viernes, 19 de octubre de 2012

El nacimiento de un mártir


En las primeras páginas de Un puente sobre el Drina, obra maestra de Ivo Andrić, hay una escena que logra perturbar al más flemático: el empalamiento, aún con vida, de Radislav, un campesino cristiano que veía la construcción del puente que uniría las dos orillas de Vichegrado (en Bosnia y Herzegovina) a mediados del siglo XVI, como una obra instigada por el mismísimo Satanás, y que por ello, con ayuda de un par de hombres, se da a la tarea de destrozar por las noches lo construido durante el día. Abidaga, a quien el gran visir había encomendado la expedita construcción del puente, es un pelirrojo carente del más mínimo sentido del humor, quien además se enorgullecía de la fama nefanda que lo precedía adonde quiera que llegaba como una especie de diabólico heraldo. Así, advierte ferozmente a todo el pueblo que cuando capture al responsable del boicot, lo empalará vivo para que sirva como escarmiento a cualquier otro «valiente» que quiera obstaculizar la piadosa obra del gran visir. Tras varias noches de tensión, por fin logran capturar al responsable, y después de torturarlo, colocándole gruesas cadenas al rojo vivo sobre el cuerpo para que confiese acerca de sus cómplices, llega el día del empalamiento. Andrić no nos ahorra detalles y el escabroso castigo es descrito con la frialdad y la precisión de un instrumento quirúrgico:

«Radislav inclinó aún más la cabeza, mientras los cíngaros se acercaban a él y le despojaban de la piel de cordero y de la camisa. Sobre su pecho, rojas y tumefactas, aparecieron las llagas producidas por las cadenas. Sin pronunciar una palabra más, el campesino se tumbó boca abajo, tal y como le habían ordenado. Los cíngaros se aproximaron y le ataron primero las manos a la espalda y después le ligaron una cuerda alrededor de los tobillos. Cada uno tiró hacia sí, separándole ampliamente las piernas. Entretanto, Merdjan colocaba el poste encima de dos trozos de madera cortos y cilíndricos, de modo que el extremo quedaba entre las piernas del campesino. A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores. Tan sólo pudieron apreciar el estremecimiento del cuerpo a causa del picotazo breve e imperceptible del cuchillo, y, luego, cómo se erguía a medias, cual si tratase de levantarse para volver a caer de pronto, golpeando sordamente el entarimado. No más hubo terminado, el cíngaro dio un ligero salto, tomó del suelo el mazo de madera y se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en el que el poste se iba introduciendo, y, después, a los cíngaros, exhortándoles a que tirasen con suavidad y sin sacudidas. El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

»El silencio era tal en las dos orillas [del río] que podía distinguirse con claridad el sonido que producía el mazo al golpear el poste y el eco que se repetía en algún lugar de la orilla escarpada. Los que estaban más cerca podían oír cómo Radislav golpeaba con la frente sobre las tablas y, además, otro ruido insólito que no era ni un gemido ni un lamento ni un estertor ni ningún sonido humano determinado. Aquel cuerpo torturado emitía una especie de chirrido y un crujido, como cuando se tira a patadas una empalizada o se derriba un árbol. El cíngaro, a cada dos martillazos, se dirigía al cuerpo tendido, se inclinaba, examinando si el poste avanzaba en buena dirección y, cuando se había cerciorado de que ningún órgano vital estaba herido, volvía a su sitio y continuaba su tarea. Todo aquello, desde la orilla, se oía débilmente y se veía aún más débilmente, pero no había quien no sintiese temblar sus piernas; los rostros palidecían, las manos se quedaban heladas.

»Durante un momento, cesaron los mazazos. Merdjan había observado que en el vértice del omoplato derecho los músculos se ponían tensos y la piel se levantaba. Se acercó rápidamente y, en aquel lugar, ligeramente hinchado, hizo una incisión en forma de cruz. Por el corte empezó a correr una sangre pálida, primero en pequeña cantidad, luego, a borbotones. Aún dio dos o tres mazazos, ligeros y prudentes, y por el sitio en el que acababa de hacer el corte, apareció la punta herrada del poste. Continuó todavía unos minutos martilleando hasta que la punta del palo alcanzó la altura de la oreja derecha.

»Radislav estaba empalado en el poste de igual modo que se ensarta un cordero en el asador, con la diferencia de que a él no le salía la punta por la boca, sino por la espalda, no habiendo interesado gravemente ni los intestinos ni el corazón ni los pulmones.»

El condenado permanecerá a la vista de todos en la parte más alta de la estructura del puente. Y una vez muerto, traerá el descanso a los pobladores –quienes no conseguían dejar de pensar en el sufrimiento del pobre desgraciado durante todas las horas que duró su horrible agonía– y será convertido en una especie de santo mártir entre los cristianos, quienes además lo insertarán entre las múltiples leyendas que aderezarán con los años al puente sobre el Drina.

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