lunes, 17 de agosto de 2009

El sentido de la existencia



Alguna vez pensé en preguntarle a mi padre cuál era el sentido de la existencia, aunque no exactamente con esas palabras, embarradas ya de cierta entonación telenovelesca. Eso fue en la niñez, después de que despertara de una pesadilla en la que asombrosamente era capaz de voltearme a mí mismo de adentro hacia afuera, tal como se hace con los guantes. Desperté, digo, con una honda exhalación, la cual en mi sueño había comenzado con un sordo alarido. Y horas después, mientras daba los primeros pedalazos a una bicicleta con tres ruedas en la parte trasera, mi propia conciencia eclosionaba ante mis ojos en forma de un par de preguntas llenas de vértigo y vacío: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?

Cierto es que mi padre no estaba en condiciones de responder a semejantes preguntas, de hecho, estoy seguro de que si se me hubiera ocurrido planteárselas, me habría sacado un curioso sonido de la cabeza a través de un tosco manotazo. Sin embargo, creo que fue a causa de esas preguntas que comencé a interesarme en los libros (aunque esto haya sucedido más de diez años después): entre tantas historias y teorías hechas durante tantos siglos, quizá habría alguien que ya las hubiera contestado satisfactoriamente. De alguna forma estaba seguro de que eran preguntas obligatorias para toda la humanidad. Y creo que no me equivocaba del todo. He leído, como se suele decir, “casi todo lo que ha caído en mis manos”, y de inmediato me di cuenta de que las dos clases de textos que trataban de responder a esas preguntas eran los de superación personal (de una manera bastante convencional y descafeinada), y algunos de religión y filosofía, que sólo creen ser capaces de comprender unos cuantos "iniciados".

Los de poesía y literatura no sólo no respondían a esas preguntas, sino que además las multiplicaban ad infinitum, de tal suerte que la cabeza comenzaba a darme vueltas alrededor de un mismo eje con varias caras: lo inefable, el absurdo, la perversidad, la inocencia, Dios, el vacío, la enfermedad, mi propia imagen devuelta, no sin sorna, por el espejo, y una serie de interminables y minúsculos detalles que aparecen en el momento menos esperado, como cuando uno encuentra una rajadura en un zapato nuevo.

¿Y las preguntas? Siguen allí, por supuesto, envueltas aún en su aura de impenetrabilidad, agazapadas detrás de los acontecimientos más nimios o de ciertos sueños que ya no esperaba tener conforme el tiempo sigue desgastando mi vida. No sé más acerca de mí mismo de lo que sabía entonces, pero por lo menos ahora en mi cabeza hay un abanico de palabras con las que intento ocultar inútilmente ese temido resplandor. Y así seguiré, estoy seguro, tratando de mantenerlo en las sombras hasta que llegue el momento fatal e inevitable en el que ya no necesite de ningún tipo de respuesta…