donde Yahvé los crea únicamente con la palabra, que es la versión que el autor emplea para desarrollar su ensayo.
[4] Para un desarrollo más detallado sobre este tema en particular, ver el artículo de: Irving Wohlfarth, “Sobre algunos motivos Judíos en Benjamin”, tomado de Acta Poética, No. 9-10, Revista del Seminario de Poética, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, Primavera –Otoño de 1989. pp. 155-205.
[5] M. De Montaigne, Ensayos completos, Editorial Porrúa, México, 2003.
[6] Es conveniente hacer notar que para Benjamin “sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más consumada belleza”.

miércoles, 4 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 2 de 5)

La memoria ejerce un papel fundamental en la vida de los seres humanos. Y no puedo sino asombrarme ante esa capacidad que tenemos para enlazar acontecimientos que pertenecen a tiempos ya caducos, extraviados entre muchos otros acontecimientos de mayor o menor trascendencia. Así fue como nacieron las siguientes reflexiones, de esta pequeña historia entre Grecia y Turquía, así como de la lectura, un par de años posterior, de un ensayo que Walter Benjamin escribió en 1916, en su juventud, cuando aún estaban perdidos en la bruma del futuro los aciagos días en Portbou, y que se titula: “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos”. [1]
Allí plantea la siguiente idea (que considero fundamental para mi reflexión): “Dado que la entidad espiritual del hombre es el lenguaje mismo, no puede comunicarse a través de éste sino sólo en él”.
La primera lectura de esta frase me pareció perturbadora, más proclive a engendrar confusión que a esclarecer posibles dudas epistemológicas. Aparentemente roza los contornos del absurdo, pero si se le mira con cuidado, el sentido, oculto detrás del propio lenguaje, comenzará a hacer su lenta aparición.
Vayamos por partes. ¿Qué quiere decir Benjamin con eso de que “la entidad espiritual del hombre es el lenguaje mismo”? Es como si sugiriera que más que una herramienta forjada por el ser humano, a través de incontables milenios de evolución (hipótesis que satisface sobre todo a la comunidad científica), el lenguaje en realidad fuera algo preexistente al hombre, preexistente incluso al sistema de cosas que rigen el mundo.
Por supuesto, una afirmación como ésa tiene que caer forzosamente en los senderos del misticismo. Y Benjamin no tiene el menor empacho en reconocerlo, aunque primero advierte la razón para abordar el tema desde semejante perspectiva: “Puesto que la Biblia se considera a sí misma revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos fundamentales”. Un punto de partida que nos llevará a la breve revisión de los mitos bíblicos de la Creación y de La Torre de Babel.

[1] Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1998. De 1916 el manuscrito original, es decir, a los veinticuatro años del autor, aunque se publicaría póstumamente. Muchos críticos coinciden en que es la etapa en que domina más el estilo mesiánico en Benjamin.

* La imagen fue tomada de: Walter Benjamin, Obras, Libro 1, Vol. 1, Abada Editores, Madrid, 2006.

lunes, 26 de mayo de 2008

La soledad de las lenguas (parte 1 de 5)

Hace pocos años, en un viaje por tierras europeas, llegué, después de un extenso y tambaleante recorrido por mar, hasta la isla de Rodas, todavía dentro de los límites del territorio griego. Una vez instalado en una calamitosa pensión, recorrí la ciudad amurallada, sus calles hechas de piedras del color del trigo y de los días nublados, las ruinas de pequeñas mezquitas otomanas que aún hablaban de una dominación no tan remota en el tiempo. Comí frugalmente y me dispuse a inspeccionar las orillas de esa tierra. Desde las playas septentrionales de la isla (cuya arena se forma de minúsculas piedrecillas de colores) se distinguían las montañas del sudoeste turco, de Bezburun para ser exactos, las cuales tenían un aspecto fantasmal debido a la bruma del mar. Lancé la vista un poco más al noreste y ya no me fue posible distinguir las del puerto de Marmaris.
La idea de adentrarme en un país que sólo conocía por algunas lecturas sedujo mi imaginación, así que decidí embarcarme a ese nuevo continente. No contaba con que mi salida de la Unión Europea habría de ser trabajosa a consecuencia de un malentendido con respecto a los meses de mi estadía. Al final, gracias a una apurada comunicación en inglés, pude salir casi ileso de aquel embrollo. Repito, casi ileso: después del estira y afloja con las autoridades, llegamos al acuerdo de que no podría regresar a Grecia durante los siguientes cinco años, so pena de pagar una multa cercana a los dos mil euros.
Sin embargo, y esto no lo podía saber en ese momento, los problemas relacionados con la lengua apenas comenzaban. En las oficinas turcas de migración, después de más de una hora de señas vehementes y contradictorias explicaciones por parte de un dudoso traductor, que se desvivía por hacerme entender, en una jerga compuesta por palabras en turco, inglés y alemán, que tenía que pagar por una visa; claro, si es que realmente quería entrar al país. Cubrí por fin una altísima cuota que, horas más tarde, mientras caminaba bajo mi enorme mochila en las calles de Marmaris, me dejó la sensación de haber sido la inocente víctima de un atraco.
Entre más me internaba por Turquía, a lo largo de pueblos anónimos, rara vez agitados por extranjeros tan remotos, el idioma se fue volviendo un problema serio. El punto más difícil fue producto, por una parte, de la natural barrera lingüística; y por la otra, de mi propia soberbia. Estando en la región de Capadocia (una zona semidesértica al centro del país), me enteré de que había un cañón de más de doce kilómetros de largo, en cuyos altos peñascos habían sido talladas algunas capillas cristianas en la temprana Edad Media: el cañón del Valle de Ihlara. Me informé lo mejor posible en las oficinas turísticas acerca de los recorridos que se hacían por la zona y encontré que, en efecto, hacían una escala obligatoria en dicho cañón.
Sin embargo, el precio me resultaba estratosférico (era el equivalente al gasto de tres días con sus noches incluyendo la comida) a cambio de detenerse allí por sólo una hora. Indignado por la avidez comercial, decidí que emprendería mi propio recorrido. En Göreme, un turco que hablaba italiano, me contó que existía un poblado cerca del cañón y que seguramente habría algún lugar para pasar la noche. Hice algunos cálculos y concluí que me saldría en menos de la mitad de lo que costaba el tour, contando una noche y las comidas en aquel pueblo. El único problema consistía, según el turco, en que debido a la época del año (el invierno en sus últimos estertores), el transporte hacia aquella región aún estaba suspendido. Tendría que apelar a la buena voluntad de los automovilistas, si es que realmente quería llegar por mis propios medios. En fin, me dije, no será la primera vez.
Al otro día, mientras esperaba a las afueras de un pueblo de nombre impronunciable, sentado en mi mochila, sin un sólo árbol a la vista que menguara aquel sol aplastante, me di cuenta de que era un imbécil. ¿Dónde estaba? ¿Qué rayos hacía allí? ¿Por qué había caído en la necedad de querer hacerlo todo por mi cuenta? Había sido muy difícil pedir informes a la gente del pueblo, sobre todo a las mujeres, que lo miraban a uno con aire entre atónito y burlón, diciéndose cosas entre sí y riendo con risillas cómplices. Los hombres me clavaron miradas ceñudas, aunque al mismo tiempo indiferentes, como si fuera una de esas cosas que sólo a veces arruinan los días, igual que el granizo o las nubes de polen. Finalmente, a un tipo le sonó conocida la palabra “Ihlara”, a pesar de mi pésima pronunciación, y me indicó las afueras del pueblo. Y allí estaba, justo donde me había señalado su dedo, y sólo después de interminables horas en las que pude comprobar que, en promedio, pasaba un automóvil cada veintitrés minutos, de pronto apareció un punto que se acercaba fatigando lentamente la carretera. Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera distinguir a un hombre que pedaleaba una bicicleta. Cuando al fin llegó, después de frenar sobre la gravilla con las suelas de sus zapatos, comenzó a hablarme animadamente, en turco por supuesto, mientras hacía una visera con la palma de la mano y miraba al horizonte, en dirección al pueblo. Me disculpé (para todo las disculpas, aun cuando no tengan razón de ser) y le dije que no le entendía. Sonrió con una boca llena de pequeños huecos entre los dientes. Lo dije en inglés, en español, en mi precario francés, en italiano. El tipo sólo sonreía. Siguió hablando y hablando, siempre en turco. Poco a poco, aquella retahíla de palabras incomprensibles me fue anegando en una densa soledad, lo mismo que un baño de aceite: supe, en un momento de extraña lucidez, que no había nadie que pudiera entender una sola de mis palabras en muchos kilómetros a la redonda. Más aun: no había nadie a quien pudiera importarle. Era una soledad absoluta, como nunca antes la había sentido. La soledad del idioma, de la identidad, de la voz que se sabe desahuciada y deviene en simple aliento manchado de sonido. ¿Cómo salí de aquella situación? Sería cuento largo. Y lo que me interesa en estas líneas es hacer un breve sondeo en aquella sensación de desamparo, en aquella soledad tan particular que sólo podía haber nacido en los inciertos reinos del lenguaje.