miércoles, 30 de julio de 2008

Dolores equívocos

En el lento descenso que emprende a través de su propia existencia durante un sólo día, Eric Michael Packer se convierte en un raro fetiche sexual en un pequeño apartado de Cosmópolis. Es decir, DeLillo pone en escena la humillación del poderoso como una especie de irresistible categoría erótica, dando un significativo vuelco con ello al lugar común que suele colocar al débil a disposición de los deseos de quien ostenta el poder: Eric (ese multimillonario que de buena gana jubilaría ciertas palabras del lenguaje solamente por su incurable anacronía con respecto a los nuevos términos que surgen de los avances tecnológicos) y la jefa del departamento financiero de su propia empresa (a la cual intercepta mientras se ejercita corriendo), Jane Melman, se ponen a conversar dentro de la limusina de él, acerca de los extraños movimientos de la bolsa de valores, del fenómeno que rodea los inusuales comportamientos del yen, en fin, de la economía mundial. Hasta aquí todo suena bastante anodino, salvo por el hecho de que mientras ellos conversan, el doctor Ingram explora alguna irregularidad en la próstata de Eric. Todo a la vista de Jane Melman. Cuando Eric se percata de que ella disfruta, sin poder ocultarlo, de ser testigo en esa situación, dice:

–El sexo nos descubre. El sexo nos revela como somos. Por eso es tan estremecedor. Nos despoja de toda apariencia. Veo a una mujer prácticamente desnuda y agotada, necesitada, acariciando una botella de plástico que oprime entre las piernas. ¿El honor me obliga a pensar en ella como ejecutiva y como madre? Ella ve a un hombre en una situación de humillación flagrante. ¿Es quien yo creo que es, con los pantalones a la altura de los tobillos y el culo en pompa? ¿Cuáles son las preguntas que se formula desde esa posición en el mundo? Tal vez, preguntas de envergadura. Preguntas como las que se formula la ciencia de manera obsesiva. ¿Por qué tal y no cuál? ¿Por qué música y no ruido? Son bellas preguntas, extrañamente idóneas para este momento infecto. ¿O acaso tiene una perspectiva limitada de las cosas y sólo piensa en el momento en sí? ¿Tal vez sólo piensa en el dolor?"[1]

Este acontecimiento es un eslabón más o menos del mismo tamaño que los otros que componen la novela, exceptuando el despeñadero final. Sin embargo permanece como el único momento en el que Eric se abandona realmente al placer de observar el goce que es capaz de producir en una mujer, incluso a sabiendas de las dos o tres escenas de sexo explícito que sostiene en ese único día. Por supuesto, queda el dedo invasor del doctor como una especie de moneda de la que el protagonista sólo se empeñará en tomar en cuenta el más fácil de los lados: el del dolor.

[1] Don DeLillo, Cosmópolis, Editorial Seix Barral S.A., México 2004, pp. 66-67. Traducción de Miguel Martínez-Lage.

lunes, 21 de julio de 2008

Ejercicios de fuerza y voluntad



Reza el lugar común (y por ende también la experiencia de innumerables generaciones) que en la vida todos estamos expuestos en igual medida al éxito y al fracaso, ese par de conceptos que de alguna manera terminan por constituir la felicidad o la amargura de las personas. Por supuesto, en el lugar común no se especifica qué es el éxito o el fracaso, porque bien se sabe que eso depende de lo que considere como tal cada persona. Así, lo que para unos puede ser la cima más alta de la gloria, para otros pude ser una simple banalidad. Tampoco se dice cómo se puede conseguir uno y evitar el otro; en fin, en la frase nunca se habla de aquello con lo cual una situación puede ir entre distintos estados, sean éstos físicos o de conciencia.
Pero quizá sería mejor anclarse en un ejemplo. Mis padres siempre me hablaron de mi primo Humberto como si en él hubieran reconocido a la terrible encarnación de la holgazanería. Cuando llegábamos a la casa de mi abuela, que era donde él vivía debido a su orfandad, solíamos encontrarlo en una habitación sumida permanentemente en la penumbra, confundido con un montón de ropa sucia que formaba cadenas montañosas en su cama. “Mira cómo tu primo se la pasa de güevón todo el día”, me decía mi madre en voz baja cuando de pronto notábamos sus reacomodos en posiciones supinas o fetales, “no hace nada más que estar echado, igual que los gatos; si no fuera porque a veces le da hambre, ni siquiera tendría por qué moverse”, esa y otras cosas por el estilo. Mi padre en cambio, se desesperaba y le gritaba que se levantara, que ya se pusiera a trabajar si no quería ir a la escuela. Mi primo, por supuesto, no nos hacía el menor caso, y sólo cuando imagino que le fastidiaba nuestra presencia, se levantaba sin decir palabra y se ausentaba durante el resto del día. Yo tenía menos de diez años en ese entonces, y lo observaba (mi primo era ya un adolescente) con una mezcla de miedo, admiración, y vaga repugnancia; y en todo ello vislumbraba siempre una pregunta que nunca llegué a formularme cabalmente, como cuando se vislumbra una forma vaga en el fondo de un río revuelto: ¿qué lo hacía estar así, en ese estado bastante contiguo al de los vegetales? ¿Por qué cuando uno estaba cerca de él transmitía algo así como una carencia indefinible, una carencia que hasta ahora identifico como una falta de voluntad, de fuerza?
Según los brumosos recuerdos que aún conservo de mis clases preparatorianas, en este mundo la fuerza se puede encontrar en forma estática y en forma dinámica. Es decir, para que una fuerza no quede disuelta o estática (o bien, reducida al reposo), necesita estar enfocada en un determinado objetivo, con lo cual podemos obtener uno o dos efectos a la vez: movimiento y deformación. Pues bien, en el ámbito social esto no cambia mucho. En sus Pensamientos, Pascal desnuda las estratagemas que se ponían en marcha para evitar la melancolía (o en este caso, la disolución de la fuerza) en los reyes: “[…] están rodeados de personas que ponen un cuidado maravilloso en procurar que el rey nunca esté solo y en estado de pensar en sí, sabiendo que sería desgraciado, por muy rey que sea, si pensara en ello”. Por supuesto, mi primo no era ningún rey, pero quizá sí estaba demasiado abandonado a sí mismo, en permanente estado de melancolía, sin un objetivo al que pudiera dirigir la fuerza que, en mayor o menor medida, todos poseemos dentro de nosotros. Su carencia de poder y la consiguiente disminución de energía acaso ocurrían porque no había sido valiente (o no le interesaba serlo) en alguna circunstancia que yo no comprendía: quizá no había tenido la audacia o el atrevimiento para afrontar ciertas situaciones difíciles.
Y es que de acuerdo a las interpretaciones clásicas del tarot, el arcano undécimo, es decir, La Fuerza, (alegoría representada por una reina que, sin aparente esfuerzo, doma a un león, cuyas mandíbulas mantiene separadas), en su estado superior, además de simbolizar la victoria de lo racional sobre lo irracional o la fuerza de voluntad que logra salir victoriosa ante cualquier adversidad, también se refiere a la fuerza interior, a esa vitalidad que es la patria del optimismo, al autocontrol de las emociones (las reacciones del Yo) en situaciones límite, al furor que, merced a la superioridad intelectual, resulta en dirección hacia el bien. Sin embargo, también cuenta con su lado negativo, y existen tantos ejemplos de esto a lo largo de la historia que con ellos se podría empedrar un camino que rodeara varias veces la cintura del mundo: la debilidad mental, el descontrol, la crueldad irreflexiva, la vanidad, el egocentrismo. En La Ilíada, Aquiles, el héroe más valiente del ejército de los aqueos, no es capaz de controlar su furor cuando venga la muerte de su amado Patroclo; esa fuerza indomable que le es característica y gran aliada en la guerra contra el enemigo, adquiere matices oscuros cuando se deja invadir por la crueldad, y entonces, durante varios días arrastra con su carro de guerra el cuerpo ya sin vida de Hector, el infortunado príncipe troyano, tentando con ello la ira de los dioses. O las ínfulas pueriles que genera el exceso de fuerza bruta en el ejército de Jerjes cuando planean la invasión a las tierras griegas, y que, debido a la falta de una inteligencia capaz de orquestar aquella ciudad en movimiento que secaba lagunas y arrasaba con las cosechas de los pueblos a su paso, se ven sometidas cuando enfrentan una fuerza menor, pero mejor conducida, como la de los espartanos; propiciando así una de las derrotas más espectaculares en la historia antigua. Incluso, en el imaginario popular posmoderno se conocen leyendas que hablan de las infaustas consecuencias de dejarse seducir por al lado oscuro de la fuerza, encarnadas sobre todo por Darth Vader, en La guerra de las galaxias; o Saurón, en la saga de El señor de los anillos.
Y en esta gama de matices del estado inferior de la fuerza, encontramos la que está gobernada por la crueldad o la cobardía, aquella que sólo puede generar violencia y destrucción gratuitas. Si en su aspecto positivo hablábamos del dominio del espíritu racional sobre la materia, en su aspecto negativo el orden se voltea como un guante: la materia (los instintos) dominan a la inteligencia. El resultado es la crueldad, la cobardía, o en el mejor de los casos, la pereza del corazón, aquel viejo pecado tradicionalmente visto como “la madre de todos los vicios”.
Pero, ¿qué pasa cuando la fuerza es exterior a nosotros mismos? Porque también están las fuerzas en estado puro, sin contaminaciones éticas, aquellas que al mismo tiempo pueden ser creadoras y destructoras: las fuerzas de la naturaleza, que por la misma ambivalencia de sus repercusiones, fueron honradas como divinidades en todas las culturas antiguas de la tierra.
Ahora bien, el uso de la fuerza que sí está sometida a las perspectivas de la moral y de la ética, no puede estar exento de prudencia, porque de otra forma se cae en el terreno del despotismo, de la tiranía, las cuales tienen su contraparte en un fenómeno que raras veces se despierta, pero que cuando lo hace, resulta inexorable: la fuerza de las masas. Es conocida la anécdota aquella en que Francisco Villa y Emiliano Zapata (personajes protagónicos en ese despertar de la fuerza de las masas que es la revolución) logran acceder al despacho presidencial en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. Villa se sienta en la silla del águila sin el menor embarazo, y hay quien incluso asegura que subió sus botas, llenas de polvo del camino, en el escritorio mientras anudaba los dedos de las manos detrás de la cabeza; en tanto Zapata, en actitud totalmente antípoda, se mostró reacio a acercarse siquiera a un asiento que representaba el poder absoluto de una nación, y por lo tanto, la posibilidad de sucumbir a la corrupción también absoluta. La verdad de dicha anécdota nunca ha sido comprobada, pero queda como una especie de alegoría de la temeridad y la prudencia ante el poder. ¿Y no va precisamente en este tenor una de las frases más desgastadas en el legado ideológico que dejara el tío Ben a Peter Parker? A saber: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Creo que sería un poco aparatoso terminar estas breves digresiones entonando una serie de discursos acerca de la responsabilidad en el uso de la fuerza. Sobre todo porque en la vida diaria, todos aquellos que (para bien y para mal) la poseen, no nos dejan olvidarlo un solo instante, y porque además tengo la tambaleante convicción de que cada quien conoce perfectamente sus propias tendencias en relación con las distintas caras de la fuerza. Por eso prefiero contar que mi primo Humberto, aquel ser sometido por la disolución de la fuerza, o bien, por la melancolía, contra todos los pronósticos familiares ha comenzado a salir avante, mas con tal lentitud, que en el trayecto ha desesperado a más de un impaciente que lo rodea, incluida su cónyuge.
Pero la vida es así: cada quien tiene su ritmo para hacer las cosas, por más que haya quien crea tener la solución perfecta para los problemas de los demás. Incluso cuando tengan razón, porque ya lo dice otro gran momento de la sabiduría popular: “a fuerza ni los zapatos entran”.

jueves, 10 de julio de 2008

El sueño de Jakob



Hace unos días tuve un sueño que me recordó el siguiente párrafo de Walser. Por supuesto, prefiero referir el sueño de Jakob en lugar de recrear mediocremente mis propias pesadillas, eso al menos por el momento:

«¡Qué sueño más horrible tuve hace unos días! Soñé que me había convertido en un hombre muy malo, perverso, ¿cómo así?, no lograba explicármelo. Era un ser brutal de pies a cabeza, un trozo de carne humana emperejilado, torpe, cruel. Estaba gordo y, por lo visto, las cosas me iban viento en popa. Anillos centelleaban en los dedos de mis deformes manos, y de mi barriga pendían, negligentemente, quintales de carnosa dignidad. Me sentía plenamente autorizado a impartir órdenes y dar rienda suelta a mis caprichos. A mi lado, sobre una mesa ricamente servida, brillaban objetos dignos de una voracidad y dipsomanía insaciables, botellas de vino y licores, así como los más refinados platos fríos. Me bastaba con estirar la mano, cosa que de rato en rato hacía. En los cuchillos y tenedores se habían pegado las lágrimas de mis enemigos ajusticiados, y al tintineo de los vasos se unían los sollozos de innumerables desgraciados; sin embargo, las estelas de las lágrimas sólo me hacían reír, mientras que los sollozos de desesperación adquirían un sonido musical a mis oídos. Necesitaba música para amenizar el banquete, y la tenía. En apariencia, había hecho excelentes negocios a costa del bienestar de otros, lo cual me producía un gozo profundo y visceral. ¡Oh, cómo me complacía la idea de haber dejado en el aire a varios de mis congéneres! Y cogí una campanilla y llamé. Un anciano entró..., perdón, se introdujo a rastras –era la sabiduría de la vida–, y a rastras se llegó hasta mis botas, para besármelas. Y yo se lo permití a ese ser degradado. Pensad un poco: la experiencia, principio noble y bueno entre todos, lamiéndome los pies. Es lo que yo llamo ser rico. Y como me vino en gana, volví a llamar, pues sentía, no sé bien dónde, un acuciante deseo de divertirme; y apareció una tierna jovencita, un auténtico bocado para un libertino como yo. Dijo llamarse «inocencia infantil» y, mirando furtivamente el látigo que había a mi lado, empezó a besarme, lo que me reanimó a un grado increíble. El miedo y la corrupción precoz aleteaban en sus hermosos ojos de cierva. Cuando tuve bastante, volví a llamar y entró un joven esbelto y bello, pero pobre: el lado serio de la vida. Era uno de mis lacayos, y yo, frunciendo el ceño, le ordené que hiciera pasar a esa fulana, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, las ganas de trabajar. Poco después hizo su entrada el empeño, y me di el gusto de asestarle a ese hombre íntegro, a ese trabajador de extraordinario físico, un sonoro latigazo en el centro de la plácida y expectante cara: ¡para morirse de risa! Y él, que era el afán, la prístina energía creadora, lo toleró sin protestar. Cierto es que luego le invité a un vaso de vino con gesto perezoso y altanero, y el pobre idiota bebió a sorbos el vino de la vergüenza. «Anda, trabaja para mí», le dije, y él obedeció. Luego compareció la virtud, figura femenina de una belleza avasalladora para todo el que aún no esté completamente congelado. Entró llorando; yo la senté en mis rodillas e hice disparates con ella. Cuando le hube robado su inefable tesoro, el ideal, la eché entre expresiones de sarcasmo y, a un silbido mío, se presentó Dios en persona. «¿Cómo? ¿Tú también?», grité, y me desperté bañado en sudor...»

Texto: Robert Walser, Jakob Von Gunten, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 69-70.
Imagen: José de Ribera El sueño de Jacob (1639).