lunes, 30 de septiembre de 2013

Costumbres guerreras de los escitas

Me puse a revisar el Libro IV de Los nueve libros de la historia de Heródoto, uno de mis libros favoritos de todos los tiempos, dicho sea de pasada, y encontré la descripción de las costumbres guerreras que tenían los escitas (conjunto de pueblos ubicados antiguamente en lo que hoy es Irán, Ucrania, Kazajistán y el sur de la Rusia asiática), las cuales, si se comparan con los ritos que hacían los mexicas en honor del dios Xipe Tótec, darán pie a una extraña constelación que irá tomando forma en futuras entradas de este blog:

«En lo que atañe a la guerra tienen estas ordenanzas: cuando un escita derriba a su primer hombre, bebe su sangre, y presenta al rey la cabeza de cuantos mata en la batalla: si ha traído una cabeza, participa de la presa tomada; si no la ha traído, no. La desuella del siguiente modo: la corta en círculo de oreja a oreja, y asiendo de la piel la sacude hasta desprender el cráneo, luego la descarna con una costilla de buey y la adoba con las manos, y así curtida, la tiene por servilleta; la ata de las riendas del caballo en que monta y se enorgullece de ella, pues quien posea más servilletas de piel es reputado por el más bravo; muchos de ellos hasta se hacen de esas pieles abrigos para vestir, cosiéndolas como un pellico. Muchos desuellan la mano del enemigo sin quitarle las uñas, y hacen una tapa para su aljaba. Por lo visto la piel del hombre es recia y reluciente, y casi la más blanca y lustrosa de todas. Muchos desuellan a los muertos de pies a cabeza, extienden la piel en maderos y la usan para cubrir sus caballos.

»Tales son sus usos; con las cabezas, no de todos, sino de sus mayores enemigos hacen lo siguiente. Sierra cada cual lo que queda por encima de las cejas, y la limpia; si es pobre la cubre por fuera con cuero crudo de buey solamente y así la usa; pero si es rico, la cubre con el cuero, pero la dora por dentro y la usa como copa. Esto mismo hacen aun con los familiares, si llegan a enemistarse con ellos y logran vencerlos ante el rey. Cuando un escita recibe huéspedes a quienes estima, les presenta tales cabezas y les da cuenta de cómo aquellos, aun siendo sus familiares, le hicieron guerra, y cómo él los venció. Esto consideran ellos prueba de hombría.»

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Instantáneas



Rencor

Profundamente preocupado por esa bête noire de nuestra sociedad que es el rencor, y tras cavilar a conciencia en ello, llegué a la conclusión de que me resistiré lo más posible a sus encantos. Sé que no es una decisión fácil, o incluso razonable, sobre todo si se vive en un mundo como éste, donde hay tantas personas proclives a devolver desprecio a cambio de afecto o camaradería. Pero la otra perspectiva, es decir, devolver rencor a cambio de desprecio, me parece de una inutilidad proverbial. Como si dijéramos que uno quisiera llenarse de tierra los bolsillos y así juntar la suficiente cantidad para la creación de un jardín hermoso y terrible, en donde florecerían alegremente los odios que uno sea capaz de engendrar durante toda su vida.


Exotismos

Hacía ya bastante tiempo que no encontraba una muerte digna de mención en un libro. Y entonces llegué por azar a El grito silencioso de Kenzaburo Oé. Ahí, el mejor amigo de Mitsusaburo Nedokoro decide terminar con su existencia de una manera estrafalaria y acaso cargada de un inquietante significado: se ahorca desnudo, no sin antes haberse pintado el rostro de color bermellón y de haberse insertado un pepino en el ano. Pero más allá de esa mueca indescriptible que muchos de ustedes acaban de dibujar en sus rostros, me interesa lo que dice la abuela del suicida, ya que aporta una justificación casi irresistible para la exótica muerte de su nieto: «¡Todos hemos de morir! Y, dentro de cien años, ¿a quién le importará cómo has muerto? ¡Lo mejor es morirse del modo que a uno le dé la gana!».


Generosidad

Si usted, amable lector, es uno de esos pobres diablos que, al igual que yo, suele recorrer la ciudad de México valiéndose del siniestro Sistema de Transporte Colectivo, seguramente conocerá muchas de las innumerables triquiñuelas que usan los mendigos para conseguir su diario sustento. Es por eso mi deber advertirle de una nueva clase que, debido a su complejidad, se resiste a entrar fácilmente en alguna categoría establecida. Verá usted: el otro día encontré a uno que, tras vociferar religiosas sentencias acerca de los generosos de corazón, se encaraba con cada pasajero para exigirle en metálico su dosis de bondad, y si alguno, ¡ay!, se hacía el desentendido o se volteaba a otro lado o de plano se negaba, el mendigo entonces montaba en ira y le advertía agriamente acerca del infernal destino que le aguardaría a su alma por no soltarle una mísera moneda a él, un pobre necesitado, de esos que son los favoritos de Dios, con lo que al final consiguió que su vasito de plástico rebosara una nada despreciable cantidad de monedas de uno, dos, cinco y hasta diez pesos…